Y le cambió el nombre para llamarle Pedro
A lo largo de la Escritura hay numerosos ejemplos en los que Dios da o cambia el nombre a personajes destacados. Y el cambio marca su verdadera identidad. Abram (אַבְרָם), que significa padre enaltecido, pasó a ser Abraham (אַבְרָהָם), que significa padre de una multitud (Gn 17,5); de Sarai (שָׂרַי), mi princesa, a Sara (שָׂרָה), princesa (Gen 17,15), lo cual significa que pasa de ser solo la princesa de su marido a ser la de todo un pueblo. Isaac (יִצְחָק) se llamó así porque Sara se rió ante el anuncio de que a su edad iba a ser madre (Gen 18,12). Jacob (יַעֲקֹב), El que agarra el talón, llamado así porque salió del seno de su madre agarrando el talón de su hermano Esaú (Gen 25,26), pasó a llamarse a Israel (יִשְׂרָאֵל), El que lucha con Dios, tras el peculiar episodio de su lucha durante toda una noche con el Ángel del Señor (Gen 32,29).
Hay otro cambio de nombre muy significativo en el Pentateuco. Fue Moisés quien tuvo a bien que Oseas (הוֹשֵׁעַ), salvación, pasara a llamarse Josué (יְהוֹשֻׁעַ), Yavé salva, justo antes de enviarle a liderar la exploración de la Tierra prometida (Num 13,16). Fue precisamente él (Josué 3,1-17) quien acabó liderando la entrada en esa tierra de leche y miel (Num 13,27).
Con semejantes antecedentes es mucho más fácil entender la importancia de lo que hizo Cristo con el príncipe de los apóstoles. Simón (ܫܡܥܘܢ,שִׁמְעוֹן), el que escucha, ve como Cristo le llama Pedro (ܟܐܦܐ, כֵּיפָא), piedra/roca, (Jn 1,42). Conviene saber que no hay evidencia en la literatura judía o aramea del siglo I de que alguien llevara ese nombre como nombre de pila antes de Simón. Por tanto, aquellos que niegan que la persona de Pedro, y no solo su confesión de fe -que también-, sea la roca de la que habla Jesús en Mateo 16,18 son unos ignorantes. O algo peor, que no hace falta que describa.
Una vez establecido quién es Pedro, nos toca ver cómo era el primero en dignidad (πρῶτος, prōtos) entre los apóstoles (Mat 10,12). Fue un hombre capaz de tirarse a andar sobre el agua para ir hacia Jesús, y luego sufrir un ataque de pánico que le llevó a hundirse antes de ser rescatado por el Señor (Mat 14,28-31). Fue el hombre a quien el Padre reveló la verdadera identidad y misión de Cristo, justo antes de que el Señor le acusara de ser Satanás por oponerse a dicha misión salvífica (Mat 16,16-23). Fue uno de los que contempló el episodio de la Transfiguración (Mateo 17:1-4) pero luego se quedó dormido mientras el Señor sudaba sangre en Getsemaní (Mateo 26:36-46). Fue el hombre que sacó la espada para cortar la oreja de Malco (Jn 18,10), lo cual sirvió para que el Señor hiciera el último milagro antes de su Pasión (Luc 22,50-51). Fue el hombre que prometió no negar a Jesús (Marcos 14:29-31) y acabó negándole tres veces (Lucas 22:54-62). Fue un hombre que, como el resto de los apóstoles salvo Juan, estaba escondido mientras Cristo era crucificado, pero luego fue el primero de ellos, junto con el propio Juan, en salir corriendo a ver si era cierto que la tumba estaba vacía (Jn 20,2-6).
Pedro fue a quien Cristo dio las llaves del Reino (Mat 16,18-19); a quien el Señor aseguró que rogaría por él para que su fe no faltara y le encarga confirmar en esa fe al resto de la Iglesia (Luc 22,31-32). Fue a quien Cristo puso ante la evidencia del pecado por su triple negación a la vez que le encomienda ser pastor de todo el rebaño (Jn 21.15-17). Fue quien estuvo al frente de la Iglesia en la primera predicación del evangelio en Pentecostés (Hch 2,14-41); quien junto con Juan se plantó frente al Sanedrín para reafirmar la intención de ser testigos de Cristo (Hch 1,4-22); quien anunció la primera disciplina severa en la Iglesia (Hch 5,1-11); quien recibió del Señor la confirmación de que el evangelio era también para los gentiles (Hch 10, 1-48); quien zanjó la discusión en el Concilio de Jerusalén afirmando que somos salvos por gracia y no por guardar la ley mosaica (Hch 15,6-11); pero también es el que se acobardó ante los judaizantes, lo cual le valió una reprensión pública del apóstol Pablo (Gal 2,11-14). A su vez, fue el autor de dos epístolas y en la segunda de ellas incluyó los escritos paulinos entre las Escrituras, advirtiendo contra la mala interpretación de los mismos (2 Ped 3,15-18). Y, finalmente, sabemos por la Tradición que predicó el evangelio en Roma, donde murió mártir.
Si todo eso fue San Pedro, ¿qué nos hace pensar que sus sucesores habrían de ser hombres perfectos, sin dudas y con una infalibilidad absoluta que alcanzaría todo lo que dijeran e hicieran?
El ministerio de Pedro es imprescindible para la Iglesia de Cristo porque Cristo así lo quiso. Pero a veces Pedro falla, se comporta mal, pone sus ojos en las cosas de los hombres antes que en las de Dios, obra cobardemente e incluso llega, de facto, a negar a Cristo. Cuando ese mismo Pedro se pone en manos de la gracia de Dios, cumple a la perfección el papel que el Señor le ha encomendado. Y así habría de ser con sus sucesores. Lo hemos visto. Lo hemos vivido. No se puede negar la evidencia. Contra los hechos no valen argumentos.
Cristo parecía dormido mientras una tormenta amenazaba con hundir la barca en la que estaba con sus apóstoles. Pero le bastó una palabra para calmar la tempestad. No necesitó más. Y no necesita más que confirmar en la fe a Pedro para que Pedro nos confirme en la fe a todos. No necesita más que poner al frente del colegio episcopal a un pastor conforme al corazón de Dios, a un hombre que sea sujeto de la obra de la gracia eficaz que nos salva.
Pidamos al Señor que guíe los pasos de León XIV, sucesor de Pedro, para que pastoree a su rebaño en buenos pastos, para que la Iglesia sea de forma clara y visible “columna y baluarte de la verdad” (1 Tim 3,15). Sigamos el ejemplo de San Pablo, quien dijo: “olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil 3,13-14).
Si Dios es con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rom 8,31) Si le pedimos que salve a su Iglesia del error y del cisma, ¿acaso no la salvará?, ¿acaso la Iglesia puede dejar de ser el Cuerpo de Cristo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (Efe 1,23), la que da a conocer la multiforme sabiduría de Dios incluso a los principados y potestades en los cielos (Efe 3,10)?; ¿podrán prevalecer las Puertas del Hades contra ella (Mt 16,18)?
María, Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Madre nuestra, ruega por nosotros para que seamos buenos discípulos de tu Hijo, y llevemos su evangelio, como dice León XIV, a todas partes, especialmente allá donde es rechazado.
Laus Deo Virginique Matri
Luis Fernando Pérez Bustamante