Me han dicho que han oído que aquel dijo que se sabe a ciencia cierta...

La rumorología, el cuchicheo, el salsa-rosismo aplicado a todos los ámbitos de la información son tentaciones muy apetecibles para los que creen que eso de ser periodista consiste en anunciar veinte posibles noticias y acertar dos, para luego presumir cual pavo real en tiempo de celo en plan “como adelantamos en…". Pero cuando un periodista pierde eso que se llama credibilidad, le ocurre lo mismo que al delantero centro que pierde el olfato de gol, o al compositor al que se le va la inspiración: se queda en la nada. La opinión puede tener mil caras, pero la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Y cuando se falta a la misma, cuando se vende como cierto lo que son meras sospechas o meras conjeturas, por muy “plausibles” que sean, el resultado no puede ser otro que el más absoluto de los descréditos.

Si además se falta a la verdad, se atenta contra la buena imagen de una persona, sea esta quien sea, la cosa se agrava. Las rectificaciones son necesarias y ciertamente la única salida para el mal periodista, pero no pueden cubrir por sí solas el daño causado. Siempre quedará la sospecha, el “cuando el río suena, agua lleva", el “ya decía yo que…". Como no se puede decir “de este agua nunca beberé", no aseguro que jamás caeré en ese pecado, pero líbreme Dios de tal tentación. Es preferible ser mudo a farsante. Es preferible callar lo que se sabe, si es que no se sabe bien, a esparcir el virus de la sospecha. Y si eso es válido para todos, tanto más para los que se dicen cristianos. El pecado de la murmuración debe ser arrancado del periodismo católico como si fuera la peor de las malas hierbas.

Otra cosa que conviene saber cuando uno tiene como responsabilidad el ser objeto de la lectura por parte de miles de personas, es aquello de “dime con quién andas y te diré quién eres". O lo de que “quien con niños se acuesta, meado se levanta". Dar credibilidad a quien, por sobradas razones, ha demostrado que no la tiene, acarrea consecuencias nefastas para la propia integridad. Y luego nos encontramos con lo que no buscamos. ¿Aprenderemos la lección que el caso UCAM nos está dando? Espero que sí.

Luis Fernando Pérez Bustamante