El lobby gay y el ateísmo radical nos devuelven a la Europa del siglo XVI

Sabemos que hay muchos lugares en el mundo en los que, en pleno siglo XXI, predicar aquello que enseña la Biblia puede acabar con un cristiano en la cárcel. Que eso pase allá donde reina el ateísmo, el Islam u otras religiones que temen la expansión de la fe cristiana, es hasta cierto punto normal aunque condenable. Que esto pase en Europa, continente cuyas raíces cristianas forman parte de su identidad, es una señal clara e inequívoca de que estamos en una era que empieza a parecerse demasiado a la descrita en la Escritura como la de la gran apostasía.

En nombre de la tolerancia no se tolera a los cristianos. En nombre de los supuestos derechos de unas minorías, se atenta contra el derecho de los seguidores de Cristo a predicar en público los principios éticos y morales en los que creen. Repetir lo que la Biblia enseña sobre la homosexualidad empieza a ser tratado como delito en algunos países. Pasó en Suecia hace unos años, y está pasando en Gran Bretaña ahora. Es cierto que todavía no se ha producido una sentencia firme que acabe con un cristiano en la cárcel por predicar el evangelio, pero ¿cuánto queda para que así ocurra?

Occidente en general, y algunos países europeos en particular, lleva cada vez peor que haya ciudadanos cristianos que llamen a las cosas por su nombre. Pongamos varios ejemplos: El adulterio es pecado. La práctica de la homosexualidad es pecado. El robo es pecado. Las riquezas injustas son pecado. El aborto es un asesinato, y por tanto, un grave pecado. El maltrato al inmigrante es pecado. La xenofobia es pecado. Sin embargo, esta Europa democrática sólo acepta que se llame pecado a lo que considera pecado según la ley de lo políticamente correcto. Se puede llamar pecado al robo, a las riquezas injustas, al maltrato al inmigrante y a la xenofobia. Pero ojito con llamárselo al adulterio, la práctica de la homosexualidad y el aborto.

Cuando en el siglo XVI Europa se vio envuelta en una serie de guerras político-religiosas, el continente se dividió prácticamente en dos. Y ambas partes coincidían en un hecho: no dejaban que en su zona se predicara aquello que era contrario a la verdad “oficial”. En la Europa católica, la predicación de la doctrina protestante era perseguida. En la Europa protestante, se perseguía la predicación de la doctrina católica o de la doctrina de otros protestantes. Por cierto, curiosamente son protestantes la mayoría de los países europeos que, a día de hoy, siguen siendo confesionales. Pero en los mismos no se impone la religión del Estado a todos los ciudadanos.

Europa camina hacia un nuevo tipo de confesionalismo. Esta vez lo marcan los laicistas radicales, ateos, organizaciones de gays y lesbianas, feministas furibundas y apóstoles de la cultura de la muerte. Se impone en las escuelas y acabará por imponerse en la legislación. Y a quien se oponga al mismo, le espera un futuro similar al de los “herejes” del siglo XVI. Hogueras no habrá, pero la cárcel y la exclusión social pueden convertirse en el pan nuestro de cada día para los que se atrevan a “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29).

Luis Fernando Pérez