Por supuesto que debió de negarle la comunión a Berlusconi

El presidente del gobierno italiano, Silvio Berlusconi, lleva años echándole un pulso a la Iglesia por el simple hecho de que la misma es fiel a Cristo -cosa que olvidan los que piden que cambie su postura- y considera que los que viven en adulterio no pueden comulgar. Y Berlusconi es, usando la terminología de nuestro Señor en los evangelios, un adúltero. De hecho, ha presumido públicamente de serlo, lo cual añade gravedad a su pecado.

Sin embargo, y a pesar de que él sabe perfectamente que no puede comulgar, el otro día lo hizo en el funeral de un cómico italiano. Si ya es grave que cualquier fiel haga eso, más lo es cuando el mismo es el presidente del gobierno de una nación.

Ahora bien, parece evidente que lo de Berlusconi no tiene remedio. Sí lo debería de tener el que haya un solo sacerdote que acceda a darle la comunión. El párroco que se la dio se excusa diciendo “¿Qué podía hacer, negársela? No es durante una ceremonia cuando se puede plantear la cuestión. Y además quien celebra la misa no tiene por qué saber el estado civil de quien viene al altar a tomar la eucaristía“.

Pues sí, no sólo podía sino que debía haberle negado la comunión. Es cierto que un cura no tiene por qué saber el estado civil del que se acerca a comulgar. Pero cuando el mismo resulta ser el presidente del gobierno de tu país y es pública y notoria su condición de pecador, entonces no hay excusa. Es mayor el escándalo por darle la comunión que por negársela, con la diferencia de que lo primero va en contra de las normas de la Iglesia y lo segundo no.

En los primeros siglos de la historia de la Iglesia, la confesión de los pecados era pública. La penitencia también. Y precisamente el pecado del adulterio era uno de los que conllevaba una disciplina penitencial más severa. En muchos casos, el pecador no era admitido a la comunión hasta que se acercaba la hora de su muerte. Obviamente ese sistema conllevaba ciertos problemas pastorales de primer orden. No era cosa agradable que toda la comunidad supiera los pecados graves de cada uno de sus miembros. La introducción de la confesión auricular ayudó no poco a solucionar ese problema. Ahora bien, es de sentido común que cuando se da un pecado público, aunque se siga acudiendo al confesionario para lavarlo, la Iglesia exija una reparación o arrepentimiento igualmente público. Y si es una personalidad importante, con mayor motivo.

Si la Iglesia llegó a sufrir un cisma por oponerse a un rey adúltero, no creo que sea mucho pedir que se le niegue la comunión a un tipo de la catadura moral de Berlusconi. El hecho de que desde su gobierno se sostengan posturas similares a la Iglesia en temas como la eutanasia o la presencia de los crucifijos en las aulas, no debería de ser óbice para actuar con energía y contundencia. De lo contrario, muchos fieles pensarán que con los poderosos se hace “acepción de personas". Y eso es muy peligroso para la credibilidad de la propia Iglesia.

Luis Fernando Pérez