La mayoría silenciosa

Aunque el titular ha sido otro, lo que más me ha llamado la atención de la entrevista que José Manuel Vidal ha hecho a Julio Lois (recomiendo que se escuche al audio) es la teoría de la existencia de una mayoría silenciosa de fieles que no están nada conformes con el magisterio. Malicioso como soy, he llegado a pensar que ante la obvia falta de apoyos visibles -son pocos y ya entrados en años- a una eclesialidad alejada de los caminos de la ortodoxia, los impulsores de la misma se consuelan con la idea de que muchos piensan como ellos pero no lo dicen. Pero concedamos que tienen razón. Supongamos que son una legión los bautizados que desean que la Iglesia vuelva a la situación que se dio tras el Conclio Vaticano II, antes de que llegara lo que Vidal y Lois llaman "los temores de Pablo VI". O, en mis palabras, desean que se vuelva a la situación que se dio antes de que el Obispo de Roma se diera cuenta de que había una considerablemente densa humareda satánica en la Iglesia. Cosa que ciertamente debió de darle mucho miedo. A mí me habría dado pánico, aun sabiendo aquello de que las puertas del Hades no prevalecerán.

El padre Lois admite que el freno que desde Roma se puso a lo que él considera avances post-conciliares, y que vivió en primera persona, venía dado por la sincera preocupación de la jerarquía de "lograr mantener la identidad de la fe" Identidad que se veía amenazada, según el entender de dicha jerarquía, precisamente por la marea post-conciliar. Ese freno supuso el principio de un desencuentro vital entre el magisterio y esa parte de la Iglesia que estaba protagonizando dicha marea, que para Roma llevaba camino de convertirse en un tsunami destructor.

El problema es que por mucho que se intente detener un tren en marcha en 20 metros, resulta imposible a menos que se ponga un obstáculo insalvable que acabe produciendo un accidente fatal. E igualmente, una marea descontrolada tampoco puede pararse levantando muros de sacos terretos. Roma optó por intentar desviar el tren eclesio-progre a una vía muerta, donde no habría catenaria eléctrica a la que conectar la máquina tractora. También se optó por construir canales y embalses en los que recoger el agua desbordada por la citada marea.

Quizás eso era lo único que se podía hacer para evitar un mal mayor. Quizás la aplicación de una disciplina eclesial más dura, en una línea similar a la que se acabó utilizando contra los ultra-tradicionalistas, habría provocado un cisma de dimensiones considerables. No lo sabremos nunca y a estas alturas no tiene mucho sentido jugar a la ucronía eclesial. Pero hay un hecho cierto. Tenemos un tren con muchos vagones parado en una vía muerta y un montón de charcas de agua estancada donde están proliferando multitud de bacterias, que no auguran nada bueno para los que siguen bebiendo de ese agua. Y lo peor es que, tanto si son una mayoría como si son cuatro gatos, los que siguen montados en ese tren y abasteciéndose de ese agua tienen la esperanza de que volverán a ponerse en movimiento y a inundar los campos de la Iglesia. No son conscientes de que su tiempo ya pasó, de que el viento del Espíritu que creían de su parte optó por soplar en otra dirección. Pronto su silencio no será el de una hipotética mayoría, sino el de los cementerios. Y es una lástima porque personalmente bastantes de ellos merecen mucho la pena. Se han desprovechado muchos talentos de la parábola al ponerlos en el sitio no adecuado. Y ya es tarde para rectificar. Esperemos que para la mayoría no sea tarde para al menos morir en gracia de Dios. Que así sea.

Luis Fernando Pérez Bustamante