Ave Verum Corpus

1ª Cor 10,16
La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?

Cualquiera que lee la Escritura con los ojos de la Iglesia de Cristo puede entender el precioso tesoro que Cristo nos ha legado en la celebración eucarística. Ese tesoro es ni más ni menos que su presencia como pan de vida que nutre nuestras almas y nos salva. Dijo San Agustín en uno de sus sermones:

Este cáliz, mejor, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y su sangre, que derramó para la remisión de nuestros pecados.
(S. Agustín Sermón, 227; SC 116,234; BAC 447,285)

La Eucaristía es doblemente comunión. Es comunión con Cristo y, a través de Él, con la Iglesia. Y a su vez, es en la Iglesia donde podemos tener verdadera comunión con Él. Por eso mismo, el propio San Agustín advertía de que sólo aquellos que se mantenían en comunión con la Iglesia podían comulgar verdaderamente con el Señor:

Solamente el que se conserva en la unidad del cuerpo de Cristo, de ese cuerpo cuyos fieles acostumbran a recibir en el sacramento del altar, o sea, el miembro de la Iglesia, es el que verdaderamente debe decirse que come el Cuerpo de Cristo y bebe su sangre. Por ende, los herejes y los cismáticos, apartados de la unidad de este cuerpo, pueden recibir este sacramento, pero sin fruto y -lo que es peor- con daño personal, para ser condenados con más gravedad y no ser, aunque tarde, liberados.
(S. Agustín, La ciudad de Dios 21,25,2; (CCL 48,794; BAC 172,668)

Seamos pues conscientes de que debemos estar en plena comunión con la Iglesia para recibir el Cuerpo de Cristo. Y no dudemos que es a Él a quien recibimos en el sacramento del altar. Como decía San Cirilo de Jerusalén:

También esta enseñanza del bienaventurado Pablo es suficiente para darlos la plena certeza sobre los divinos misterios de los que habéis sido estimados dignos, viniendo a ser concorpóreos y consanguíneos de Cristo.
Declarando, pues, y diciendo Él sobre el pan: “Esto es mi cuerpo", ¿quién se atreverá a dudar ya? Y afirmándolo Él y diciendo: “Esta es mi sangre", ¿quién dudará jamás, sosteniendo que no es su sangre?". Por esta razón, plenamente convencidos, recibámoslo como Cuerpo y Sangre de Cristo.

(S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas, 4, 1; SC 126-134; CJC 327-328)

Y no olvidemos nunca que debemos estar en la paz y la gracia de Dios a la hora de acercarnos a recibir a Cristo sacramentado:

En el interior de tu conciencia, sin que haya nadie presente, a excepción del Dios que todo lo ve, júzgate y examínate de los pecados cometidos y sometiendo toda tu vida al juicio de la conciencia, considera tus pecados. Una vez que has corregido tus faltas, con la conciencia purificada, aliméntate de la mesa sagrada y participa del santo sacrificio.
(San Juan Cristóstomo, Sobre la penitencia 6,5; P^G 49,322; BPa 40,207)

Así sea, amén.

Ave verum corpus
Natum de Maria Virgine
Vere passum immolatum
In cruce pro homine
Cujus latus perforatum
Unda fluxit sanguine
Esto nobis prægustatum
In mortis examine
O dulcis, O pie, O Jesu Fili Mariæ
Miserere mei, Amen.

Luis Fernando Pérez Bustamante