El problema de la democracia

En el anterior post, uno de los comentaristas me preguntaba:

“¿Qué sistema estás proponiendo? ¿Una dictadura cristiana? ¿Una teocracia? ¿el retorno a la `monarquía católica´?”

Pues bien, he encontrado un texto del Siervo de Dios Pío XII, Papa, que sirve para describir lo que yo querría. Otra cosa es que lo vea posible en las actuales circunstancias. El texto está sacado del Radiomensaje “Benignitas et Humanitas” para la Víspera de la Navidad de 1944:

El problema de la democracia

Además —y es tal vez el punto más importante— los pueblos, al siniestro resplandor de la guerra que les rodea, en medio del ardoroso fuego de los hornos que les aprisionan, se han como despertado de un prolongado letargo. Ante el Estado, ante los gobernantes han adoptado una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada. Adoctrinados por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu a los monopolios de un poder dictatorial, incontrolable e intangible, y exigen un sistema de gobierno, que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos.

Estas multitudes, inquietas, trastornadas por la guerra hasta las capas más profundas, están hoy día penetradas por la persuasión —al principio tal vez vaga y confusa, pero ahora ya incoercible— de que, si no hubiera faltado la posibilidad de sindicar y corregir la actividad de los poderes públicos, el mundo no habría sido arrastrado por el torbellino desastroso de la guerra y de que, para evitar en adelante la repetición de semejante catástrofe, es necesario crear en el pueblo mismo eficaces garantías.

Siendo tal la disposición de los ánimos, ¿hay acaso que maravillarse de que la tendencia democrática inunde los pueblos y obtenga fácilmente la aprobación y el asenso de los que aspiran a colaborar más eficazmente en los destinos de los individuos y de la sociedad?

Apenas es necesario recordar que, según las enseñanzas de la Iglesia, «no esta prohibido el preferir gobiernos moderados de forma popular, salva con todo la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder público», y que «la Iglesia no reprueba ninguna de las varias formas de gobierno, con tal que se adapten por sí mismas a procurar el bien de los ciudadanos» (León XIII Encycl. «Libertas», 20 de junio de 1888, in fin.).

Si, pues, en esta solemnidad, que conmemora al mismo tiempo la benignidad del Verbo encarnado y la dignidad del hombre (dignidad entendida no sólo bajo el aspecto personal, sino también en la vida social), Nos dirigimos Nuestra atención al problema de la democracia, para examinar según qué normas debe ser regulada para que se pueda llamar una verdadera y sana democracia, acomodada a las circunstancias de la hora presente; esto indica claramente que el cuidado y la solicitud de la Iglesia se dirige no tanto a su estructura y organización exterior —que dependen de las aspiraciones propias de cada pueblo—, cuanto al hombre como tal que, lejos de ser el objeto y corno elemento pasivo de la vida social, es por el contrario, y debe ser y seguir siendo, su agente, su fundamento y su fin.

Supuesto que la democracia, entendida en sentido lato, admite diversidad de formas y puede tener lugar tanto en las monarquías coma en las repúblicas, dos cuestiones se presentan a Nuestro examen: 1º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres, que viven en la democracia y bajo un régimen democrático? 2º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres, que en la democracia ejercitan el poder público?

I - CARACTERES PROPIOS DE LOS CIUDADANOS EN EL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO

Manifestar su parecer sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión. Por la solidez, armonía y buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado se puede reconocer si una democracia es verdaderamente sana y equilibrada, y cual es su fuerza de vida y de desarrollo. Además, por lo que se refiere a la extensión y naturaleza de los sacrificios pedidos a todos los ciudadanos —en nuestra época, cuando es tan vasta y decisiva la actividad del Estado—, la forma democrática de gobierno se presenta a muchos como postulado natural impuesto por la razón misma. Pero cuando se reclama «más democracia y mejor democracia», una tal exigencia no puede tener otra significación que la de poner al ciudadano cada vez más en condición de tener opinión personal propia, y de manifestarla y hacerla valer de manera conveniente para el bien común.

Pueblo y «masa»

De esto se deduce una primera conclusión necesaria con su consecuencia practica. El Estado no contiene en sí ni reúne mecánicamente en determinado territorio una aglomeración amorfa de individuos. Es y debe ser en realidad la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo.

Pueblo y multitud amorfa o, corno se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida se difunde abundante y rica en el Estado y en todos sus órganos, infundiendo en ellos con vigor, que se renueva incesantemente, la conciencia de la propia responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común. De la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y usada, puede también servirse el Estado: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias egoístas, puede el mismo Estado, con el apoyo de la masa reducida a no ser más que una simple máquina, imponer su arbitrio a la parte mejor del verdadero pueblo: así el interés común queda gravemente herido y por mucho tiempo, y la herida es muchas veces difícilmente curable.

Con lo dicho aparece clara otra conclusión: la masa —corno Nos la acabamos de definir— es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.

En un pueblo digno de tal nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de tal nombre, todas las desigualdades que proceden no del arbitrio sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de bienes, de posición social —sin menoscabo, por supuesto, de la justicia y de la caridad mutua—, no son de ninguna manera obstáculo a la existencia y al predominio de un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades, lejos de lesionar en manera alguna la igualdad civil, le dan su significado legítimo, es decir, que ante el Estado cada uno tiene el derecho de vivir honradamente su existencia personal, en el puesto y en las condiciones en que los designios y la disposición de la Providencia lo han colocado.

Como antítesis de este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, de deber moral de la persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los impulsos y apetitos humanos con daño de los demás. La igualdad degenera en nivelación mecánica, en uniformidad monocroma: sentimiento del verdadero honor, actividad personal, respeto de la tradición, dignidad, en una palabra, todo lo que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece. Y únicamente sobreviven. por una parte, las victimas engañadas por la fascinación aparatosa de la democracia, fascinación que se confunde ingenuamente con el espíritu mismo de la democracia, con la libertad e igualdad, y por otra, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada y aun el mismo poder.

II - CARACTERES DE LOS HOMBRES QUE EN LA DEMOCRACIA EJERCEN EL PODER PÚBLICO

El Estado democrático, monárquico o republicano, coma cualquier otra forma de gobierno, debe estar investido con el poder de mandar con autoridad verdadera y efectiva. El orden mismo absoluto de los seres y de los fines, que presenta al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de deberes y de derechos inviolables, raíz y término de su vida social, abraza igualmente al Estado como sociedad necesaria, revestida de la autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir. Porque si los hombres, valiéndose de su libertad personal, negasen toda dependencia de una autoridad superior provista del derecho de coacción, por el mismo hecho socavarían el fundamento de su propia dignidad y libertad, o lo que es lo mismo, aquel orden absoluto de los seres y de los fines.

Establecidos, sobre esta base común, la persona, el Estado y el poder público, con sus respectivos derechos, están tan unidos o conexos, que o se sostienen o se destruyen juntamente.

Y puesto que aquel orden absoluto, a la luz de la sana razón, y especialmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Criador nuestro, se sigue que la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios, la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral que Dios ha querido, y que la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación de la autoridad de Dios.

Ninguna forma de Estado puede dejar de tener cuenta de esta conexión intima e indisoluble; y mucho menos la democracia. Por consiguiente, si quien ejercita el poder público no la ve o más o menos la descuida, remueve en sus mismas bases su propia autoridad. Igualmente, si no da la debida importancia a esta relación y no ve en su cargo la misión de actuar el orden establecido por Dios, surgirá el peligro de que el egoísmo del dominio o de los intereses prevalezca sobre las exigencias esenciales de la moral política y social y de que las vanas apariencias de una democracia de pura fórmula sirvan no pocas veces para enmascarar lo que es en realidad lo menos democrático.

Únicamente la clara inteligencia de los fines señalados por Dios a todas las sociedades humanas, unida al sentimiento profundo de los deberes sublimes de la labor social, puede poner a los que se les ha confiado el poder, en condición de cumplir sus propias obligaciones de orden legislativo, judicial o ejecutivo, con aquella conciencia de la propia responsabilidad, con aquella generosidad, con aquella incorruptibilidad, sin las que un gobierno democrático difícilmente lograría obtener el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor del pueblo.

El profundo sentimiento de los principios de un orden político y social sano y conforme a las normas del derecho y de la justicia, es de particular importancia en quienes, sea cual fuere la forma de régimen democrático, ejecutan, como representantes del pueblo, en todo o en parte, el poder legislativo. Y ya que el centro de gravedad de una democracia normalmente constituida reside en esta representación popular, de la que irradian las corrientes políticas a todos los campos de la vida pública —tanto para el bien corno para el mal—, la cuestión de la elevación moral, de la idoneidad práctica, de la capacidad intelectual de los designados para el parlamento, es para cualquier pueblo de régimen democrático, cuestión de vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de saneamiento o de perpetuo malestar.

Para llevar a cabo una acción fecunda, para obtener la estima y la confianza, todo cuerpo legislativo —la experiencia lo demuestra indudablemente— debe recoger en su seno una selección de hombres espiritualmente eminentes y de carácter firme, que se consideren corno los representantes de todo el pueblo y no ya como los mandatarios de una muchedumbre, a cuyos intereses particulares muchas veces, por desgracia, se sacrifican las reales necesidades y exigencias del bien común. Una selección de hombres no limitada a una profesión o a una condición determinada, sino imagen de la múltiple vida de todo el pueblo. Una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas, de juicio justo y seguro, de sentido práctico y ecuánime, coherente consigo mismo en todas las circunstancias; hombres de doctrina clara y sana, de designios firmes y rectilíneos; hombres, sobre todo, capaces, en virtud de la autoridad que emana de su conciencia pura y ampliamente se irradia y se extiende en su derredor, de ser guías y dirigentes, sobre todo en tiempos en que urgentes necesidades sobreexcitan la impresionabilidad del pueblo, y lo hacen propenso a la desorientación y extravío; hombres que en los periodos de transición, atormentados generalmente y lacerados por las pasiones, por opiniones divergentes y por opuestos programas, se sienten doblemente obligados a hacer circular por las venas del pueblo y del Estado, quemadas por mil fiebres, el antídoto espiritual de las visiones claras, de la bondad solícita, de la justicia que favorece a todos igualmente, y la tendencia de la voluntad hacia la unión y la concordia nacional en un espíritu de sincera fraternidad.

Los pueblos cuyo temperamento espiritual y moral es suficientemente sano y fecundo, encuentran en si mismos y pueden dar al mundo los heraldos y los instrumentos de la democracia que viven con aquellas disposiciones y las saben de hecho llevar a la práctica. En cambio, donde faltan semejantes hombres, vienen otros a ocupar su puesto para convertir la actividad política en campo de su ambición y afán de aumentar sus propias ganancias, las de su casta y clase, mientras la búsqueda de los intereses particulares hace perder de vista y pone en peligro el verdadero bien común.

El absolutismo de Estado

Una sana democracia fundada sobre los principios inmutables de la ley natural y de la verdad revelada, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin frenos y sin límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las apariencias contrarias, pero vanas, puro y simple sistema de absolutismo.

El absolutismo de Estado (no hay que confundir este absolutismo con la monarquía absoluta de la que ahora no hablamos) consiste de hecho en el principio erróneo que la autoridad del Estado es ilimitada, y que frente a ella —aun cuando da rienda suelta a sus miras despóticas, traspasando los limites del bien y del mal— no cabe apelación alguna a una ley superior que obliga moralmente.

A un hombre posesionado de ideas rectas sobre el Estado y la autoridad y el poder de que está revestido, en cuanto que es custodio del orden social, jamás se le ocurrirá ofender la majestad de la ley positiva dentro de los límites de sus naturales atribuciones. Pero esta majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando se conforma —o al menos no se opone— al orden absoluto, establecido por el Criador, y presentado con nueva luz por la revelación del Evangelio. Y esa majestad no puede subsistir sino en cuanto respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, no menos que el Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda forma de gobierno sana y aun de la democracia, criterio con el cual se debe juzgar el valor moral de todas las leyes particulares.

….

Si el porvenir esta reservado a la democracia, una parte esencial de su realización deberá corresponder a la religión de Cristo y a la Iglesia, mensajera de la palabra del Redentor y continuadora de su misión salvadora. Ella de hecho enseña y defiende la verdad, comunica las fuerzas sobrenaturales de la gracia, para actuar el orden de los seres y de su finalidad, establecido por Dios, último fundamento y norma directiva de toda democracia.

….

La Iglesia tiene la misión de proclamar al mundo, ansioso de mejores y más perfectas formas de democracia, el mensaje más alto y más necesario que pueda existir : la dignidad del hombre y la vocación a la filiación divina. Es el grito potente que desde la cuna de Belén resuena hasta los últimos confines de la tierra en los oídos de los hombres, en un tiempo, en que esta dignidad ha sufrido mayores humillaciones.

El misterio de la Santa Navidad proclama esta inviolable dignidad humana con un vigor y una autoridad inapelable, que sobrepasa infinitamente a la que podrían conseguir todas las posibles declaraciones de los derechos del hombre.

Y tras leer las palabras de Pío XII, ¿qué otra cosa podría decir yo que añadiera algo sustancial a lo expresado por él?
Nada.
Y por tanto, callo.

Luis Fernando Pérez