Los dos pueblos de las dos ciudades de San Agustín.
San Agustín, siguiendo a San Pablo nos enseña que, así como Cristo es la cabeza de la Ciudad de Dios y el demonio es cabeza de la ciudad terrena, del mismo modo hay dos pueblos: el de los hombres que ponen su fin en la tierra esperando todo de ella, y el de los hombres que todo lo esperan del espíritu. Los que tienen su corazón en la tierra y los que lo tienen en las cosas del cielo.
Según el hombre mundano, el hombre pasa por distintas etapas: La primera etapa consiste en que, durante su infancia, todo se enfoca a los cuidados del cuerpo y a la subsistencia. La segunda etapa es la puericia, que es un poco antes de la adolescencia en la que se conservan pocos recuerdos. La tercera es la adolescencia, en que físicamente ya se es capaz de engendrar, aunque no haya suficiente madurez psicológica. Luego sigue la juventud en la que hay una participación social, sujeta a leyes civiles con una capacidad mayor para engendrar, pero exacerbada en lo que se refiere a la concupiscencia. A esta etapa sigue la ancianidad en que el hombre experimenta la muerte próxima. Por último, experimenta la decrepitud, que es un estar frente a la muerte hasta que llega la misma muerte que es inminente y que es el término de todas las etapas de la vida. De modo que, considerando la precariedad humana y desde un punto de vista meramente mundano, la vida del hombre es un caminar hacia la muerte de la que tiene la más absoluta certeza. Desde un punto de vista mundano, que coincide con la vida del hombre viejo contemplado desde su radical miseria, la muerte es el acabose de toda expectativa humana.
Pero en contraste con esta miseria del hombre viejo, el hombre cristiano es un hombre nuevo que conoce otras seis etapas en su vida que ya no son un camino a la muerte sino hacia la Vida. El fin del hombre cristiano es la contemplación, de tal suerte que, así como el fin del hombre viejo es la muerte sin muerte, el fin del hombre nuevo es la vida sin término. Se trata del hombre esclavizado por el pecado, frente al hombre que vive en la libertad de la justicia. Es así como tenemos dos hombres con vidas contradictorias entre sí: Por un lado, aquellos que están asumidos por la ciudad mundana cuyo principio es el amor desordenado a sí mismos; mientras los otros están asumidos por la ciudad de Dios cuyo principio es el amor a Dios. Por eso dice San Agustín que hay dos ciudades: Una la de los injustos y otra de los justos. Ambas ciudades prosiguen su marcha después del origen del género humano hasta el fin del mundo mezclados en cuanto a sus cuerpos, pero separados en sus voluntades. Sin embargo, el día del juicio, también sus cuerpos serán separados.
Todos los hombres y los espíritus insolentes, arrogantes y orgullosos que aman la dominación temporal y que buscan su propia gloria oprimiendo a los hombres, están unidos en conjunto a una misma sociedad. Frecuentemente pelean unos con otros luchando por sus bienes y por el peso de la codicia, permaneciendo unidos por la semejanza de su conducta y de su responsabilidad. Pero en contraste, todos los hombres y todos los espíritus que buscan humildemente la gloria de Dios y no la propia, y que con piedad le siguen, pertenecen a la misma sociedad. Sin embargo no hay que olvidar que en su inmensa misericordia, Dios es paciente con los impíos y les ofrece el medio de hacer penitencia y de enmendarse.[1]
La distinción entre los dos tipos de hombres radica en el vivir según Dios y vivir según el hombre. Los hombres que constituyen el pueblo de la perversidad, viven según el hombre, mientras los ciudadanos de la ciudad santa que siguen peregrinos en la tierra, viven según Dios y gozan en el bien. El hombre que vive según el mundo no deja de experimentar el amor de Dios, pero lo refiere a un bien exclusivamente intramundano.
Pero además, en los hombres de la ciudad de Dios, predestinados desde siempre a la visión beatífica resplandece la imagen de Dios restaurada por la redención.[2] Viven ya con Cristo y en Cristo.[3] De tal modo están unidos a Él que viven una comunicación íntima con Dios unidos en una ciudad santa que es la ciudad de Dios que es un sacrificio vivo Suyo y un templo vivo Suyo.[4]
Por eso los gobernantes verdaderamente cristianos se reconocen porque no se ordenan a la res pública y a los bienes intramundanos, sino a un fin trascendente. Un gobernante verdaderamente cristiano no desconecta el orden político del orden de la gracia. El gobernante verdaderamente cristiano ve al Estado como un instrumento útil que se subordina al Bien Supremo del cual depende y participa. Lo anterior porque el pueblo cristiano está constituido por los que aman los bienes en participación y dependencia del Sumo Bien. Por eso San Agustín define el pueblo cristiano como “el conjunto de seres racionales, unidos entre sí en cuanto aman las mismas cosas”[5]
De todo lo anterior podemos concluir que el cristiano ha de concebir la historia como una lucha constante entre los dos pueblos, el de Dios y el del mundo que constituyen la humanidad.
2 comentarios
Ardo en deseos de leer el próximo." "Los dos barrios en cada uno de los pueblos de cada una de las ciudades de San Agustín"
Y cuando pasemos ya al edificio va a haber tortas por leer su reflexión
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