No tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia
¿Quién podría mantenerse en pie si Dios no perdonara nuestros pecados? ¿quién podría evitar ser aniquilado por la santidad de Dios si su gracia no nos limpiara de todo mal? ¿cómo resistiría nuestra alma entenebrecida la luz cegadora del Altísimo si antes no hubiera sido transformada por la acción del Espíritu Santo?
No nos engañemos. Nosotros no podemos ser santos por nuestras propias fuerzas. Todo intento humano de servir a Dios sin su ayuda está destinado al fracaso. La obra de salvación es suya. La obra de la justificación es suya. La obra de santificación es suya. Y aun así, nos permite ser protagonistas de dicha obra. Incluso llegamos a ser instrumento de la salvación de otros, tal y como explica la Escritura.
La Iglesia misma, como Esposa de Cristo, hace de madre de los hijos de Dios. En unión a su Señor imparte los sacramentos, la gracia salvífica. En su seno está el tesoro de valor incalculable de la salvación. No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre. Si amamos de verdad al Padre, amaremos a nuestra madre. Y a su vez, el amor a la Iglesia nos abre las puertas al amor al Padre.
Pero la Iglesia, como nosotros, necesita de la savia nueva y constante de la conversión. Sin dicha savia, el árbol se seca y los frutos mueren y se pudren antes de caer al suelo. De Cristo tenemos la promesa de que las puertas del Hades no prevalecerán, pero no que la lucha por la santidad será un camino de rosas sin espinas.
En cada Misa le pedimos al Señor que no tenga en cuenta nuestros pecados. Suplicamos la clemencia del Todopoderoso apelando no sólo a nuestra fe personal, sino a la de toda la Iglesia. Y es que por más ejemplos de pecado y destrucción que haya entre muchos cristianos, la fe de los santos y de los que están en el camino de la santidad brilla con más fuerza. No podemos caer en la trampa de bajar los ojos ante el pecado propio y el ajeno. El perdón está a nuestro alcance mediante la confesión, el propósito de enmienda y la penitencia. No hay arma más poderosa en el mundo que la conversión. Ella derriba toda soberbia, abre las puertas del bien mientras se está bajo el dominio del mal.
Tenemos a nuestra disposición algo que ni siquiera los ángeles caídos tienen: la posibilidad de volver nuestros pasos hacia Dios. Por tanto, no es hora de lamentos, ni hora de quedarnos inmóviles ante nuestra evidente incapacidad de obrar el bien por nosotros mismos. Nosotros no podemos, de acuerdo. Pero Dios en nosotros lo puede todo. Puede transformar nuestras vidas, puede salvar nuestras familias, puede hacer resplandecer a nuestra Iglesia para que el mundo, cuya hipocresía al acusar a nuestra madre de pecado es evidente, quede cegado -y a la vez salvado- por la luz del evangelio y de nuestras buenas obras hechas en la gracia de Dios.
Hoy, domingo de Ramos, nos toca ser como la burra que llevó en sus lomos al Salvador. Si dejamos que él tome las riendas de nuestras vidas, el camino hacia la cruz que nos salva llegará a feliz término. No hay atajos, no hay trampas posibles: conversión, cruz, salvación.
Luis Fernando Pérez