Mi alma proclama la grandeza de Dios

Pensemos por un momento en nuestra condición pecadora a la vez que redimida. Cómo Dios nos ofrece gratuitamente la salvación por los méritos de Cristo. Que no hay nada que hayamos podido ofrecerle como meritorio que Él nos nos haya concedido hacer. Que hasta nuestra respuesta positiva a dicho ofrecimiento es obra del Espíritu Santo en nuestra alma.

Si no lo entiendes, mira a María. Ella, llena de gracia, Inmaculada desde su concepción, libre de pecado por pura gracia, elegida por el Señor para ser su Madre, preservada íntegramente en su virginidad para gloria de Dios. Y Ella, la criatura más bella y perfecta nacida de la voluntad del Creador, no se gloría en otra cosa que en las maravillas que Dios ha obrado en su alma:

“Proclama mi alma las grandezas del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen".

Luc 1,46-50

Nuestra Madre no se gloría en sí misma sino en Dios, que es quien obra su perfección. Ella, Madre del Señor, se reconoce su esclava. Su humildad no es una pose. Es real. Es fruto de la gracia que impregna su alma. 

Si María Santísima es modelo de servidumbre y de sometimiento a la voluntad divina, de forma que de su Fiat recibe y recibimos la salvación, ¿qué no habremos de imitar de ella? ¿qué hay en nuestra Madre que no sea modelo a seguir? Por eso Cristo nos regaló su maternidad en la Cruz. Por eso Dios preservó su cuerpo de la corrupción, llevándosela al cielo al final de su vida terrenal. Para que hasta en eso sea esperanza de nuestra completa redención.

Ella, criatura de Dios, es todo aquello que el Señor nos concederá ser una vez entremos en su presencia. Pura, sin mácula, redimida, entregada por completo al designio del Redentor. Esa será nuestra realidad en el cielo si en verdad morimos en la gracia con la que ella fue adornada desde su misma Concepción hasta su Asunción.

No se puede amar a Dios sin admirar su obra en la Virgen que se eligió para sí mismo como Madre. Y si admiramos la obra de Dios, amamos a Aquella en quien dicha obra se cumple perfectamente. Porque del amor a Dios nace el amor a María, y por el amor a María comprendemos y alcanzamos verdaderamente el amor a su Hijo, nuestro Dios y Salvador. 

Dijo Isabel: “¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?” (Luc 1,43). Y dijo tal cosa cuando el gran profeta que estaba en su seno había saltado de gozo al oír la voz de María. Porque en María estaba el Verbo de Dios, el Salvador. El Padre quiso darnos a su Hijo a través de la Madre, y por la Madre llegamos al Hijo que nos lleva al Padre, siendo todo obra del Espíritu Santo.

Acoge en tu corazón a la Madre, guía segura para escuchar la voz de su Hijo. Obedece a la Madre cuando te pide que obedezcas al Hijo, de forma que el agua de las tinajas de tu alma se convierta en vino delicioso que alegrará todo tu ser. 

Adora al Hijo, alaba y honra a la Madre. Y no hay mayor honra para la Madre que cumplir, por gracia de Dios, la voluntad del Hijo

María, causa de nuestra salvación, pues de tu seno nos nace el Salvador, ora por nosotros ahora y en la hora de nuestra salvación.

Luis Fernando Pérez Bustamante