Un día se le abrieron los ojos del alma
Del Oficio de Lectura del lunes de la decimoséptima semana del Tiempo Ordinario, memoria de San Ignacio de Loyola:
Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos sanctorum, escritos en su lengua materna.
Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior.
Pero entretanto iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: «¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?» Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.
Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos.
De los hechos de san Ignacio recibidos por Luis Goncalves de labios del mismo santo
(Cap. 1, 5-9: Acta Sanctorum Iulii 7 [1868], 647)
Además de la lectura de las Sagradas Escrituras, pocas cosas edifican tanto el alma de los llamados a la santidad como la lectura de las vidas de otros santos. Es como un imán que atrae, que te pega a ellos para recibir el influjo de la gracia que operó en su peregrinación por este mundo.
San Ignacio llegó a ser santo por el deseo que puso el Señor en su alma de imitar a los santos que le precedieron.
Una vez probó el manjar delicioso de la santidad, ya no le satisfizo el falso deleite del ocio mundano. Bien haríamos en seguir su ejemplo. Quizás así nos daríamos cuenta que la llamada a la santidad es también para nosotros. Cada uno, conforme al don recibido.
Dice San Pablo: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1). Seamos, pues, imitadores de los grandes santos como ellos lo fueron de Cristo. Y para imitar, hay que conocer. Leamos sus vidas. Quizás así algún día se pueda decir de nosotros:
Es evidente que sois carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne.
2ª Cor 3,3
Señor, que por la intercesión de San Ignacio alcancemos de ti el don de ser santos y el anhelo de trabajar por la salvación de los hombres.
Luis Fernando
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