Carta abierta a Monseñor Omella
Por desgracia empezamos a estar cada vez más acostumbrados a leer todo tipo de críticas a obispos, cardenales, sacerdotes y hasta a algunos Papas en todo tipo de medios de comunicación, ya sean católicos o no.
Debo decir que en un tiempo me parecía incluso constructivo que desde algunos medios católicos se sacara los colores de aquellos que, debiendo defender la Fe del rebaño que deben pastorear, equivocan aparentemente la doctrina, la liturgia, las tradiciones de la Iglesia provocando en ocasiones la confusión del pueblo fiel.
Sin embargo, poco a poco, iba descubriendo que, cuanto más leía críticas y más me forjaba opiniones sobre tal o cual miembro de la jerarquía, más se me iba nutriendo en el corazón una sensación de tristeza, de hastío, de sinsentido. Esa sensación de sabor amargo que tan bien conoce mi alma. El gusto del corazón entristecido por la carga del pecado.
No voy a ser yo quien diga que no se debe opinar o que los medios de comunicación no están legitimados para hacerlo. No voy a ser yo quien diga que se debe ser un borrego clerical, que los curas y sacerdotes siempre tienen razón, que no hay que enseñar al que no sabe ni señalar el error. Lo que pasa es que he ido descubriendo que en el tiempo en el que participaba asiduamente de blogs y foros el espíritu de la soberbia crecía en mí, que la sana crítica que leía y hacía cada vez era más crítica y menos sana. Y sobre todo, que cada día que pasaba, la imagen que se formaba en mi cabeza de cómo debería ser la Iglesia se alejaba más y más de cómo es la Iglesia. Iglesia formada por hombres pero querida y defendida por Dios. Depositaria de la Sabiduría. Único camino de salvación.
Por eso decidí permanecer en el silencio. Porque si no tenía nada bueno que decir de mi Madre, mejor callarme. Porque no me corresponde a mí otra labor que no sea la que me ha sido conferida en el bautismo: Anunciar la Buena Nueva.
Finalmente, hoy he querido romper el silencio para BienDecir. Porque, cuando hable o escriba públicamente, me gustaría hacerlo sólo para BienDecir.
Y hoy quiero hablar bien de mi Obispo. Monseñor Juan José Omella Omella, obispo de La Calzada-Calahorra-Logroño.
Cómo muchos sabréis, pertenezco a una comunidad neocatecumenal y ayer hicimos el paso de la Traditio, en el que la comunidad es enviada a anunciar el evangelio.
Se discute en muchas ocasiones el hecho de que la praxis neocatecumenal sea vivir la Fe en una pequeña comunidad. Que “los kikos” se vayan a sus “salas escondidas” lejos del resto de la parroquia. Se dice que nos apartamos de los demás feligreses.
Es cierto que la didáctica del Camino Neocatecumenal pasa por vivir la Fe en pequeñas comunidades, que cada comunidad intenta celebrar la Eucaristía reposadamente, en una salita acorde al número de hermanos que la componen. Pero no es menos cierto que el camino debe llevar al catecúmeno, y en mi caso así ha sido, a amar cada vez más y más a la Iglesia.
Porque yo, que siempre he estado dentro de la Iglesia, he vivido lo más lejos que se puede vivir de ella. Sin conocerla, sin apreciarla, sin quererla.
Sintiendo tantas y tantas veces que mi Fe, mi lucha por la conversión diaria, mi esfuerzo por acercarme a Cristo no le importaba a nadie.
Pero ayer todo cambio, porque es verdad que todo llega y a las seis de la tarde, el Señor obispo, MI obispo, decidió acompañar y enviar a la misión a 25 hermanos que están muertos de miedo.
Y allí estaba, en una pequeña sala de un sótano, haciendo presente al colegio apostólico, mostrando como el pastor del rebaño sí se preocupa de sus ovejas. Dándonos una palabra de afecto, de ánimo, de apoyo. Proclamando una vez más la Única noticia que vale la pena. El Amor hecho Carne.
Debo deciros que tengo el corazón lleno de gozo. Porque ayer Monseñor Omella, un hombre sencillo, como tú y como yo, vino a hacer presente a la Iglesia, que es capaz de bajar a un subterráneo para buscar a sus hijos y entregarles la Palabra y el Espíritu.
Y yo, en mi Obispo, vi a Pedro, a Santiago, a San Agustín, a Santa Teresa de Ávila, a los mártires, a mis abuelos y a todos los familiares que me precedieron en la Fe, y vi a todos los parroquianos con los que me cruzo sin mirarme… vi a un Pueblo Vivo que, entre espinas y abrojos, camina tras las huellas de su Señor.
Y me sentí mas arropado que nunca.
Gracias Monseñor Omella.
Óscar
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