Carros de fuego y nube de testigos
- No me puedo creer lo que me estás diciendo.
- No se trata de que me creas, sino de que lo veas. Mira…
- Oh… Dios mío…
Sí, se repetía de nuevo aquello que nos relata el segundo libro de Reyes
Cuando el criado del hombre de Dios se levantó de mañana y salió fuera, viendo el destacamento que rodeaba la ciudad con carros y caballos, preguntó: «¡Ay, mi señor!, ¿cómo vamos a hacer?».
Y Eliseo respondió: «No temas. Son más los que están con nosotros que con ellos».
Luego se puso a orar diciendo: «Abre, Señor, sus ojos para que vea». Entonces el Señor abrió los ojos del criado, quien vio la montaña cubierta de caballos y carros de fuego en torno a Eliseo.
2 Rey 6,15-17
Pero en esta ocasión, el combate no era por ningún territorio. El combate era por las almas. Satanás estaba presto a soltar su mayor ataque contra la Iglesia de Cristo. Durante décadas había colocado estratégicamente a sus peones ante la pasividad de quienes debían haber velado por la salud del pueblo escogido de Dios. Y, como le ocurrió en el Calvario, cuando pensó que derrotaría a Cristo en la Cruz, creía llegada la hora de asestar la estocada final a lo más preciado para el propio Cristo.
El enemigo había aprendido que era mejor infiltrarse que ir de frente. Había aprendido que era mejor usar el lenguaje de la verdad, distorsionándolo, que presentar la mentira flagrante. ¿Para qué pedir a los fieles incautos que se rebelen contra Dios si es mucho más efectivo engañarles acerca de la naturaleza de Dios?
No se trataba de que Satanás no quisiera seguir destruyendo al pueblo de Dios a través de la violencia. Para eso se valía de sus siervos que martirizaban cristianos como tiempo hacía que no se había visto. Pero ya había aprendido que el martirio es semilla de santidad y de verdad y su verdadera intención era sumir a la Iglesia en las tinieblas, para que se hiciera una no con Dios, no con Cristo, sino con el mundo, del cual él seguía siendo el Príncipe.
Como padre de toda mentira y maestro de toda maldad, Satanás sabía que podía usar la autoridad para destruir. Esa misma autoridad que se había auto-reprimido a la hora de servir al bien combatiendo al mal, fue usada para reprimir al bien e intentar que la maldad triunfara.
Pero el resultado de aquel combate ya estaba escrito. Aquel que dio su vida en la Cruz no iba a permitir que sus elegidos fueran sometidos al imperio del mal. Por otra parte, el pueblo fiel estaba rodeado por otro gran ejército:
En consecuencia: teniendo una nube tan ingente de testigos (Hebreos 11), corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia.
Heb 12,1
Pasaron cosas sorprendentes. Hubo quien corrió la suerte de Herodes:
Fijado el día, Herodes, con vestidos regios, se sentó en el tribunal y les dirigía una arenga, mientras el pueblo aclamaba: «Voz de un dios, no de un hombre».
De improviso, un ángel del Señor lo hirió por no haber dado gloria a Dios, y expiró, comido de gusanos.
Hch 12,21-23
Se intentó alejar del rebaño a los buenos pastores que defendían la verdad, pero más grande fue el amor de Dios por sus hijos que la maldad de quienes profanaban su nombre haciéndole cómplice de todo tipo de pecados para llevar a la condenación a millones. Por eso mismo, Dios actuó directamente, de forma que aunque el mundo se espantó, los fieles comprendieron de verdad que se cumplía la profecía de Cristo:
… y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Mat 16,18
- ¿Es ya el fin?
- No lo sé. Eso está en manos del Padre. Pero vive como si lo fuera. Lee:
El injusto, que cometa aún injusticias; el sucio, que se manche aún más; el justo, que siga practicando la justicia; y el santo, que se santifique todavía más.
Ap 22,11
Ayer, hoy y siempre: Santidad o muerte.
Cuéntanos, Señor, entre tus elegidos.
Luis Fernando Pérez Bustamante