La gran batalla
La gran batalla
A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final.(Gaudium et Spes, 37)
Prólogo
En la ciudad de México del 25 de septiembre al 2 de noviembre de 2014, unidos al movimiento internacional “40 Days for life”, más de 1300 voluntarios se reunieron a orar incesantemente y sin interrupción durante 40 días consecutivos frente a un Abortuorio privado. Unieron a su oración el ayuno realizando una vigilia pacífica e integrando una auténtica comunidad orante para pedir a Dios su misericordia, el fin del aborto y la conversión de México. Pero, ¿Por qué una campaña de oración? ¿Por qué orar frente a un abortuorio?
Para responder a esta pregunta, primeramente podemos considerar el significado humano, moral y social del aborto: El aborto es un crimen abominable. Constituye una gravísima injusticia: la eliminación directa de un ser humano inocente a través de diversos mecanismos que violentan la vida hasta causarle la muerte. La injusticia es aún mayor si se considera que son los propios padres los que solicitan la ejecución de la persona y que la sentencia es realizada por personal médico que debería de estar al servicio de la salud y de la vida.
Además podemos señalar sus proporciones e implicaciones culturales: en la Ciudad de México, como en muchos otros países y regiones del mundo, el Estado ha decidido arbitrariamente excluir del derecho fundamental a la vida a un grupo importante de personas humanas: a todas las personas que se encuentran en la primera fase de su desarrollo biológico, desde su primer instante de existencia en la concepción hasta un periodo de tiempo determinado más bien por las posibilidades técnicas de los procedimientos homicidas que por cualquier otro motivo de racionalidad.
En la capital de México el aborto es legal hasta la doceava semana de gestación. Desde el año 2007 se han realizado alrededor de 126,000 abortos gratuitos en hospitales públicos y más de 65,000 abortos sólo en la internacional abortista Marie Stopes que tiene 6 abortuorios instalados en la ciudad, además de los realizados y no contabilizados en los (al menos) 34 abortuorios privados más.
De modo que se trata de un crimen legal, promovido y realizado por el estado, de proporciones masivas y pérdidas irreparables. Es un auténtico «holocausto silencioso» y una práctica genocida que experimenta un crecimiento anual sin precedentes. Este crimen destruye la vida de cientos de miles de personas, destruye la conciencia, el corazón, el alma de cientos de miles de madres, de cientos de miles de padres, destruye cientos de miles de familias, y lesiona gravemente a la sociedad. Pero, ¿Por qué enfrentar este crimen a través de la oración y del ayuno, por qué de esta manera?
Finalmente, y de un modo más decisivo podemos considerar el significado teológico del aborto en la historia humana. En efecto, el «holocausto silencioso» no sólo tiene un significado humano profundamente trágico y devastador, sino que tiene un significado espiritual más radical, que se descubre a la luz de la Fe, de la Palabra de Dios y de las enseñanzas morales y doctrinales de la Iglesia. Las siguientes reflexiones pretenden profundizar en el sentido teológico de la lucha contra el aborto para poder iluminar cada acción concreta y descubrir su valor auténtico.
La Contemplación de la Historia
El 12 de Mayo de 2012, Benedicto XVI reunido con los Señores Cardenales dijo:
Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y que es necesario entrar en lucha contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos, cruentos, con distintas formas de violencia, pero también enmascarado como el bien, destruyendo así las bases morales de la Sociedad. (BENEDICTO XVI, Discurso a los Cardenales, 12 de Mayo de 2012)
Con estas palabras el Papa emérito afirmó un hecho notable: en la historia, en nuestra historia, en el «hoy » de nuestro horizonte temporal somos testigos de las pretensiones del mal de ejercer su dominio en el mundo, en la sociedad, en las personas.
Este hecho es percibido y juzgado por el papa como un hecho que confronta a cada persona y como un hecho que confronta a toda la comunidad eclesial. Esta constatación fue una ocasión para Benedicto XVI de recordar el carácter «militante» de la Iglesia. La Iglesia es «ecclesia militans», porque está llamada a luchar contra el mal. No puede observar pasivamente la lucha que el mal ejerce en la historia para establecer su dominio, sino que está llamada a enfrentarlo, y cada cristiano está llamado a tomar parte en esta lucha.
Esta mirada contemplativa, al considerar la historia, renueva la conciencia que los fieles cristianos siempre han tenido de participar en la gran lucha contra el mal que realizó, Jesucristo, el Redentor del hombre, no sólo en cuanto a que cada uno de ellos, con el auxilio de la gracia, debe luchar contra el pecado, contra la tentación y contra el mal que particularmente lo asecha, sino también por cuanto se sabe solidario de sus hermanos en sus luchas particulares.
Más aún, la meditación del carácter «militante» de la Iglesia reafirma la conciencia de la lucha comunitaria y personal en la que existe una cierta corresponsabilidad en el sentido de que la respuesta libre de cada persona a la gracia afecta también a los demás e impacta notablemente la historia en el contexto de esta lucha.
De este modo, la dimensión comunitaria del combate espiritual, adquiere un sentido más amplio en relación al sentido de la historia humana: la historia misma aparece bajo el signo de la tensión y del combate que ejerce Cristo, unido a su cuerpo, la Iglesia, contra el pecado y contra el mal. Esta lucha es un combate decisivo y trascendente para todas las personas y para cada persona. El mal asecha a toda la humanidad, a cada persona y a la comunidad humana en su conjunto. El combate, aunque tiene como escenario la historia, el tiempo y el espacio humano en el que fuimos llamados a existir, trasciende los signos visibles del «hoy» y del «ahora», puesto que en él está en conflicto la salvación misma de las almas, y el destino de toda la creación, particularmente de la sociedad humana en su conjunto y de su relación con el cosmos.
Esta lucha, trascendente en el tiempo, se manifiesta ante los ojos del Papa Benedicto XVI particularmente en dos hechos notables: la violencia contra la vida y el relativismo moral. Estos «signos de los tiempos», que representan el esfuerzo del mal por dominar el mundo se elevan ante nuestros ojos con una fuerza alarmante pues se presentan en el tercer milenio con un dramatismo particular: los atentados contra la vida humana no disminuyen y el relativismo moral impera sobre las conciencias y sobre las sociedades humanas con una potencia terrible. En relación a esto el gran papa S. Juan Pablo II denunció con fuerza la gravedad de ambos hechos y su mutua relación:
Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 4.)
Estos dos hechos, la violencia contra la vida y el relativismo moral, están relacionados y no son ajenos el uno al otro. El relativismo moral, oscurece la conciencia hasta llegar al «eclipse del valor de la vida», al eclipse respecto al bien y al mal que no sólo oscurece el juicio personal sino que oscurece también la aceptación o el rechazo social a los crímenes contra la vida disimulando su gravedad, permitiéndolos y en ocasiones hasta promoviéndolos incluso a través del estado.
La dimensión social del «eclipse de la conciencia» y sus necesarias consecuencias comunitarias, políticas, sociales y hasta jurídicas consolidan una estructura, que favorece notablemente el dominio del mal en el mundo hasta el punto de generar una auténtica cultura de muerte:
… estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte ». (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 4.)
De este modo, podemos decir que la batalla, la gran lucha de la que habla la Constitución Pastoral, Gaudium et Spes, se da en la cultura. Es un hecho que afecta a las bases mismas de la civilización y a su futuro histórico como también enseñó en numerosas ocasiones el Beato Paulo VI. Es en la cultura, en donde la Iglesia debe enfrentar el dominio del mal. Es necesario, pues, realizar un cambio cultural, que oponga al poder de las tinieblas la luz de Cristo. La luz del Redentor ilumina las más densas tinieblas incluso en medio del «eclipse de la conciencia» que oscurece comunidades enteras. La Iglesia y los discípulos de Jesús, unidos a Cristo estamos llamados a enfrentar el mal oponiendo la luz de Cristo a las tinieblas del relativismo:
« Vivid como hijos de la luz… Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 95.)
En la «raíz» del «eclipse de la conciencia» se encuentra el «eclipse del sentido de Dios». Esta relación entre muerte, inconciencia y rechazo de Dios tiene una fuerte base teológica. Aparece en el relato de la caída en el Génesis (Gn 3, 1-24). El rechazo de Dios, la exclusión de Dios, implica, por un lado, un rechazo a la norma moral, un intento de autonomía absoluta respecto al bien y al mal en cuanto determinados por Dios, y, por otro lado, un rechazo al hombre mismo a su vida y a su dignidad. El hombre rechaza a Dios para hacerse dios y determinar por sí mismo el bien y el mal, pero al hacerlo se extravía a sí mismo. En el grave contexto del «secularismo» imperante en gran cantidad de países en el tercer milenio no podemos olvidar la relación que existe entre ambos eclipses, entre ambas tinieblas, y la violencia contra la vida.
En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte » … es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 21.)
En el mismo relato de la caída, aparece la tensión de la lucha entre una fuerza que se opone a Dios y el plan divino para la creación. La «Serpiente» representa claramente la oposición a Dios, el «mal» que quiere ejercer su dominio ocasionando la muerte a través de la desobediencia y del relativismo moral. En efecto, para promover la muerte, la «Serpiente» introduce primero sospecha respecto a la norma moral para después prometer una nueva luz sobre el «bien y el mal» que haría a los hombres como dioses, liberándolos de los preceptos divinos, elevándolos por encima de ellos y sometiéndolos a su arbitrio, es decir, haciéndolos relativos.
La «Serpiente Antigua», sin embargo, representa algo más: a Satanás, y a los demás espíritus malignos que libremente han caído en desgracia y vagan por el mundo para la perdición de las almas. De modo que la lucha, a la que está llamada la Iglesia es una lucha contra el mal, contra el pecado, contra el error que oscurece la conciencia y contra el demonio mismo.
Es una lucha contra un ejército de creaturas espirituales que han caído en corrupción y que se oponen al plan de Dios actuando directamente en la historia humana engañando a la humanidad. Así lo enseña sin titubeos San Pablo a los Efesios: Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. (Ef, 6,12)
La Iglesia militante, entonces, enfrenta al demonio, quien desde el principio promueve la desconfianza y la rebelión respecto a la voluntad divina promoviendo la muerte y la destrucción de la vida humana. Esta secuencia dramática está también en el libro de los Orígenes: al pecado de Adán, le siguió el fratricidio de sus hijos.
En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que «era homicida desde el principio… Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre». (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 8)
En el Evangelio de la Vida, San Juan Pablo II, señala con toda claridad la relación que hay entre estos elementos que hemos señalado: la violencia del hombre contra el hombre y la destrucción de la base moral de la Sociedad. Ambos atentados contra Dios, son realizados por el hombre engañado por Satanás. Así, él, quien es el padre de la mentira, se goza en el engaño que introduce sospecha y relativismo moral, se goza en la muerte de las personas que ocasiona y se goza en su perdición:
Sólo Satanás puede gozar con ella [la muerte]: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también « mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 53)
Ahora bien, esta batalla contra el mal, contra Satanás (Jn 12, 31), contra el error (Jn 18, 37) y contra el pecado (Jn 1, 29) en la que la Iglesia está históricamente inserta y que aparece a nuestros ojos, es precedida y preludiada por el combate decisivo que ha llevado a cabo Jesucristo (Jn 16, 11). En efecto, por el pecado, la humanidad fue derrotada (Rm 3, 23) y puesta bajo el dominio de la muerte (Rm 5,14) y del enemigo (2 Co 4,4), como enseña numerosas veces el Apóstol. Pero Dios no la abandonó ni al pecado ni a la muerte sino que inmediatamente a la caída prometió la redención (Gn 3,15), preparó la venida del Salvador (Lc 3, 23-38; Mt 1, 1-17) y dispuso en su providencia la Encarnación del Hijo para vencer a las tinieblas del pecado (Jn 1, 1-18), sanar a la humanidad herida y participar a los hombres de su victoria y de su vida misma (Jn 10, 10).
Así, llegado el momento oportuno, Jesús, el Hijo de Dios, enfrentó al demonio, a través de su oración y de su ayuno (Mt 4, 1-9; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13), a través de su obediencia inmaculada al Padre Eterno (Rm 5, 19), y de modo eminente a través de su sacrificio y muerte en Cruz (Jn 12,32). Predicó y enseñó durante tres años oponiendo al error, a la mentira y al engaño la luz de su sabiduría. Expulsó a los demonios, curó a los enfermos, levantó a los muertos, y perdonó los pecados señalando la irrupción de un nuevo dominio sobre el demonio, sobre el pecado y sobre sus consecuencias: el reino de los cielos.
En efecto, anunció la llegada del reino, un reino de vida, de gracia, de paz, de comunión profunda con Dios en el que el demonio no tendría poder definitivo. Enfrentó al pecado, llevándolo sobre sí mismo como siervo sufriente (Is 53), y sometiéndose a la muerte. Y su combate victorioso, en la cruz, es paradójicamente el momento de mayor oscuridad (Lc 23, 44) y de mayor luz (Jn 8, 28) en la historia: en el Calvario se puede percibir toda la fuerza de las tinieblas, todo el poder del mal, todo el peso del pecado, el acontecimiento de mayor dominio del enemigo, hasta la muerte del Hijo; en el Calvario se puede percibir toda la fuerza de la luz, todo el poder del bien, de la fuerza liberadora de la verdad, de la obediencia inmaculada, del amor, del establecimiento del dominio definitivo de Dios sobre la humanidad, hasta el sacrificio del Hijo, que alcanza el perdón, la vida eterna y la redención.
Es precisamente en la Cruz, en donde se vence al pecado y a la muerte. Allí venció Jesús y allí vencerá la Iglesia en su misión histórica con la fuerza de la gracia que brota del Calvario. Allí, “lucharon vida y muerte en singular batalla y muerto el que es la vida triunfante se levanta”. Allí, encontramos la luz más nítida, más excelsa y más esplendorosa que disipa todas las tinieblas y nos da la gracia para permanecer firmes en medio de la lucha que enfrentamos en este tercer milenio:
Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 50)
En el Misterio Pascual, Jesús ha salido victorioso, ha destruido a la muerte, ha vencido al pecado (1Co 12, 55-57) y ha establecido su reino (Col 2, 14). Su lucha y su victoria da a la Iglesia la fuerza espiritual para enfrentar el mal y vencerlo (Lc 22, 33). Así, la victoria que ya reviste la cabeza llegará a todos los miembros, que todavía sufren a causa de esta lucha como dolores de parto (Ga 4, 10) mientras atraviesan su peregrinación terrena hacia la casa del Padre. Esta fuerza espiritual, la gracia divina, se nos da a través de la vida sacramental, de la oración y de la adhesión a Cristo (Jn 15, 5).
Sólo a través de la gracia el hombre pecador puede, con el auxilio divino, enfrentar las fauces del León (1 Pe 5, 8), el fuego del dragón (Ap 12, 3) y tener esperanza de victoria, no en sí mismo que por sí mismo él ya había sido derrotado, sino en el Cristo victorioso que vive en Él (Ga 2, 20) y que combate en Él por gracia. Sin Él nada podemos hacer, pero con Él, con su gracia y en su nombre, estamos llamados a resistir (St 4,7) y a luchar contra el dragón que quiere devorar a la humanidad.
Pongamos atención a esta última figura. En el libro del Apocalipsis (Ap 12, 3-17) aparece la figura del Dragón, que se opone al Salvador e intenta destruirlo en medio de la gran batalla que hemos descrito. Aparece también la mujer, que representa, a la Iglesia que resiste con los auxilios divinos la violencia del enemigo mientras atraviesa el desierto de la prueba de los siglos.
Hagamos una consideración más, basándonos en este texto. La mujer representa, también, para los Santos Padres a María, la Madre de Dios, quien toma parte fundamental en la lucha, no sólo en el tiempo de su vida modesta sino también en los tiempos de su glorificación en los que la Iglesia goza con el consuelo de su intercesión y protección. En esta escena vemos representada toda la historia de la humanidad desde el punto de vista teológico y María también nos ayuda a comprender su dimensión más profunda:
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 104)
De la contemplación a la acción
Con el auxilio de María, a la luz del Evangelio, y orientados por el Magisterio de la Iglesia, podemos profundizar en la misión de la Iglesia en el tercer milenio a la que con tanta fuerza nos llama el papa Francisco en el «hoy» y en el «ahora» que es nuestra responsabilidad y nuestro deber.
Estamos llamados a combatir por la salvación de las almas y por la gloria de Dios, quien es agraviado en cada vida humana destruida y en cada vocación trascendente frustrada. La lucha se debe de dar en todos los niveles de la cultura, según lo enseña S. Juan Pablo II en El Evangelio de la Vida y precisamente en la vida pública de donde el secularismo ha excluido a Dios con consecuencias gravísimas: en el ámbito familiar, educativo, profesional, social, jurídico y político.
No debemos tener miedo de salir a las calles, a ir a las periferias existenciales (FRANCISCO, Evangelii Gaudium,20), allí donde, precisamente, se percibe más la ausencia de Dios y el dominio del mal, a anunciar el Evangelio y liberar a los oprimidos por el mal. Particularmente a los que en la cultura de muerte son más vulnerables: los niños no nacidos, los débiles, los enfermos, los ancianos y los excluidos. Debemos atrevernos a ir a las periferias culturales, a través de acciones concretas y con la fuerza que viene de Dios. Salir con la conciencia clara de que toda acción debe brotar de nuestra unión con Cristo porque sólo su fuerza puede oponerse a la muerte y al pecado como también nos ha insistido Francisco.
Toda acción en favor de la cultura de la vida y en el combate contra el dominio del mal, debe estar animada con la fuerza que nos viene de la vida sacramental y de la Palabra de Dios, debe surgir de la oración personal y comunitaria, del ayuno, del sacrificio, de la penitencia, que nos une más profundamente a Dios en la vida teologal y debe tener en cuenta el sentido trascendente de la lucha.
La oración no sólo es una de las armas fundamentales que tenemos para combatir el mal y el pecado sino que es la fuente de donde todas los demás actos y obras adquieren su eficacia y su inspiración correcta. La oración es eficaz. El poder de la oración puede disipar las tinieblas, expulsar a los demonios preservar a las almas del pecado y salvar vidas de su destrucción. La oración no sólo nos vivifica en el combate, sino que ella misma es combate como nos enseñó Nuestro Señor. En el tercer milenio, marcado, como señaló Benedicto XVI, por la lucha contra el mal, urge revitalizar el carácter militante de la Iglesia a través de la oración y a través de las palabras y de las obras que broten de ella y que se dirijan a hacer oposición a la cultura de muerte que nos asecha:
Es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 100)
Epílogo
Con estas reflexiones quiero hacer un homenaje público a todos los voluntarios de 40 días por la Vida, en todo el mundo, y particularmente en México. La comunidad orante en México, en las calles, en las periferias existenciales, allí donde mueren miles de inocentes, fue un «signo vivo» del combate real entre la vida y la muerte, entre la luz del Evangelio y las tinieblas que eclipsan la conciencia de casi toda una Ciudad aletargada. Durante 40 días oraron incesantemente enfrente de un abortorio, dando un combate espiritual intenso, profundo, evangélico y fecundo.
Fue un combate comunitario, fue un combate real: la batalla es real, la vida es real. Se rescataron vidas, se preservaron almas del pecado del aborto y se movilizaron miles de conciencias. Muchos se acercaron a los sacramentos y muchos más se formaron espiritual y doctrinalmente en el mismo lugar de la muerte.
Se encendió una luz que ardió con elocuencia y con belleza. La fuerza de la oración movilizó muchos corazones al arrepentimiento, a la conversión, a la purificación y a la entrega generosa. El resplandor de la cruz se hizo presente en favor de las víctimas inocentes del aborto que en este lugar y en todo el mundo eran ejecutadas, en favor de sus madres y de sus familias, y en favor de toda la comunidad orante. Al menos durante este tiempo, y en este lugar, estos pequeños no murieron solos, murieron acompañados y encomendados por las oraciones vivas de sus hermanos que a unos cuantos metros los amaban, los lloraban y los entregaban a Dios con el corazón lleno de compasión.
Que Dios mismo que ha escuchado esta gran oración por la vida siga inspirando a todos los voluntarios que ya formaron parte de esta gran vigilia y a muchos más a orar por la vida, a combatir el mal por la vía pacífica de la oración y de la compasión, y a realizar acciones concretas eficaces, diversas y creativas para transformar la cultura y para derogar las leyes inicuas que promueven el crimen del aborto.
Que esta oración sea el preludio de un movimiento espiritual más grande que resuene en todo el país y logre una transformación real, para gloria de Dios, salvación de las almas y defensa de la vida humana.
Andrés Esteban López Ruiz, diácono