Homilía: tiempo para organizar la compra y la lavadora
Tengo una amiga que me dice que el tiempo de la homilía de su párroco le viene muy bien para pensar en la compra y la lavadora. Que es empezar el buen hombre a predicar y directamente desconecta y comienza a dar vueltas en la cabeza a sus cosas.
Intenté afear su conducta con las cosas de siempre: importancia de la homilía, escucha de la palabra, reflexión, ayuda para comprender. El caso es que no sabe si las homilías son buenas o malas porque simplemente se siente incapaz de seguirlas. Es como un bloqueo interior.
Después de mucho insistir conseguí que me diera dos razones que aquí dejo por si nos sirven, que siempre viene bien escuchar a la gente.
La primera es el tono de voz del celebrante. ¿Por qué, dice ella, un cura que habla normal en la calle, comprando el pan, en el quiosco de periódicos o saludando a la señora Juana, cuando se reviste y sale a celebrar misa cambia su tono de voz? Pues creo que tiene razón, quizá lo hayamos observado en más de una ocasión, que a veces el celebrante, cuando se reviste y se ve ante el altar decide trasformar su voz normal, de hombre corriente, esa con la que pide un café, pregunta por los niños de María, da los buenos días al vecino y se pelea con el banco, en una especie de voz de ultratumba, afectada, medio mística que da grima escuchar.
No sé de dónde hemos sacado que la celebración de los misterios de nuestra fe exige modificar el tono de voz, poner los ojos en blanco, revestirse de apariencia mística y mostrarse en la transformación del que ha bajado a la tierra para elevarse en una nube de misticismo no digo inalcanzable, sino completamente curso y fuera de sitio.
Pero hay una segunda cosa que a mi amiga la saca de quicio: ese lenguaje clerical melifluo y lleno de expresiones reservadas al arcano. Cada profesión tiene su lenguaje e incluso su jerga propia. Los curas también caemos en eso. Y así sale el buen predicador, salimos a predicar, hablando de la conversión del corazón, la generosa entrega en los brazos amorosos del Padre, la acogida del don de Dios que nos lleva a la generosidad con el hermano abandonado la necesidad de la metanoia fundamental hasta llegar a la absoluta kenosis en el misterio de la cruz que nos llevará a la definitiva unión con el que es TODO.
¿Tan difícil es para un cura celebrar y predicar como si fuera una persona normal? Pues por lo visto parece ser que sí. Si a todo esto añadimos el no concretar o el hablar siempre de lo mismo, no es extraño que nuestros fieles aprovechen la homilía en mejor menester, como es acordarse de la abuela o pensar en la compra del lunes.
A nadie oculto mis simpatías por el bueno de D. Camilo, al que tengo por modelo sacerdotal a pesar de su abandono de lo políticamente correcto o quizás justamente por ello. No puedo imaginarme a D. Camilo celebrando si no es con su vozarrón que resuena en la iglesia incluso cuando lo baja para pronunciar solemnemente las palabras de la consagración en su limitado latín del seminario: “Hoc est enim corpus meum…” y que hace que todos se sobrecojan ante el misterio de Cristo haciéndose presente en el altar.
A D. Camilo se le entendía todo en sus sermones. No utilizaba eso de la kenosis ni tenía por costumbre citar especialmente a los santos padres o los decretos de Trento. Pero cuando hablaba de pecado, conversión, cuidado de los pobres y necesidad de confiar en Dios todos se enteraban, bien es verdad que de no hacerlo corrían otros riesgos, y es que D. Camilo explicando las cosas en privado tenía su peligro.
19 comentarios
No importa si la comida es preparada por un cocinero que dispone de todos los recursos para un deleite o por uno que, sencillamente, da lo mejor de si con lo que tiene, el caso es que uno disfruta de su comida por la sazón, el cuidado y el cariño que le pone al momento de su preparación.
El otro día le comentaba a mi párroco lo mismo. Como algunos sacerdotes adquieren un tono al celebrar que lleva a la desconexión (por suerte no es el caso de mi párroco). Le contaba el caso particular de nuestro vicario que me producia un efecto de somnolencia que no podía evitar.
Pasa mucho con los religiosos, especialmente las monjas, que al subir a leer siempre tienen ese tono carente de expresividad que acaba machacando a uno.
Nadie dice que le demos tonalidad a todo, pero si cierta armonía porque si ya cuesta meterse en un misterio que nos sobrepasa, cuanto más si le vamos añadiendo elementos que no ayudan.
Más bien diría yo que es el lenguaje blando, fofo, vago, dulzón y "eclesialmente correcto". Vamos, el que con toda razón critica el P. Iraburu en su artículo sobre las Preces de los fieles. Lo soporífero es la resonancia continua y monocorde de ideas generales como "los pobres", "los oprimidos", "el amor al hermano", "paz", "justicia", "esperanza", "crecimiento en la vida de fe". Todas ellas ideas importantes y verdaderas, pero que si no se concretan y relacionan explícitamente con la vida real, sus problemas y sus retos, se quedan en nada.
En cuanto comienza la bronca colectiva por los que no han ido a Misa o similar... Y cuando la bronca es en femenino plural, o se habla con diminutivos sin venir a cuento... es matemático: me acuerdo dónde he dejado las gafas...
Todavía recuerdo con horror lo mal que leía la homilia un curita joven estas navidades... mucho mejor si hubiera sido capaz de comunicar lo que sentía, él personalmente, al leer el Evangelio de ese día.
Uno de ellos hace uso de un tono monocorde, de forma que no da énfasis a nada, y lo dice todo casi tan seguido, sin espacio entre cada palabra, que acabas por perder el hilo. Además en tono muy bajito, casi como si leyera para sí mismo.
El otro, más bien al contrario, al estilo grandilocuente y espectacular de muchos telepredicadores norteamericanos llega a agotarte y además no profundiza en nada (porque ese es otro mal, pensar que puede aburrir a la gente una homilía que profundice en el sentido del evangelio y cómo este conecta con nuestras vidas aquí y ahora, lo cual considero equivocado y da pie a homilías insulsas que apenas rascan la superficie de las Lecturas del día).
Dada la naturaleza de la Santa Misa, es muy recomendable que el sacerdote cambie su voz a una más solemne, calmada, sobria y elegante, de modo de realzar la importancia del Santo Sacrificio.
Sin embargo, y como usted señala tan bien con el ejemplo de Don Camilo, lo ideal es que en la homilía se produzca un quiebre, donde el sacerdote pueda enseñar y explicar a la gente en forma breve y sencilla los grandes misterios. Y precisamente allí se necesita un tono de voz más armonioso, pues se dirige a la gente (y no a Dios como en todo el resto de la Misa, lecturas incluidas).
Por lo demás, hay que agregar otro antecedente: Normalmente, son muy tediosas las prédicas de algunos sacerdotes que no las preparan y que se dan vuelta en uno y mil temas sin llegar a alguna conclusión. Mucho peor los que, en una afán de sentimentalismo, transforman el Evangelio en una "monotonía", repitiendo siempre los mismos conceptos en cada homilía, y casi con las mismas palabras.
Por lo pronto, mientras más corta la homilía y más atingente al Evangelio de la Santa Misa, mejor.
Saludos, Pater!
En plan de broma... ¿cómo se hace para engolar y atiplar al mismo tiempo? ¡Es que son antónimos!
(Me estoy riendo, pero la verdad es que me lo imagino. Acabo de acordarme que este domingo, un predicador protestante en mi vecindario estaba haciendo una hazaña parecida. Hablaba como un niño de tres años haciendo berrinche, entre chillidos y gemidos, subiendo y bajando octavas en cada frase. Lo más chistoso de todo es que nada de lo que decía daba motivo para gemir, ¡igual podría haber estado leyendo el pronóstico del tiempo!).
Decía un cura de pueblo, que las homilías como las minifaldas, cortas y que enseñen!!
Saludos.
AMDG
Me explico. Por ejemplo, me resulta insufrible el tono amanerado de Blázquez o la voz de Rouco. El primero porque me saca de quicio esa afectación espantosa, ese tonillo de curilla modosito. Lo de Rouco es su timbre y el escaso volumen: es que apenas le entiendo, es casi inaudible.
Pero salvando esos extremos, lo importante de una homilía es su contenido. Los gustos personales en la forma de exposición (solemne, espiritual, llano...) los paso por alto con facilidad si la homilía es verdaderamente buena, esencial, profunda, acertada, oportuna. Siempre que, insisto, lo extremo del estilo no opaque el contenido. Mientras el ministro no caiga arrobado, en trance más narcisista que místico, por la enjudia y belleza de su prosodia; o que resulte su llaneza de una chabacanería cuasi obscena por lo simple; o de una profundidad teológica insondable incluso para doctores por la Gregoriana, al estilo le concedo una relativa importancia.
Eso sí, por favor, que tengan voz y no sean excesivamente amanerados.
Saludos cordiales.
El peligro es que en entonación, también se pueden adquirir muletillas... Fuera de eso...
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