No podemos matar al hijo para salvar a la madre

El 25 de marzo de 1968 nació en Madrid una niña cuya madre estaba sobrellevando un embarazo que, según los médicos, puso en peligro su vida. La mujer padecía una hipertensión muy elevada provocada por la gestación. Al llegar al sexto mes de embarazo, los doctores le plantearon la alternativa de realizarle una cesárea, porque el peligro era cada vez mayor. Estamos hablando de hace 42 años, cuando los nacimientos prematuros tenían muchas menos posibilidades de sobrevivir que ahora. Sin embargo, la cría, que pesó un kilo al nacer, sobrevivió. La madre también. Hoy una es mi esposa y la otra es mi suegra.

Sin embargo, en un hospital “católico” de Arizona, los médicos decidieron recientemente poner fin a la vida de un ser humano debido a que su madre sufría de hipertensión pulmonar y la gestación amenazaba su vida. Y en la toma de decisión sobre dicho aborto, además de la madre y los médicos, participó una monja miembro del comité ético de dicho hospital. Como no puede ser de otra manera, el obispo de Phoenix ha recordado que todos ellos están excomulgados.

De todos los casos en los que se intenta justificar un aborto, el del peligro de muerte para la madre es quizás el que más apoyo puede encontrar no sólo entre la población en general sino también entre los propios cristianos. Sin embargo, no podemos olvidar nunca que el aborto es la acción encaminada a poner fin a una vida. Que sea para salvar otra no lo justifica, de la misma manera que no estaría justificado que a una persona viva la sacaran el corazón para hacerle el trasplante del mismo a otra que lo necesita urgentemente. Es decir, no podemos matar a un ser humano para salvar a otro. Otra cosa muy distinta es que una mujer embarazada que padece una enfermedad reciba el tratamiento médico necesario para salvar su vida y, debido a dicho tratamiento, pueda producirse como efecto secundario el aborto. Dicho tratamiento no busca la muerte del ser que se desarrolla en su seno. Su pérdida es una desgracia pero no ha habido un bisturí que haya profanado el seno materno para arrancar esa vida inocente. Eso lo sé yo, que no soy especialista en bioética. Tanto más lo tienen que saber los médicos de un hospital católico y no digamos una religiosa que forme parte del comité ético de la clínica.

De hecho, con los avances actuales de la técnica -mucho más en EEUU-, es prácticamente imposible que se dé un caso en el que los médicos no puedan salvar la vida de la madre y del hijo. La situación de esa madre debía ser, sin la menor duda, complicada. Pero la medicina está para salvar la vida de todos, no sólo la de las madres con problemas por su embarazo. También la de sus hijos.

Por cierto, la actitud del obispo de Phoenix es radicalmente distinta de la que mantuvo en su día el cardenal Sistach, quien todavía no nos ha explicado por qué no anunció la excomunión del sacerdote Manuel Pousa, que afirmó públicamente haber pagado abortos. Es lo que diferencia a un obispo que hace lo que tiene que hacer de otro que mira para otro lado antes que buscarse un problema mediático de primer orden. Mucho me temo que si esa monja y ese hospital católico estuvieran en Barcelona, esta noticia no habría tenido lugar.

Luis Fernando Pérez