25.05.25

Si no se predica bien la gracia como San Agustín, el pueblo enferma y muere

«Y el Dios de la paz, que sacó de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas, por la sangre de una alianza eterna, a Jesús, Señor nuestro, os haga aptos en todo bien para cumplir su voluntad, realizando en vosotros lo que es grato a sus ojos por medio de Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén»
(Heb 13,20-21)

«Cuando Dios corona nuestros méritos, no corona otra cosa que sus propios dones»
San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 16,32

Los que han recibido el don inmerecido de la fe por el bautismo; los que reciben, de forma ocasional o habitual, los sacramentos de la confesión y la Eucaristía; los que viven una vida de oración, más o menos intensa… Todos ellos necesitan conocer el misterio de cómo obra la gracia en ellos.

Entre los bautizados hay un abanico muy amplio de vivencias de la vida cristiana. Los hay que viven como si no tuvieran fe, como si la ley de Dios no existiera, como si la gracia fuese una palabra absolutamente desconocida para ellos. Son cristianos descristianizados, campo estéril en el que se sembró la semilla del Evangelio y no dio fruto. Pero no por ello están perdidos para siempre: el mismo que resucita a los muertos hace brotar oasis en medio del desierto. 

Hoy quiero fijarme en los cristianos que viven como tales. ¿Cuántos de ellos, yo el primero, no han vivido alguna vez lo que San Pablo escribe en Romanos?:

No entiendo lo que hago, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, reconozco que la Ley es buena. En tal caso, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues yo sé que el bien no habita en mí, es decir, en mi carne; el querer el bien está a mi alcance, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.
Rom 7,15-20

Efectivamente, por la ley sabemos lo que es pecado (Rom 3,20), pero la ley misma no nos capacita para cumplirla. Y si no está en nosotros, en nuestras fuerzas, poder  cumplir la voluntad del Señor, poder cumplir sus mandamientos, sin lo que es imposible decir que se ama a Dios (Jn 14,15-24), ¿cómo ser salvos?.

San Agustín enseña que esa incapacidad que vemos en nosotros para cumplir la ley nos entrega en brazos de la gracia:

Así pues, la ley y la gracia son cosas tan distintas, que la ley no solo no aprovecha en nada, sino que incluso perjudica mucho, si no hay gracia que ayude. Y este es el beneficio que se demuestra de la ley: que al hacer reos de transgresión a los hombres, los obliga a refugiarse en la gracia para ser liberados y ayudados a vencer las malas concupiscencias. Porque manda más que ayuda; muestra que hay enfermedad, pero no la cura; más aún, por ella se incrementa lo que no se cura, para que se busque con mayor atención y solicitud el remedio de la gracia. Porque la letra mata, pero el Espíritu vivifica.
San Agustín, De gratia Christi et de peccato originali libri duo 8.9

¿Y cómo actúa esa gracia? Doblemente. En primer lugar, nos lleva a querer obrar bien, a no querer pecar, a lo que San Pablo menciona en ese pasaje de Romanos. Si ni siquiera se da tal deseo, ¿cómo habría de producirse el hecho que debe acompañarlo? Pero la gracia va a más allá. Nos capacita para hacer el bien. El apóstol San Pablo lo explica en varios pasajes, como el que encabeza este artículo, pero lo hace de forma magistral en su epístola a los Filipenses:

«Porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito»
Fil 2,13

¿Vemos por qué san Agustín enseña que los méritos, que ciertamente existen por mucho que los nieguen los solafideístas, son dones de Dios? ¿y vemos por qué son veneno mortal tanto la herejía pelagiana como la semipelagiana en las que se enseña a los fieles que son ellos los que pueden obrar el bien sin el concurso de la gracia o con una voluntad humana precedente al auxilio de la gracia?

¿Cuántas veces no hemos oído aquello de que “el que quiere puede"? ¿Cuántas “al que madruga Dios le ayuda"? Tenemos el virus del error calado hasta lo más fondo. Y es Cristo mismo quien dice “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). 

¿Saben ustedes la gran libertad que supone comrpender que es Dios quien nos ayuda a cumplir su voluntad, que no está esperando de forma pasiva a que la cumplamos sino que nos mueve y nos lleva a cumplirla?

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21.05.25

España y sus inmigrantes

El aumento radical del número de inmigrantes en España es imparable. No tiene sentido oponerse: va a ocurrir sí o sí. De hecho, si no ocurre, el país colapsará.

La cosa se explica fácilmente. La tasa de natalidad en España entre las mujeres españolas es 1,09 hijos por mujer. Esa cifra se va a desplomar aún más por una razón sencilla: nuestros jóvenes —adoctrinados convenientemente tanto por la izquierda como por la derecha liberal— son incapaces de mantener relaciones sentimentales estables, algo imprescindible para fundar familias. Además, no quieren tener hijos. Y si quieren, no pueden, debido a la dificultad de acceso a la vivienda.

Una España sin españoles

Las mujeres marroquíes residentes en España tienen entre 2,5 y 3 veces más hijos que las españolas. En poco tiempo, el 10 % de los niños que nazcan en este país serán hijos de padres marroquíes. Además, dado que las mujeres musulmanas no pueden casarse con no musulmanes, apenas habrá hijos de madre marroquí y padre español. En cambio, sí los habrá de padre marroquí y madre española, muchas de las cuales acabarán convirtiéndose al islam.

Con la inmigración hispanoamericana el panorama es distinto: su tasa de fecundidad es «solo» de 1,4 hijos por mujer, que, aun siendo superior al de las españolas, tendrá un impacto mucho menor a largo plazo.

Por tanto, en cuestión de 20 o 30 años, España tendrá una mayoría absoluta de ciudadanos procedentes de otros países. Los españoles «nativos» solo serán mayoría en la franja de la tercera edad. Y como apenas tendrán descendencia, su atención supondrá una carga inasumible para el erario público. Nada que no se pueda resolver ampliando las causas para regular el suicidio asistido. La generación del divorcio y el aborto morirá con una inyección como las que se administran a los animales domésticos ancianos y enfermos. Se recogerá lo que se ha sembrado.

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13.05.25

Y le cambió el nombre para llamarle Pedro

A lo largo de la Escritura hay numerosos ejemplos en los que Dios da o cambia el nombre a personajes destacados. Y el cambio marca su verdadera identidad. Abram (אַבְרָם), que significa padre enaltecido, pasó a ser Abraham (אַבְרָהָם), que significa padre de una multitud (Gn 17,5); de Sarai (שָׂרַי), mi princesa, a Sara (שָׂרָה), princesa (Gen 17,15), lo cual significa que pasa de ser solo la princesa de su marido a ser la de todo un pueblo. Isaac (יִצְחָק) se llamó así porque Sara se rió ante el anuncio de que a su edad iba a ser madre (Gen 18,12). Jacob (יַעֲקֹב), El que agarra el talón, llamado así porque salió del seno de su madre agarrando el talón de su hermano Esaú (Gen 25,26), pasó a llamarse a Israel (יִשְׂרָאֵל), El que lucha con Dios, tras el peculiar episodio de su lucha durante toda una noche con el Ángel del Señor (Gen 32,29).

Hay otro cambio de nombre muy significativo en el Pentateuco. Fue Moisés quien tuvo a bien que Oseas (הוֹשֵׁעַ), salvación, pasara a llamarse Josué (יְהוֹשֻׁעַ), Yavé salva, justo antes de enviarle a liderar la exploración de la Tierra prometida (Num 13,16). Fue precisamente él (Josué 3,1-17) quien acabó liderando la entrada en esa tierra de leche y miel (Num 13,27). 

Con semejantes antecedentes es mucho más fácil entender la importancia de lo que hizo Cristo con el príncipe de los apóstoles. Simón (ܫܡܥܘܢ,שִׁמְעוֹן), el que escucha, ve como Cristo le llama Pedro (ܟܐܦܐ, כֵּיפָא), piedra/roca, (Jn 1,42). Conviene saber que no hay evidencia en la literatura judía o aramea del siglo I de que alguien llevara ese nombre como nombre de pila antes de Simón. Por tanto, aquellos que niegan que  la persona de Pedro, y no solo su confesión de fe -que también-, sea la roca de la que habla Jesús en Mateo 16,18 son unos ignorantes. O algo peor, que no hace falta que describa.

Una vez establecido quién es Pedro, nos toca ver cómo era el primero en dignidad (πρῶτος, prōtos) entre los apóstoles (Mat 10,12). Fue un hombre capaz de tirarse a andar sobre el agua para ir hacia Jesús, y luego sufrir un ataque de pánico que le llevó a hundirse antes de ser rescatado por el Señor (Mat 14,28-31). Fue el hombre a quien el Padre reveló la verdadera identidad y misión de Cristo, justo antes de que el Señor le acusara de ser Satanás por oponerse a dicha misión salvífica (Mat 16,16-23). Fue uno de los que contempló el episodio de la Transfiguración (Mateo 17:1-4) pero luego se quedó dormido mientras el Señor sudaba sangre en Getsemaní (Mateo 26:36-46). Fue el hombre que sacó la espada para cortar la oreja de Malco (Jn 18,10), lo cual sirvió para que el Señor hiciera el último milagro antes de su Pasión (Luc 22,50-51). Fue el hombre que prometió no negar a Jesús (Marcos 14:29-31) y acabó negándole tres veces (Lucas 22:54-62). Fue un hombre que, como el resto de los apóstoles salvo Juan, estaba escondido mientras Cristo era crucificado, pero luego fue el primero de ellos, junto con el propio Juan, en salir corriendo a ver si era cierto que la tumba estaba vacía (Jn 20,2-6). 

Pedro fue a quien Cristo dio las llaves del Reino (Mat 16,18-19); a quien el Señor aseguró que rogaría por él para que su fe no faltara y le encarga confirmar en esa fe al resto de la Iglesia (Luc 22,31-32). Fue a quien Cristo puso ante la evidencia del pecado por su triple negación a la vez que le encomienda ser pastor de todo el rebaño (Jn 21.15-17). Fue quien estuvo al frente de la Iglesia en la primera predicación del evangelio en Pentecostés (Hch 2,14-41); quien junto con Juan se plantó frente al Sanedrín para reafirmar la intención de ser testigos de Cristo (Hch 1,4-22); quien anunció la primera disciplina severa en la Iglesia (Hch 5,1-11); quien recibió del Señor la confirmación de que el evangelio era también para los gentiles (Hch 10, 1-48); quien zanjó la discusión en el Concilio de Jerusalén afirmando que somos salvos por gracia y no por guardar la ley mosaica (Hch 15,6-11); pero también es el que se acobardó ante los judaizantes, lo cual le valió una reprensión pública del apóstol Pablo (Gal 2,11-14). A su vez, fue el autor de dos epístolas y en la segunda de ellas incluyó los escritos paulinos entre las Escrituras, advirtiendo contra la mala interpretación de los mismos (2 Ped 3,15-18). Y, finalmente, sabemos por la Tradición que predicó el evangelio en Roma, donde murió mártir.

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2.05.25

San Agustín y el matrimonio

🕊️ San Agustín y el matrimonio.

En una época en la que la confusión doctrinal sobre el matrimonio y el divorcio están a la orden del día, volver a las enseñanzas de los Padres de la Iglesia es absolutamente necesario. Uno de los más destacados, San Agustín de Hipona ofrece una clara enseñanza sobre la indisolubilidad del vínculo familiar.

Su tratado De coniugiis adulterinis (“Sobre los matrimonios adulterinos”), escrito hacia el año 419, responde directamente a un obispo de su tiempo, Polencio, quien defendía que una mujer abandonada por su marido adúltero podía volver a casarse. San Agustín, con respeto pero con firmeza, desmonta sus argumentos y reafirma la enseñanza evangélica. Al fin y al cabo, el santo obispo de Hipona no hace otra cosa que seguir lo indicado por Cristo:

El matrimonio no se rompe con el pecado y la infidelidad de uno de los cónyuges. Es uno de los argumentos más manidos para intentar legitimar un divorcio que abriría la puerta a una segundas nupcias de, al menos ,quien ha sido víctima del adulterio. San Agustín lo rechaza

Porque la mujer, mientras vive su marido, ya sea casto o adúltero, si se casa con otro, comete adulterio; y el varón, mientras vive su mujer, ya sea casta o adúltera, si se casa con otra, comete adulterio.
De coniugiis adulterinis, libro I, cap. 9 (cf. Romanos 7,2; 1 Corintios 7,10–11)

El  obispo Polencio daba una interpretación errónea del pasaje de 1 Cor 6,12 -«Todo me está permitido, pero no todo es provechoso. Todo me está permitido, pero no me dejaré dominar por nada»- dando a entender que el divorcio y recasamiento podrían no ser convenientes pero lícitos. San Agustín le replica:

Tú dices que es lícito, pero que no conviene; yo, en cambio, digo que no es lícito, aunque a algunos les parezca conveniente.
De coniugiis adulterinis, libro II, cap. 3 (cf. 1 Corintios 6,12)

¿Qué hacer en caso de adulterio? Por una parte, San Agustín permite la separación pero quien se separa debe permanecer solo, sin volverse a casar:

El que repudia a su mujer salvo por fornicación la expone al adulterio si se casa con otro; y quien se casa con la repudiada, comete adulterio. Por tanto, no la repudie sino por fornicación; y si la repudia, permanezca solo.
De coniugiis adulterinis, libro I, cap. 10 (cf. Mateo 5,32; Mateo 19,9)

Pero al mismo tiempo ofrece un mejor camino que la separación: el del perdón. Que además no es una opción sino un deber cristiano. Se entiende que el contexto es el del arrepentimiento del adúltero:

¿Qué cristiano puede no estar dispuesto a perdonar lo que Cristo perdona?
De coniugiis adulterinis, libro I, cap. 15 (cf. Juan 8,11)

El tal Polencio debía ser un modernista avant la lettre, porque buscaba usar cualquier resquicio para contradecir las enseñanzas de Cristo. Por ejemplo,  sostenía que 1 Cor 7,39 -«La mujer está ligada mientras vive su marido; pero si su marido muere, queda libre para casarse con quien quiera, con tal que sea en el Señor»- podía interpretarse como muerte espiritual del marido provocada por su adulterio. Pero San Agustín le dijo que no se podía forzar el texto bíblico:

El Apóstol no habla de la muerte del alma, sino de la muerte del cuerpo cuando dice: ‘La mujer está ligada por la ley mientras su marido vive’.
De coniugiis adulterinis, libro II, cap. 4 (cf. 1 Corintios 7,39)

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27.04.25

El centinela paciente

Es muy fácil obtener el aplauso del mundo. Es muy cómodo ir por la vida sin meterse en líos, mirando impasible como millones de almas siguen el camino hacia el abismo, como la piara de cerdos poseídos por la legión de demonios a la que Cristo ordenó salir de un hombre. Pero quien ama al Señor, quien sirve a Dios, no puede poner su mirada en las cosas de los hombres, como hizo Pedro al pedirle a Cristo que no fuera a encontrarse con la cruz y se encontró con esas palabras que hoy retumban con fuerza en quienes se dejan guiar por el Espíritu Santo: 

«¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». 
(Mc 8,33)

Dios no cambia. Su paciencia es inmensa. Tanto, que el regreso de Cristo está marcado por esa circustancia:

«El Señor no tarda en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión».
(2 P 3,9)

Ahora bien, ¿acaso hoy se escucha el llamado a la conversión? ¿dónde está el profeta Jonás que, aun a regañadientes, predica a Nínive el castigo inmediato para mover de forma eficaz al arrepentimiento? (Jn 3,1-10)

¿Más bien no asistimos al lamento de Dios por boca profeta Isaías?

«¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!»
(Is 5,20)

¿Acaso no es cierto que hoy el Señor puede decir?

«Mi pueblo perece por falta de conocimiento»
(Oseas 4,6)

Pocas cosas hay tan claras en la Escritura como el llamado constante a la conversión, que es el único camino seguro a la salvación. 

«A ti, también, hijo de hombre, te he hecho yo centinela de la casa de Israel. Cuando oigas una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte. Si yo digo al malvado: «Malvado, vas a morir sin remedio», y tú no le hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida…

Cuando el justo se aparta de su justicia y comete iniquidad, por ello morirá. Y cuando el impío se aparta de su impiedad y practica el derecho y la justicia, por ello vivirá».
(Ez 33,7-9; 18-19)

Fue lo primero que predicó Cristo:

«Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca"».
(Mateo 4,17)

«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio».
(Marcos 1,15)

«No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, para que se conviertan».
(Lucas 5,32)

Ahora bien, ¿acaso esa contundencia en el llamado a la conversión significa que Dios no sabe que en la mayor parte de las ocasiones necesitamos tiempo para convertirnos? Por supuesto que no. La conversión es un proceso que dura toda la vida, pues ni el más santo de los santos puede llegar a cumplir perfectamente el llamado a la santidad:

«Según aquel que os llamó es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, pues está escrito: “Sed santos, porque yo soy santo."» (1 Pedro 1,15-16)

Por tanto, quien se acerca a las almas que están prisioneras en una vida de pecado, ha de tener en cuenta que no se las puede exigir lo que la gracia todavía no ha podido obrar en ellas. No se trata de que puedan seguir viviendo en pecado de forma indefinida a la espera de no se sabe bien qué. Se trata de entender que Dios da tiempo para que sus hijos crezcan en santidad. Y eso es también parte fundamental de la salvación:

«Y tened entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación».
(2 Pedro 3,15)

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