(105) La pobreza no es una virtud... (I) (Fray M. Petit de Murat)
Así comienza un artículo del p. Petit de Murat, originalmente dirigido a religiosos pero muy provechoso para todo cristiano. Aprovechando el entusiasmo de algunos lectores ante el “descubrimiento” de este fecundo sacerdote de Cristo, nos pareció muy oportuna esta reflexión suya sobre un tema que hoy es bastardeado y simplificado por el lenguaje común buenista. Así, falsifica la caridad cuando la limita a saciar la pobreza con bienes finitos, teniendo a Dios únicamente como “añadidura” no sólo optativa sino incluso prescindible.
¿Cuántos de los afanados por resolver la pobreza del mundo, reconocen de veras el hambre más intensa, y son capaces, como el Cura de Ars, de enseñar el Camino al Cielo -solución de todas las pobrezas y miserias-? ¿Qué significa la propuesta de vivir la pobreza para seguir más de cerca a Cristo?
Se oye hablar mucho de la opción preferencial por los pobres, pero a menudo se dejan de lado ciertas consideraciones necesarias para poder razonar de manera católica. Y así tenemos las consecuencias que padecemos… Nos preguntamos si en el fondo, esta insistencia casi exclusiva hacia los que carecen de bienes materiales, no encierra la íntima convicción de que éstos son lo “único necesario”.
Y por favor, no me salgan aquí con que minimizo la atención de los pobres, que desde hace dos mil años han sido hijos predilectos de la Iglesia-Madre y de todos sus hijos fieles. Pero se tenía suficientemente claro que la raíz era el pecado, y contra éste dirigía sus empeños apostólicos. La atención a los pobres era un medio de santificación propia y salvación del prójimo, y no un fin en sí mismo, reductible a filantropía. Hoy muchos identifican la caridad con la solicitud hacia los pobres, pero no se tiene en cuenta que la mayor caridad es brindar el pan de la Verdad, ya que en última instancia, toda pobreza -física o espiritual- proviene del pecado, esto es, del imperio de la Mentira sobre almas y pueblos.
De este modo, como señala el p. Iraburu, “Mientras no haya también en la posesión de los bienes materiales una mayor homogeneidad entre religiosos y laicos, éstos permanecerán atrapados en las mallas condicionantes de un mundo tópico…”
¿Cómo resolver la pobreza sin atacar decididamente sus causas, o sin insistir en la conversión de las almas? ¿Hallaremos la solución con esfuerzos conjuntos entre la verdad y la mentira, entre el agua y el aceite? Veamos pues, ¿Qué es la pobreza? ¿Qué es la riqueza que se debe rechazar, y la que deberíamos anhelar? ¿y quiénes son los pobres?¿Por qué Nuestra Señora habla en Fátima de “los pobres pecadores"?…
Mientras tanto, la prédica de la pobreza evangélica como modelo de seguimiento de Cristo no goza hoy de su mejor momento. Baste mirar los “problemas” que tienen algunas congregaciones e institutos que pretenden vivirla más radicalmente…Pero no creamos que es una cuestión que atañe sólo a religiosos, pues como bien señala el p. Iraburu, “Mientras no haya también en la posesión de los bienes materiales una mayor homogeneidad entre religiosos y laicos, éstos permanecerán atrapados en las mallas condicionantes de un mundo tópico…”
Encomendamos, pues, a Sto. Tomás de Aquino el fruto de estas líneas.
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LA POBREZA (P. Fr. Mario J. Petit de Murat O.P.)
“Ita et nos cum essemus parvuli,
sub elementis mundi eramus servientes“
(San Pablo - Gal. 4, 3)
I. Teología de la Pobreza
La pobreza no es una virtud, sino el resultado de todas ellas.
El hombre en la tierra y sin un gran grado de perfección, no puede concebir hasta qué punto se ha realizado en el hombre común, el desorden del pecado.
Se tiene por natural un estado de desorden habitual: la conversio ad creaturas del pecado, se ha estabilizado en toda la naturaleza humana bajo la forma de disposiciones que orientan las potencias del ser humano: hacia la criatura y hacia las criaturas.
a. Hacia la criatura.
El pecado dedica la criatura a la criatura. Con el orgullo, la criatura se cierra sobre sí y se toma por punto absoluto de referencia final de su propio ser, y como ley última de su obrar.
Esto que, expresado, parece tan extraño, está en el común de las gentes. El hombre encumbrado por la clase social a que pertenece o por cualquier otro título que lo distinga de los demás hombres, convierte -por lo general- esa dignidad en una implantación absoluta de sí; se erige como una criatura excelente y su excelencia consiste en no decir referencia a otra cosa que no sea él mismo.
Nuestra observación podría recorrer las múltiples diferenciaciones establecidas en la sociedad humana, por principios convencionales o reales y también por los oficios; en todos los individuos cualquiera sea su índole hallaremos el mismo proceso: la criatura que comienza en sí. En una palabra, el pecado ha intentado robar la “aseidad” de Dios y pretende instituirla como propiedad de la criatura. Es evidente que cuando un hombre conversa de sus derechos y de sus relaciones con los demás, el punto de referencia terminal es él mismo. Con la ruptura de las clases sociales, cuya organización daba una visión clara a los hombres rudos de su depender de otra, hasta el mismo hombre de condición humilde padece el orgullo más grosero; el cual por su completa falta de cultura no dispone de recursos para disminuirlo y así se manifiesta en su forma más burda y chocante que es la necedad. El hombre rudo de hoy se repliega sobre sí bajo la forma de ese oscuro defecto; está en una habitual expectativa de la ofensa, la alusión, la indirecta, que le puede llegar. Sabiéndose desprovisto de dotes que lo pueden hacer lucir ante los demás, recela de continuo tomado por el temor de que pueden lesionarle su excelencia negativa.
La necedad es el orgullo vacío de toda dote donde éste pueda cebar su apetito de excelencia.
Desgraciadamente, tal es el orgullo del proletariado: una necedad sombría y desvelada sobre sí misma, temiendo de continuo el ultraje y la humillación.
b. Hacia las criaturas
Lo que queda dicho en el párrafo anterior constituye el primer pecado, origen de todo otro. La consecuencia de este primer pecado es la diametralmente opuesta a lo que la soberbia busca y espera. Tanto como se ensalza es, por ese mismo acto, humillado. Su intención es una, pero otra muy distinta la posibilidad de su naturaleza. En una palabra: el orgullo es una intención vacua que no encuentra respuesta en nada de lo creado. La naturaleza humana del mismo soberbio y de las cosas que el soberbio toca, se encargan de vengar al Señor. Por eso uno de los nombres del Altísimo es: Dios de los Ejércitos.
El pecador, por el solo hecho de pecar, se somete a cosas inferiores a él. Tanto, cuanto quiso ser por sí y absoluto, resulta uncido a apetitos inferiores, los cuales lo arrastrarán cada uno hacia su objeto.
De aquí se siguen de inmediato dos castigos del pecado:
a) el alma espiritual de ese hombre queda oprimida por sus afectos a seres pequeños que nunca podrán saciarla;
b) como cada apetito inferior y sus pasiones no tienen otra actitud que la de alcanzar un bien parcial sin poderlo connotar con respecto de las exigencias de la persona humana en cuanto tal, acaece que el pecador es desgarrado por esos apetitos inferiores por cuanto que el objeto de uno es necesariamente muy distinto del objeto del otro. Así la ira lo arroja contra el mal que le es odioso, en cambio el temor lo retrae de ese mal, y la tristeza permite que ese mal lo aplaste. Ante un bien particular sucede otro tanto. Por la alegría de la esperanza se precipita, ilusionado, concibiendo que allí está todo su bien; si lo logra pronto lo abarca tal como es, limitado, y gusta el mal que ese bien efímero necesariamente implicaba; entonces la alegría de la esperanza se trueca en fastidio, es decir, en una repugnancia decepcionada.
Vemos aquí claramente cómo el pecado somete a toda la naturaleza humana a una grave esclavitud. El hombre quiere prescindir de Dios -Aversio a Deo- y necesariamente vuelca las exigencias de su apetito natural en las criaturas; este apetito, de suyo constante e incoercible, consiste en una tendencia esencial de depender de otro. Dicho apetito es la primera e inmediata versión dinámica de toda la potencialidad entitativa de la forma sustancial humana. Esta consiste nada menos que en una potencialidad, no con respecto a un bien particular, sino de todo el bien. Semejante caudal, al no ser ordenado por la voluntad libre hacia la fuente inagotable de todo bien, Dios, es volcado por esa misma voluntad mediante la ilusión, en el bien exiguo de las criaturas. De esta manera, queda sojuzgado a porciones brevísimas que no hacen otra cosa que avivar su hambre (S. Juan de la Cruz). En una palabra: todos los bienes creados tienen una desproporción radical con respecto del apetito natural y aquellos bienes en acto -los que pueden ofrecer las criaturas-, están en muy diversos géneros y, en realidad, nunca se encuentran.
El pecado, por consiguiente, origina una contradicción interna en el hombre. La voluntad libre (elícita) vuelca su afecto en bienes conmutables; en cambio el apetito natural, siempre inviolado, exige un bien infinito.
Por lo tanto el hombre, por su propio amor, queda sujeto a criaturas que no sólo no pueden saciarlo, sino que lo ahogarán dentro de los breves términos de su ser conmutable, por cuanto que el amor nos convierte en la cosa amada. Al amar ilusoriamente este ser limitado, la voluntad gusta y se signa perdurablemente, no con el bien de él, porque termina, sino con sus límites; es decir, con la muerte de la cosa amada, que es lo que permanece. Allí está uno de los terribles castigos del pecado, pues el pecador no queriendo depender de nadie, intentando ser absolutamente por sí, rompe con el ser originante de él, de donde fluye en abundancia la perfección de su naturaleza, mas, como a pesar de su intención siempre es un ser no en acto, sino con mezcla de potencia, para llegar a esta potencialidad se vuelca ilusoriamente en criaturas más pequeñas que él que lo ahogarán dentro de sus limitaciones. Por lo tanto, pone su amor en seres que lo signarán de muerte, con mil muertes… tantas, cuantos sean los ensayos que haya hecho para satisfacer su alma en las criaturas.
La pobreza -como hemos dicho anteriormente- no es una virtud, sino el resultado de las virtudes morales en cuanto que son purificantes.
La virtud moral, al mismo tiempo que desarrolla una actitud recta con respecto de ésta o aquel bien particular que la especifica, necesariamente destruye las deformidades que la voluntad perversa ha producido al inclinarse desordenadamente hacia ese mismo bien. La destrucción llevada a cabo por la virtud es activa, pues consiste en desarrollar con las energías del mismo sujeto, un hábito contrario al vicio. Las mismas energías dedicadas antes de manera desordenada y obsesiva a tal objeto, ahora son empleadas, por el imperio de la razón, con la mensura que ella debe señalar en el concierto de los bienes particulares integrantes de la beatitud humana.
El efecto principal de la contrariedad entablada por la virtud contra el vicio en un mismo apetito o facultad, es quitarle a éste la afición desordenada que la voluntad perversa había impreso en él. El origen de dicha afición estaba en la ilusión de ver en un bien particular, todo el bien del hombre. La voluntad es la que busca aquietarse en ese bien total y cuando a un acto precipitado de la razón práctica se lo señala ilusoriamente en un bien particular, aquélla vuelca el inmenso caudal de su potencialidad en el apetito o facultad al cual corresponde el bien engrandecido por la ilusión. De esta manera la violenta y deforma desarrollando excesos (hipertrofias) que resienten la armonía del complejo humano.
Las Sagradas Escrituras llaman riqueza a ese apego de la voluntad a un bien particular. De allí que la Santísima Virgen, resumiendo lo que había aprendido en los profetas durante los años de su escondida vida en el Templo diga: Esurientes implevit bonis et divites dimisit inanes (a los hambrientos ha colmado de bienes y ha despedido a los ricos con las manos vacías) -Lc. 1, 53-.
El apego de la voluntad a algún o a algunos bienes particulares se llama riqueza, porque es donde ella apoya su soberbia; el pecador sustituye con respecto del fin último -a Dios- con esos bienes particulares.
El desorden es inconmensurable. Significa:
1º- Una usurpación, pues se le quita a Dios su dignidad de fin último, para conferirla a una criatura.
2º- Una ofensa: evidentemente tal exaltación de una criatura en lugar de Dios, entraña un ultraje infinito a Este; ya que la magnitud de la ofensa está dada por la dignidad del ofendido y no del ofensor.
3º- Una injusticia contra la criatura exaltada como fin último, por cuanto se le exigirá un bien que ella no posee.
4º- Una injusticia contra el universo entero, ya que el pecador se repliega sobre un bien particular robando de esta manera una de sus partes, y contrariando así la unidad del universo.
5º- Una injusticia contra la propia naturaleza del pecador, pues exigiría a los apetitos sensibles un ejercicio que los deformará y desgarrará, y priva al alma en su parte espiritual del único sustento que la puede saciar, y que es Dios.
Este apego a las criaturas y erección de ellas en fin último, es la segunda versión de la aversio a Deo et conversio ad creaturas. Se estabiliza en la naturaleza humana con hábitos y disposiciones que afectan a toda dicha naturaleza, y facilita el volcar sus energías en aquéllas.
Son muy pocos los cristianos que tienen una noticia clara de la magnitud de este desorden; a éste se debe el que piensen que es normal, a pesar de sus apetitos e imaginación excitados y su inteligencia y voluntad flacas y adormecidas.
Si el estado de nuestra naturaleza fuera normal, la inteligencia tendría que concebir el bien y los bienes de Dios, su belleza, con la prontitud, facilidad y exultación con que la imaginación concibe bienes y males fingidos, fundados en las criaturas.
El desorden es inmenso, porque la naturaleza humana es inmensa, ya que tiene potencialidad para poseer a Dios en cuanto que es verdad universal y bien infinito. La magnitud de una naturaleza creada está dada por la magnitud del objeto para con el cual tiene potencialidad intencional específica. Es así que la naturaleza humana tiene, de alguna manera, potencialidad para con Dios (en abstracto); luego, la naturaleza humana en el orden intencional del apetito, potencialmente es -en cierta manera- infinita. Por esta razón es atroz el desorden nacido en el hombre al caer en la aversio a Deo et conversio ad creaturas. Nadie puede medir la inversión de valores que padece, la contradicción que se establece entre el apetito natural y el apetito libre y la multitud de disposiciones deformantes que ese apetito libre pervertido, desarrolla en todas sus facultades. Con mucha razón dice el santo Cura de Ars: “Si el Señor nos revelara de golpe toda nuestra miseria, moriríamos“. Corruptio optima pesima.
Una de las tres deformidades monstruosas en que se resuelve el desorden del pecado es el apego de esta criatura intelectual a los bienes creados. La insaciedad que encuentra en ellos la dice el mismo Señor en la parábola del Hijo Pródigo (Lc. 15, 11) cuando se refiere al hambre que sobrevino en aquella tierra y el hijo quería calmarla con “las mondaduras que le echaban a los cerdos“, y termina: “mas ni aun esto le alcanzaba“. Cuando la voluntad ha perseguido un bien particular y alcanzándolo se decepciona al experimentar la necesaria poquedad de él, generalmente no ceja, sino que se ilusiona con lo que las experiencias nuevas prometen y se lanza una y otra vez tras ellas, cayendo la mayoría de las veces en reemplazar el infinito que apetece con la numerosidad de los bienes particulares que prueba sucesivamente: sustituye el bien inagotable de Dios con la sucesión numerosa de bienes particulares. La repetición de estos actos, desarrolla cuasi-hábitos en aquellas facultades donde el desorden de la voluntad pervertida está presionando. Dichas disposiciones (cuasi-hábitos) son verdaderos accidentes físicos que imprimen en la potencia afectada por ellos una facilidad y aptitud para con el mismo acto que las ha dado origen. Por su parte el acto del pecado es contrario a lo que la naturaleza humana en realidad necesita para colmarse en su perfección y felicidad.
Veamos bien, entonces, cómo esa felicidad adquirida respecto de actos extraviados, atan a la naturaleza del hombre a los objetos de dichos actos, los cuales son bienes inferiores y deleznables. Esas son las riquezas del pecador; el estar aherrojado como Sansón por Dalila con cuerdas muy recias a bienes particulares que lo esclavizan, en cambio, como paga: vacío, hartazgo y agravación de la verdadera hambre del alma humana.
Por esta razón las Sagradas Escrituras llaman con frecuencia rico al soberbio y con la misma frecuencia también dicen que será destruido por sus propias riquezas. Nuestro Señor Jesucristo en este sentido es definitivo, cuando reduce a un imposible la salvación de los tales: “Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos” (Mt. 19, 16).
Por lo expuesto, concluimos:
1º- El desorden radical del primer pecado volcó el apetito natural del hombre en las criaturas.
2º- La reiteración de los pecados personales en la prosecución de bienes particulares ilusorios desarrolla cuasi-hábitos en los diversos apetitos del hombre, que lo adhieren de manera estable por el amor a esos bienes particulares.
3º- En ese sentido estos cuasi-hábitos se llaman apegos, y los bienes donde se sustentaban: posesiones o riquezas desordenadas, mal poseídas.
4º- Estas riquezas mal poseídas, están presentes en el apetito y apetitos del hombre, porque por el amor el amante adquiere la realidad de la cosa amada; por esta razón ese apetito no admite el amor y la presencia de otro ser contrario, el cual, en este caso es Dios.
5º- Así vemos la necesidad de la labor purificante de las virtudes morales. Ellas, al mismo tiempo que rectifican el apetito hacia una relación normal con sus objetos, destruyen esos apegos llamados por analogía de atribución: riquezas.
6º- Cuando las virtudes morales han logrado la perfecta rectificación de los apetitos, también han obtenido la perfecta pureza de ellos: a esta cualidad el lenguaje bíblico la llama POBREZA.
7º- Tan necesaria es, que nuestro Señor la pone como iniciación de las Bienaventuranzas: beati pauperes Spiritu quoniam ipsorum est regnum caelorum (Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos).
La explicación que precede a este resumen es suficiente para entender que la completa vacancia del apetito del hombre es la condición necesaria para que la voluntad acepte y se adhiera por el amor a la amistad que Dios le ofrece en su Mediador Jesucristo.
Esa amistad y presencia personal en el alma del hombre y en su apetito constituye la sustancia de la beatitud eterna.
(finaliza en el siguiente post)
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8 comentarios
El problema es que hoy se atiende mucho la segunda y se ignora casi por completo la primera. Como si por el mero hecho de ser pobre uno ya se salvara.
Por tanto, por el hecho de ser pobre, un mendigo no se salva, si rechaza a Cristo. E, igualmente, por el hecho de ser rico, un hombre no se condena, si es espléndido y desprendido y no pone su corazón en sus riquezas, como un Lázaro, un José de Arimatea o un Zaqueo.
Creo que la excesiva importancia que la Iglesia pone en los bienes materiales raya el marxismo (visión económica de la historia y del ser humano) cuando no se le habla al pobre de la salvación de su alma. La Iglesia está para salvar almas, y la pobreza por la pobreza no las salva. Lo que salva es la predicación del evangelio, del que es consecuencia coherente de vida la pobreza de espíritu y la pobreza material (ésta como consecuencia de otras virtudes).
Gran parte de la Iglesia actual no quiere que la persigan, y es un signo indeleble (pero ahora más que nunca) de ortodoxia en el catolicismo el ser perseguido, y de heterodoxia el ser alabado por el mundo.
Por algún extraño motivo los millonarios de España se declaran en su inmensa mayoría católicos y van todos los domingos a darse golpes de pecho, pero parecen obviar aquello de "antes pasará un 'kamelos' por el ojo de una aguja que un rico en el Reino de los Cielos".
Eso sí, al pasar la cesta en el Ofertorio echarán un 0,0001% de sus ingresos mensuales y se sentirán muy bien.
No sé por qué me molesto, ya que seguro que no publicáis este comentario. Es mejor no causar dudas en la feligresía, no sea que haya que razonar los principios y dogmas de la Fé en lugar de "sentirla".
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V.G.: Publico su comentario para comprobar el grado de ignorancia y simplismo con que la ideologización de la pobreza ha prendido en tantísimos cristianos. Lo lamento por ud.
No en vano Jesús dijo "felices los ricos..."
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V.G.: Luis, me parece que ud. tiene una gran pereza para leer el art. completo. Si llega a hacerlo, espero nos explique en qué sentido aquí se defiende a los "ricos", o se demuestra lo que ud. afirma. Una pena tanta superficialidad.
Artículo para leerlo y volver hacerlo por su densidad y profundidad.
Que Dios la siga bendiciendo.
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