Maciel, Figari y alguno más, como síntoma

A lo largo de la historia muchos hombres y mujeres de Dios han fundado órdenes y congregaciones religiosas. Si algo tenían en común todos ellos era su condición de santos. No todos han llegado a los altares, pero sí la inmensa mayoría.

Sin embargo, en el último medio siglo estamos asistiendo a un fenómeno extrañísimo, que no tiene parangón. Los fundadores de algunas nuevas “realidades” eclesiales eran auténticos crápulas, personajes indeseables que en condiciones normales no habrían fundado ni una asociación parroquial de tiempo libre.

El caso de Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, fue el primero en ser conocido. Ahora le toca el turno a Luis Figari, fundador del Sodalicio de Vida Cristiana. Y todo indica que en breves meses vamos a asistir a un tercer caso.

En esas situaciones se ha dado además una circunstancia parecida. El encubrimiento y la complicidad de las personas más cercanas a esos líderes y la falta de diligencia de la propia Iglesia en poner fin a su presencia en la vida pública. Y también hay otro factor en común: el abuso de autoridad de esos sujetos.

Ni que decir tiene que la mayor parte de los miembros de esas organizaciones eclesiales, sean sacerdotes, religiosos o seglares, son gente de bien, fiel a Cristo y a la Iglesia. De hecho, en buena medida son víctimas del descrédito que no han provocado ellos.

Como bien recuerda Michael Voris en un vídeo que va camino de ser emblemático, la Iglesia ha sufrido pontificados en manos de personajes siniestros (p.e, Juan XII y Benedicto IX), que de haber vivido hoy habrían ocupado las portadas de todos los medios de comunicación por sus vidas disolutas. Y, sin embargo, sobrevivió a semejantes elementos. De igual manera sobrevivirá a los depravados de hoy. Y no solo los depravados morales sino también los doctrinales, que son incluso más peligrosos.

En mi opinión, uno de los principales errores que se ha cometido desde hace décadas es creer que el hecho de que algo tenga un aparente éxito en el seno de la Iglesia implica que la raíz es santa. La plaga semipelagiana que sufre el catolicismo desde hace siglos -concretamente desde que se cerró mal la crisis molinista- muestra hoy su peor rostro. Y si Dios es capaz de sacar santidad de algo viciado en sus inicios no es para que restemos importancia a la gravedad de los pecados de los depravados, sino para que seamos conscientes, de una vez por todas, de que solo Él puede producir cualquier bien que de la Iglesia salga.

Siendo este uno de los momentos de la historia de la Iglesia en el que, por negligencia en la pastoral, el concepto de pecado está tan devaluado -sobre todo el de los pecados de naturaleza sexual, la herejía y el mal uso de la autoridad-, no es casual que el Señor permita que salgan a la luz estos escándalos. Si leyéramos con atención los avisos que Cristo da en el libro del Apocalipsis. Por ejemplo, este:

Ap 2,21-23
Yo le he dado un tiempo para que se convierta, pero no quiere convertirse de su fornicación. Mira, voy a postrarla en cama, y a los que adulteren con ella los someteré a una gran tribulación, si no se convierten de sus obras; y a sus hijos los heriré de muerte; y todas las iglesias conocerán que yo soy el que sondea entrañas y corazones, y os daré a cada uno según vuestras obras.

Llevamos mucho tiempo creyendo que Dios es una especie de Papá Noel bonachón que lo consiente todo. O llega una verdadera reforma, que no puede ser otra que el llamado a la conversión y la santidad, o veremos cómo Cristo coge de nuevo el látigo para expulsar del templo de Dios a los mercaderes de una fe falsa, de una misericordia falsa, de un perdón falso, de una pseudo-santidad mundanizada.

El Señor ama demasiado a su Iglesia como para dejarla en manos de quien la quiere encamar con el príncipe de este mundo. Avisados quedamos.

Luis Fernando Pérez Bustamante