Verbum Gloriae, una plataforma para la difusión de la belleza del canto gregoriano
Amadeo Santiago Muñoz es graduado en Publicidad y Relaciones Públicas y también en Psicología, con un Máster en Diseño Gráfico y Creatividad Digital y formación como terapeuta en el Método Tomatís. En la actualidad está dedicando por completo su tiempo y recursos en hacer crecer este proyecto de apostolado del canto gregoriano que acaba de lanzar, a la vez que ofrece sus servicios como cantor litúrgico y formador en gregoriano.
Les invitamos a entrar en su nueva web y en su canal.
Las personas interesadas en el canto gregoriano y la liturgia tradicional pueden contactar en el siguiente correo:
[email protected]
¿Cómo nace su afición al canto gregoriano?
Mi gusto por el canto gregoriano me viene de hace mucho tiempo, sin embargo, mi amor por este me viene de hace muy poco.
Ya desde mi niñez mis padres solían ponerme muchísimos casetes de los monjes de Solesmes, costumbre que ha perdurado a lo largo de toda mi vida, y eso a pesar de ser católicos de bodas, bautizos, comuniones y para de contar. Los escuchaba y me gustaba, aunque nunca supe realmente qué era lo que estaba escuchando; para mí era simplemente una música muy bella y serena de unos señores encapuchados en algún recóndito y antiguo lugar que me ponían mis padres de tanto en tanto.
No empecé a comprender y a amar el gregoriano sino hasta hace apenas dos años, gracias a que, después de haberme alejado mucho de la fe y adorado ídolos de barro en mi búsqueda de la verdad –pues siempre creí que había algo más allá–, Dios tuvo la misericordia de reconducirme al redil de la Iglesia mediante una serie de acontecimientos personales que solo Él en su infinita bondad pudo haber entretejido en el momento de más necesidad.
De tal guisa, a mediados de diciembre del 2018, empecé a asistir a misa los domingos, probando aquí y allá en busca de una en la que decir «esta es la mía». No fueron muchas hasta que el Señor quiso que mis padres se enteraran de la existencia de la misa tradicional y nos diera por ir a ver de qué iba aquello.
Allí fuimos ese domingo, el segundo después de Epifanía. Jamás olvidaré esa sensación de no acabar de comprender qué estaba sucediendo mientras andaba perdido pasando las páginas del misalito; todo a la misma vez que el corazón me decía con una certeza exacta que esa era la Misa en la que quería estar. Y así fue como empezamos a asistir todos los domingos.
En la Misa estaba encargada del canto gregoriano una pequeña schola cantorum. Y, a pesar de estar –como estaba yo por aquel entonces– tomando clases de canto, aspiraba a la lírica y no quería saber nada del coro ni de cantar en misa. Ni aún a pesar de un amigo que hice de la schola que, a sabiendas de que cantaba, me repetía una sí y otra también que me tenía que apuntar al coro; y no, no daba mi brazo a torcer: me resistía.
Tuvieron que pasar seis meses para que Dios decidiera tomar cartas en el asunto y, sin yo haberlo buscado ni pedido, me diera la posibilidad de asistir al cuadragésimo curso semanal de canto gregoriano que anualmente realiza en verano la Asociación Hispana para el Estudio del Canto Gregoriano en la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Decidí tomarla aún sin saber muy bien a qué iba, con una vaga idea de que «en cualquier caso, algún bien me hará».