Si no se predica bien la gracia como San Agustín, el pueblo enferma y muere
«Y el Dios de la paz, que sacó de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas, por la sangre de una alianza eterna, a Jesús, Señor nuestro, os haga aptos en todo bien para cumplir su voluntad, realizando en vosotros lo que es grato a sus ojos por medio de Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén»
(Heb 13,20-21)«Cuando Dios corona nuestros méritos, no corona otra cosa que sus propios dones»
San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 16,32
Los que han recibido el don inmerecido de la fe por el bautismo; los que reciben, de forma ocasional o habitual, los sacramentos de la confesión y la Eucaristía; los que viven una vida de oración, más o menos intensa… Todos ellos necesitan conocer el misterio de cómo obra la gracia en ellos.
Entre los bautizados hay un abanico muy amplio de vivencias de la vida cristiana. Los hay que viven como si no tuvieran fe, como si la ley de Dios no existiera, como si la gracia fuese una palabra absolutamente desconocida para ellos. Son cristianos descristianizados, campo estéril en el que se sembró la semilla del Evangelio y no dio fruto. Pero no por ello están perdidos para siempre: el mismo que resucita a los muertos hace brotar oasis en medio del desierto.
Hoy quiero fijarme en los cristianos que viven como tales. ¿Cuántos de ellos, yo el primero, no han vivido alguna vez lo que San Pablo escribe en Romanos?:
No entiendo lo que hago, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, reconozco que la Ley es buena. En tal caso, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues yo sé que el bien no habita en mí, es decir, en mi carne; el querer el bien está a mi alcance, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.
Rom 7,15-20
Efectivamente, por la ley sabemos lo que es pecado (Rom 3,20), pero la ley misma no nos capacita para cumplirla. Y si no está en nosotros, en nuestras fuerzas, poder cumplir la voluntad del Señor, poder cumplir sus mandamientos, sin lo que es imposible decir que se ama a Dios (Jn 14,15-24), ¿cómo ser salvos?.
San Agustín enseña que esa incapacidad que vemos en nosotros para cumplir la ley nos entrega en brazos de la gracia:
Así pues, la ley y la gracia son cosas tan distintas, que la ley no solo no aprovecha en nada, sino que incluso perjudica mucho, si no hay gracia que ayude. Y este es el beneficio que se demuestra de la ley: que al hacer reos de transgresión a los hombres, los obliga a refugiarse en la gracia para ser liberados y ayudados a vencer las malas concupiscencias. Porque manda más que ayuda; muestra que hay enfermedad, pero no la cura; más aún, por ella se incrementa lo que no se cura, para que se busque con mayor atención y solicitud el remedio de la gracia. Porque la letra mata, pero el Espíritu vivifica.
San Agustín, De gratia Christi et de peccato originali libri duo 8.9
¿Y cómo actúa esa gracia? Doblemente. En primer lugar, nos lleva a querer obrar bien, a no querer pecar, a lo que San Pablo menciona en ese pasaje de Romanos. Si ni siquiera se da tal deseo, ¿cómo habría de producirse el hecho que debe acompañarlo? Pero la gracia va a más allá. Nos capacita para hacer el bien. El apóstol San Pablo lo explica en varios pasajes, como el que encabeza este artículo, pero lo hace de forma magistral en su epístola a los Filipenses:
«Porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito»
Fil 2,13
¿Vemos por qué san Agustín enseña que los méritos, que ciertamente existen por mucho que los nieguen los solafideístas, son dones de Dios? ¿y vemos por qué son veneno mortal tanto la herejía pelagiana como la semipelagiana en las que se enseña a los fieles que son ellos los que pueden obrar el bien sin el concurso de la gracia o con una voluntad humana precedente al auxilio de la gracia?
¿Cuántas veces no hemos oído aquello de que “el que quiere puede"? ¿Cuántas “al que madruga Dios le ayuda"? Tenemos el virus del error calado hasta lo más fondo. Y es Cristo mismo quien dice “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
¿Saben ustedes la gran libertad que supone comrpender que es Dios quien nos ayuda a cumplir su voluntad, que no está esperando de forma pasiva a que la cumplamos sino que nos mueve y nos lleva a cumplirla?