Aún nos queda la esperanza
Hoy también para los cristianos –y tal vez con muchos más motivos– el Señor podría repetirnos a cada uno la tremenda pregunta de los Improperios, de la liturgia de cada Viernes Santo: ¡Oh, pueblo mío, ¿qué mal yo te he hecho, en qué te he ofendido?! No es fácil la respuesta, ni muchísimo menos. Al menos, para nadie que sea sincero. Lo que pasa es que somos como la pared de un frontón: lo devolvemos todo.
Parece mentira que pueda más, que tenga más valor para muchos el relativismo que el evangelio; nuestro egoísmo que la muerte de Cristo en la cruz.
Recordemos que él abrió el mar Rojo para que pasara el pueblo perseguido; que durante 40 años una columna de fuego los guiaba en la noche; que en pleno desierto les regaló el maná y las codornices; que de la peña hizo brotar agua para que apagasen la sed; que hirió a los reyes cananeos; que dio al pueblo un cetro real, y que con gran poder lo llevó a la tierra prometida.
En cambio nosotros, como torpe respuesta a sus muestras de amor, lo llevamos acusado ante Pilatos; le escupimos, lo abofeteamos y lo azotamos; lo coronamos con una corona de espinas; cuando nos pidió agua porque tenía sed le dimos vinagre y hiel; le abrimos el costado con una lanza y, por si era poco, lo colgamos del patíbulo de la cruz.
¿En qué nos ofendió? ¿Qué mal nos hizo? Ninguno, por supuesto. Por eso nuestro proceder ha sido y sigue siendo canallesco. ¿Que tú no estabas allí? Sí, sí que lo estabas. Cada vez que hoy te irritas y saltas a la yugular de tu hermano (tu mujer, tu marido, tu hijo, tu padre, tu profesor, tu párroco, tu carnicero, etcétera), cada vez que juzgas, cada vez que mientes a sabiendas de que estas mintiendo, cada vez que ante los demás denigras a alguien, cada vez que dejas de amar, cada vez que te alejas de la voluntad de Dios, estás –¡estamos!– devolviendo mal por bien. No cumplimos aquello de que la venganza cristiana es responder con el bien al mal que creemos recibir.
Hágios o Theós, Hágios Ischyrós, Hágios Athánatos, es decir, Santo es Dios, Santo y fuerte, Santo e inmortal. Pero nosotros, ¡cómo el que oye llover! Cada vez más alejados, cada vez más fríos a su amor, cada vez más lejos de la humildad, cada día más dioses de nosotros mismos, más apegados al dinero, como si en el mundo no hubiese otras cosas que anhelar.
Nosotros, los seres humanos, fuimos y seguimos siendo todo para Dios. Prueba de ello es que entregó a su único Hijo a la muerte para que nosotros pudiéramos salvarnos. Y le respondemos con la soberbia, el orgullo, la ira, la pereza, la envidia, la lujuria y la avaricia entre otras lindezas. La fe, la esperanza y la caridad, para la semana que viene; dar posada al peregrino, vestir al desnudo, dar de comer al hambriento o cuidar a un enfermo… ¡oiga, que yo no soy hermanita de la caridad!; de exigencias, las justas.
Menos mal que la paciencia de Dios forma parte de nuestra salvación y aún nos queda la esperanza.
Antonio Arias Crespo
3 comentarios
Para lo espiritual, "no tenemos tiempo". A veces cuando hago una visita al Smo. en el Sagrario, suelo estar 20 o 30 minutos y veo como pasan personas a la Iglesia o la Capilla y están un minuto dos a lo sumo.
Para Dios, no tenemos tiempo....Cuanto mejor nos iría, si dedicásemos más tiempo a la oración, la meditacion con Dios y fruto de esto, serían las buenas acciones, ayuda al prójimo, limosnas y donativos, que confortarían nuestra alma, y nos librarían de muchas tribulaciones que tanto daño nos hacen.
La relatividad y el confusionismo nos desvían del camino recto, y así la vida se nos complica. El poder del mal, nos envanece y la soberbia nos hace mirar a los demás por encima del hombro.
Carecemos de la humildad necesaria para saber, que somos mortales y nada de este mundo nos dará la felicidad completa.
Jesucristo nos dice en los Evangelios: El que se humille será enaltecido y el soberbio será humillado. Pero no aprendemos, casi siempre caemos en los mismos errores. No aceptamos el dolor con cristiana resignación y huimos del sacrificio y la ayuda al necesitado, y nos metemos en nuestro propio Yo.
Nos vendría bien, más reflexión y más tiempo de oración y comunicación con Dios, en la intimidad y en comunión con los demás hermanos.
Un sacerdote, es el hermano y el amigo, que nos habla de Dios y nos perdona nuestros pecados, en el nombre del Señor. Nos aconseja en nuestras penas y tribulaciones y nos acompaña en el dolor.
Por eso, pidamos a Dios por el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, porque gracias a Dios y a ellos, nuestra vida será más libre, más acogedora y más bella a los ojos de Dios y de los hombres.
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