Por favor, Jorge, reza por mí
Miguel y yo fuimos compañeros de escuela de pueblo. Escuela unitaria, se decía, donde en una única clase nos juntábamos cincuenta chavalotes de distintas edades, bajo el mando y la vara de un maestro, mientras la estufa, alimentada por tomillos que cogíamos a la salida, nos obsequiaba periódicamente con una nube de humo capaz de impregnar nuestra ropa para una semana y hacernos llorar como si hubiérmaoa perdido todas las bolas del guá.
Un maestro, de los de verdad, al que hemos querido con locura y total reconocimiento, que se apañaba como podía para meter cuatro cosas bien dispuestas en nuestras cabezas bajo la máxima de “oveja que bala, bocado que pierde y gorgorito que casca” (gorgorito era el palo que se movía entre nosotros y causaba el lógico respeto). He de decir que ninguno de los alumnos de D. Adolfo nos hemos sentido especialmente humillados ni vejados por gorgorito, que todos probamos en más de una ocasión, que no nos vemos con demasiados traumas, y que aprendimos bastante.