Dejándolo todo, se levantó y lo siguió
Del evangelio de hoy, sábado después de Ceniza
Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, que estaba sentado junto a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: “Sígueme". El, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Había numerosos publicanos y otras personas que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y los escribas murmuraban y decían a los discípulos de Jesús: “¿Por qué ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?".
Pero Jesús tomó la palabra y les dijo: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan“.
Luc 5,27-32
No hay pecado ni pecador que no pueda ser alcanzado por la misericordia del Señor. Como dice San Pablo, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
Pero hay un pecado que es muy difícil de dejar atrás. Se trata del pecado de creerse justo, de no considerarse a sí mismo un pecador necesitado del perdón. El pecado del orgullo de una falsa santidad que no nace del corazón entregado a Dios sino de la autosatisfacción por “no ser tan pecador” como esos cuyas miserias apestan como el cuerpo muerto de Lázaro.
Miserable eres tú si señalas con el dedo el pecado ajeno mientras no te dejas alcanzar por la gracia que te muestra el tuyo para sanarte.
A veces basta una palabra del Señor para cambiar la vida de un pecador. “Sígueme” …y le siguió. Y lo dejó todo. No volvió atrás. No fue como la mujer de Lot. Miró a Cristo y se fue tras Él.
No hay conversión completa si no dejamos todo lo que nos aleja del Señor. Da igual que tus pecados sean muchos y feos o “pocos". El gran pecado es no ir tras de Cristo cuando te llama.
Cuéntanos, Señor, entre tus elegidos.
Luis Fernando