En este año de la fe el Papa Benedicto XVI nos exhorta a releer el Concilio Vaticano II. Sobre todo, a ir a la “letra” del Concilio, consciente de los atropellos que ha ido sufriendo el Concilio por parte de muchos que han querido destilar su “espíritu” prescindiendo de la letra. Ya decía Goethe que no conocía pretensión tan insoportable como la de aquellos que quieren ir al espíritu prescindiendo del texto.
Es importante, muy importante, retornar a la letra del Concilio para superar muchos malentendidos que venimos arrastrando desde hace decenios.
En 1985, en la famosa entrevista que Vittorio Messori hizo a Joseph Ratzinger (“Informe sobre la fe”), el gran teólogo ya decía: “Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes”. Aludía a las lecturas aberrantes del Concilio por parte de progresismos y tradicionalismos extremos, que, paradójicamente, como extremos se tocaban en su rechazo del verdadero Concilio.
Creo que Ratzinger, en aquella ya lejana observación, se refería a un punto de capital importancia que podríamos cifrar en una pregunta clave: ¿Quiso el Concilio definir doctrina nueva? He aquí la gran cuestión. Los tradicionalismos extremos afirman que el Concilio elaboró de facto una nueva doctrina que entraba en discontinuidad o incluso en abierta contradicción con el magisterio precedente. También los progresismos extremos venían a decir que el Concilio había propuesto una nueva concepción de la Iglesia y del conjunto de la fe cristiana que superaba y dejaba atrás toda la experiencia precedente.
Ratzinger aludía a la “clara intencionalidad” del espíritu del Concilio. ¿Dónde identificarla? Sin duda, en los promotores principales de esta gran asamblea, los Papas Juan XXIII y Pablo VI. ¿Querían que el Concilio definiese doctrina nueva?
El Beato Juan XXIII, en su discurso del 11 de octubre de 1962, con motivo de la inauguración del Concilio, quiso dejar muy claro la tarea principal del mismo: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz”. También apuntaba a la perspectiva con que la Iglesia quería aproximarse a los hombres de su tiempo: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”. Este talante “maternal” que siempre ha formado parte de la identidad misma de la Iglesia, quería ser puesto especialmente en relieve para marcar una singular relación Iglesia-mundo que no deja de ser una de las grandes aportaciones del Concilio junto a las mejores realizaciones de los grandes movimientos, bíblico, teológico, litúrgico y patrístico, que confluyeron en la magna asamblea.
Pablo VI, exultante por la elaboración de la doctrina sobre el episcopado realizada en etapas ulteriores del concilio y que Él deseaba vivamente, declaraba sin embargo la continuidad de una de las mayores aportaciones del sínodo con toda la tradición: “Creemos que el mejor comentario que puede hacerse es decir que esta promulgación verdaderamente no cambia en nada la doctrina tradicional. Lo que Cristo quiere lo queremos nosotros también. Lo que había permanece. Lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos, nosotros lo seguiremos enseñando. Solamente ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía; se ha esclarecido lo que estaba incierto; ahora consigue una serena formulación lo que se meditaba, discutía y era en parte controvertido. Verdaderamente podemos decir que la divina Providencia nos ha deparado una hora luminosa; ayer lentamente madurada, ahora esplendorosa, mañana ciertamente providencial en enseñanzas, en impulsos, en mejoría para la vida de la Iglesia” (Discurso del 21 de noviembre de 1964).
El año 2007, la Congregación para la Doctrina de la Fe, respondía a algunas preguntas sobre ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia. La primera pregunta planteada era si el Concilio Ecuménico Vaticano II había cambiado la precedente doctrina sobre la Iglesia. La respuesta de la Congregación era clara: “El Concilio Ecuménico Vaticano II ni ha querido cambiar la doctrina sobre la Iglesia ni de hecho la ha cambiado, sino que la ha desarrollado, profundizado y expuesto más claramente”.
Y Benedicto XVI en su espléndida homilía en el inicio del Año de la Fe, pronunciada el 11 de octubre del presente año 2012 decía: “El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación”.
Creo que queda bastante claro que el Concilio no formuló doctrina nueva. Habría que considerar entonces la objeción que formulan algunos grupos que rechazan el concilio. Si el concilio, dicen, no formuló doctrina nueva, entonces es prescindible y confiesan no entender porque se les pide aceptar el Concilio para su reintegración en la plena comunión eclesial que ellos, ciertamente, han roto con sus actitudes y sus hechos.
Es verdad, no hay doctrina nueva en el Concilio, pero sí hay en su texto y en su intencionalidad una exposición renovada del conjunto de la fe cristiana que el Concilio quiso exponer de manera serena y sin controversias a los hombres de nuestro tiempo. Cada generación cristiana debe decirse a sí misma el conjunto de la fe y hacerla suya. Y el Concilio lo hace, y lo hace en continuidad con toda la tradición que le ha precedido.
Benedicto XVI, en su famoso discurso a la Curia Romana del mes de diciembre de 2005 dejaba muy clara la verdadera clave de lectura del Concilio que él expresaba en la “hermenéutica de la reforma” que supone una nueva expresión de la doctrina en la continuidad. En un discurso a los sacerdotes de Roma del mes de marzo de 2006, el Papa precisaba su pensamiento: “no hay que vivir en la hermenéutica de la discontinuidad; hay que vivir en la hermenéutica de la renovación, que es espiritualidad de continuidad, de caminar hacia adelante con continuidad…”.
El Concilio debe ser aceptado en esta perspectiva, leído desde todo la tradición precedente (y consecuente, en cincuenta años de magisterio posconciliar) pero abierto a una formulación para las nuevas generaciones.
Podríamos establecer desde aquí un principio fundamental de interpretación: Toda lectura del Concilio que le haga entrar en discontinuidad o contradicción con los principios fundamentales de la fe católica establecidos a lo largo de los siglos en el magisterio precedente no es una lectura católica y ha de ser rechazada por la Iglesia.
Y desde ahí dejar también claro que no hay ni habrá una plena comunión con la Iglesia sin una aceptación íntegra, gozosa y serena del concilio.
Pablo VI, en 1964, hablaba de “momento esplendoroso”. Todos sabemos, sin embargo, que en un inmediato post concilio no fue precisamente el sol el que lució. Densas tinieblas descendieron en la Iglesia y Pablo VI no dudó en afirmar que el humo de Satanás había penetrado en el templo santo de Dios. Atribuir la situación al Concilio sólo puede ser fruto de ignorancia o mala voluntad. Es cierto que muchos posconcilios han sido convulsos. Basta recordar lo que escribía San Basilio en su Tratado sobre el Espíritu Santo sobre la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea. La describía como una “batalla naval nocturna” de todos contra todos.
Pablo VI se refirió con tristeza y amargura a esta situación que él vivió como nadie en carne propia. El 29 de junio de 1972, confesaba creer en una realidad preternatural que había venido al mundo para confundir y sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y “para impedir que la Iglesia irrumpiese en un himno de alegría por haber adquirido en plenitud la conciencia de sí misma”.
Todo esto es cierto, pero también Pablo VI, proféticamente, había intuido un mañana ciertamente providencial que creemos que se está realizando y consolidando. ¿Ha llegado el tiempo del Vaticano II? En 1985, Joseph Ratzinger creía que el tiempo verdadero del Concilio Vaticano II “no ha llegado todavía, que su acogida auténtica todavía no ha comenzado; sus documentos fueron en seguida sepultados bajo una luz de publicaciones con frecuencia superficiales o francamente inexactas”. Y decía entonces que “la lectura de la letra de los documentos nos hará descubrir de nuevo su verdadero espíritu”.
Hoy, veintisiete años después, en la homilía del inicio del año de la fe, Benedicto XVI vuelve a insistir: “Por esto he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la “letra” del Concilio, es decir, a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos”.
Tal vez estemos en esta gran hora del Concilio, disfrutando ya de sus grandes aportaciones y en condiciones de comprenderlo de manera más madura y serena. Juan Pablo II, fue el Papa que articuló e implantó el Concilio. Los grandes documentos de su Pontificado, entre los que debemos destacar el Catecismo de la Iglesia Católica como uno de los mejores y más maduros frutos del Concilio, son buena prueba de ello.
Releer o, para muchos, leer por primera vez el Concilio nos ayudará en los objetivos del Año de la Fe. Así nos lo decía el Papa en la inauguración de este Año que hemos de vivir como una gran oportunidad en toda la Iglesia: “Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la Fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz… porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban”.
Para concluir esta reflexión confieso que hago totalmente mías las palabras con que Benedicto XVI concluía el imprescindible discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005: “Así hoy podemos volver con gratitud nuestra mirada al Concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”