Francisco J. Carballo analiza a fondo su libro Las exigencias de la Doctrina Social de la Iglesia
Francisco J. Carballo (Madrid, 1967) Doctor en CC. Políticas. Licenciado en CC. Políticas y Sociología, y en CC. Religiosas. Máster en Doctrina Social de la Iglesia.
¿Por qué los imperativos morales desprendidos de las enseñanzas sociales de la Iglesia no obligan solo en el ámbito privado, sino también en la dimensión pública?
La vida social es una dimensión natural en el ser humano. Nacemos en el seno de una familia, en el trato con los demás nos perfeccionamos, en el amor al prójimo el ser humano satisface una necesidad de su corazón, creado para el amor de Dios y de todo lo que Dios ama; mi propia salvación eterna de alguna manera depende de los demás y la salvación eterna de los demás de alguna manera depende de mí en virtud del misterio del Cuerpo Místico de Cristo y de la Comunión de los Santos; por el mandamiento del amor a Dios pero también al prójimo, el ser humano será juzgado digno de vivir la vida de Dios toda la eternidad…
La vida social no es, por lo tanto, una realidad artificial, sino un rasgo de la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza de Dios, que también vive en familia trinitaria.
La vida social está pensada para el bien del hombre («no es bueno que el hombre esté solo», Gen. 2, 18). Pero el pecado original, que ha dejado herida la naturaleza humana, justifica la existencia de una autoridad civil que gobierne la vida en común para proteger la dignidad de la persona frente al mal, el error y la injusticia. La vida pública tiene instrumentos eficaces para hacer el bien, pero esos instrumentos también podrían arruinar la vida de un pueblo.
La enseñanza social de la Iglesia señala precisamente que el fin de la comunidad política es la salvaguarda del bien común, esto es, el conjunto de condiciones sociales que contribuyen al perfeccionamiento de personas e instituciones naturales. Este perfeccionamiento tiene un sentido unívoco, de acuerdo con una recta concepción de la persona (cf. JUAN PABLO, Evangelium vitae, 101), dentro del orden moral (cf. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 74), buscando la justicia (cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 28), y con el fin último puesto en la salvación de las almas (cf. Juan XXIII, Pacem in Terris, 59).
Por eso el Concilio, reafirmando la doctrina tradicional de la Iglesia, señala que el Estado tiene la misión de proteger la atmósfera moral de la sociedad al tiempo que estimular la vida religiosa (cf. CONCILIO VATICANO II, Inter Mirifica, 12).
Nos enseña santo Tomás que el hombre tiene deberes hacia Dios, hacia el prójimo y hacia uno mismo. Entre los deberes hacia el prójimo, está lo que algunos han llamado la caridad política. El fiel cristiano, que ama al Señor y ama a todos los hombres por quienes el Señor ha muerto y resucitado, tiene un deber de caridad hacia el prójimo trabajando para sustituir las «estructuras de pecado» (JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36), que atentan contra la dignidad humana y ponen en peligro su destino eterno, por la «civilización del amor», que tanto reivindicaba san Pablo VI.
¿Por qué el divorcio entre la fe y la vida diaria es uno de los más graves errores de nuestra época?
La fe separada de la vida sería tanto como proponer una fe sin obras, una fe que no tiene consecuencias visibles o prácticas en la vida del hombre. Aparte de la grave advertencia del Señor hacia al árbol que no da frutos (cf. Mt. 7, 19-23), también pide el Señor que el don de la luz sea utilizado para alumbrar a quienes no ven. «Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?» (Mt. 5, 13-18).
¿Por qué la Doctrina Social de la Iglesia defiende siempre valores de carácter inmutable?
Porque hay realidades humanas que son inmutables. Es inmutable la naturaleza humana, las exigencias de su corazón, su fin último en la Patria celestial y los imperativos de la dignidad humana de verdad, justicia, caridad o libertad genuina.
También es verdad que muchos católicos no pueden cumplir lo que manda la Iglesia porque no conocen la Doctrina Social.
Es cierto, pero no es menos verdad que una de las obligaciones de toda persona es forjarse una recta conciencia para conocer la verdad sobre el hombre y la vida. La Iglesia ha enseñado siempre (Concilio Vaticano I) que la razón humana tiene capacidad para conocer a Dios (preámbulos de la fe) y distinguir el bien del mal (ley natural). Si además uno es cristiano, no hay escapatoria posible. Un cristiano no puede predicar lo que no conoce, si quiere cumplir con su misión evangelizadora. El deber de formarse e informarse es inexcusable. Por eso, san Juan Pablo II recordaba: «para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano» (JUAN PABLO II, Centesimus annus, 5).
Otra cosa es renegar de esta misión por comodidad o para evitar complicaciones en la vida. Porque proclamar la divinidad de Cristo y de la Iglesia, o defender la bondad de la moral objetiva…, ya supone un serio enfrentamiento con el mundo. Pero añadir a todo esto una concepción de la política y de la economía de acuerdo con la moral verdadera, supone enfrentarse a la «dictadura del relativismo» (cardenal Josep RATZINGER, Homilía del 18 de abril de 2005), al permisivismo moral de una sociedad empecatada, o a la libertad de explotar al prójimo como derecho. Para una sociedad que idolatra la opinión, la voluntad y el libre albedrío, la verdad aparece ante sus ojos lejana, utópica y alienante. El mundo actual mira a la Iglesia como la Roma pagana veía a los primeros cristianos, que proclamaban la misma dignidad en el hombre y en la mujer, o que trataban a un esclavo como se trata a un hijo, sentándole a su mesa y dándole lo mejor de la casa.
¿Qué ideologías ha condenado con firmeza la Doctrina Social de la Iglesia?
En realidad, las ideologías son una cosmovisión de la vida que pretenden erigirse en alternativa a la interpretación católica de la vida.
Responden a la filosofía disolvente que ha separado primero la fe de la Iglesia, después la razón de la fe, para terminar separando la libertad de la verdad. Conviene empezar diciendo que las condenas que realiza la Iglesia no prescriben, salvo que cambien los presupuestos de la doctrina condenada.
El comunismo fue condenado por ateo. Pretende socavar los cimientos de la civilización cristiana, afirmando la materia como única realidad que termina configurando al hombre por evolución de fuerzas ciegas. La sociedad humana en conflicto permanente derivaría en síntesis superior por una lógica pretendidamente científica de contraste de intereses, negando de facto tanto la libertad humana como la Providencia divina.
San Pablo VI más tarde admitiría un posible «socialismo» compatible con el cristianismo siempre y cuando abandonase las tesis materialistas que niegan la realidad sobrenatural (cf. PABLO VI, Octogesima adveniens, 31). Este socialismo todavía es inédito.
Pero el comunismo es hijo de la Ilustración, y antes de la famosa condena del comunismo por Pío XI, había sido condenada la Revolución Francesa y el liberalismo político y económico. El primero pretende edificar la vida humana, privada y pública, prescindiendo de Dios, es lo que llama León XIII liberalismo de primer grado (cf. LEÓN XIII, Libertas, 12). El liberalismo de tercer grado, admite la Ley de Dios en la vida privada pero no en la pública. Este liberalismo es adoptado por la llamada democracia cristiana, una suerte de liberalismo «católico» que también fue condenado por san Pío X. El liberalismo es una doctrina relativista desde el punto de vista antropológico y moral, que absolutiza la libertad humana y concede derechos de gobierno al error y la mentira.
Otras ideologías también fueron condenadas en la época de entreguerras como el nazismo o el gobierno mussoliniano, que cayeron en la idolatría del Estado. El primero era panteísta y tenía una concepción de la dignidad humana asociada al mito de la sangre y de la raza, quiso separar la moral de la religión y el derecho de la moral, y adoptó la utilidad como criterio superior de acción política. El segundo quiso constituirse en religión alternativa acaparando la educación de la juventud italiana de forma monopolística.
También la masonería ha sido reiteradamente condenada por la Iglesia. León XIII resume en Humanum genus los principios de la masonería: negación de la Revelación divina, de la espiritualidad y de la inmortalidad del alma humana, afirmación de una moral subjetiva, defensa del vínculo matrimonial disoluble, y adopción en política de un credo liberal. En Annum ingressi el Papa señala a la masonería como un gobierno en la sombra y uno de los grandes responsables de la decadencia moral de Occidente.
Finalmente, la Iglesia ha condenado los fundamentos de la economía capitalista y sus consecuencias. El vocabulario de León XIII contra los capitalistas que tratan a los seres humanos como bestias es muy elocuente. La condena se refiere a sus principios más sobresalientes, desde la libertad económica ilimitada o su independencia de la moral, hasta la absolutización de la propiedad y la subordinación del trabajo al capital.
Juan Pablo II enseña en Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus que la Doctrina Social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista. Pablo VI dijo otro tanto en Octogesima Adveniens.
La Iglesia condena al capitalismo porque el capitalismo es enemigo del mercado libre, de la propiedad y de la iniciativa privada. El capitalismo tiende al monopolio. Lo comprobamos en la tendencia histórica a la paulatina disminución de la pequeña propiedad avasallada por el gran capital financiero. El capitalismo también es enemigo de la propiedad. Tiende a la concentración de la propiedad en pocas manos. La Iglesia sin embargo siempre ha defendido la universalización de la propiedad, garantía de la libertad. Y el capitalismo es enemigo de la iniciativa privada, porque solo es posible en el liberalismo para quienes disponen de capital.
La Iglesia siempre ha enseñado que la economía está subordinada a la moral, «en una relación necesaria e intrínseca», de tal manera que no puede separarse la eficiencia económica de la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad. El libre mercado precisa, por exigencias del bien común, la debida sujeción «a finalidades morales que aseguren y, al mismo tiempo, circunscriban adecuadamente el espacio de su autonomía». Y la iniciativa y la libre empresa solo tienen sentido en la medida que sirven al bien común de la sociedad.
Ahora tal vez se comprenda porque Juan Pablo II señala que es urgente un cambio de mentalidad sobre los principios inspiradores de la economía para que sea posible la justicia social.
Si san Pablo VI había prohibido el voto católico a los partidos liberales y marxistas (cf. PABLO VI, Octogesima adveniens, 26), san Juan Pablo II tampoco permite ni la colaboración con estas ideologías por la bondad parcial de su programa (el Papa descalifica de esta manera la tesis del mal menor), ni la colaboración con un sistema político que niegue la dignidad humana (cf. Cardenal JOSEP RATZINGER, Nota doctrinal obre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política).
Analice cada cual racionalmente y en conciencia si el sistema político que gobierna los destinos de Europa afirma o niega la dignidad de la persona.
Incluso la Doctrina Social llega a decir que quien falta a sus deberes con el prójimo y con Dios pone en peligro su salvación…
Aquí radica la gravedad del asunto que estamos abordando. Una conciencia cristiana no debe mirar estos asuntos con frivolidad, creyendo que es suficiente una vida privada ordenada, para cumplir con nuestros deberes de justicia y caridad hacia Dios.
Dios ha querido hacernos corresponsables de la salvación del mundo, y medirá el amor que le profesamos en función de este desvelo. Dios no pide resultados, que dependen de su Providencia. Le basta nuestro esfuerzo. Porque el propio sacrificio de la entrega y del riesgo son mérito para santificación personal al tiempo que instrumentos corredentores que Dios utiliza para la comunicación de su gracia a toda la humanidad. Por eso, Dios nos juzgará por nuestras cicatrices y no por nuestras victorias.
¿Cómo el distributismo de Chesterton y Belloc servirían para sentar las bases de un orden social cristiano?
Encontrar movimientos políticos que sean leales a la Doctrina Social de la Iglesia es una labor difícil y casi siempre decepcionante. En el mejor de los casos, los que rechazan el liberalismo político acatan sin embargo el liberalismo económico, porque su anticomunismo visceral parece obligarles sentimentalmente a ello.
Los grandes pensadores que han afrontado con lucidez y equilibrio estas cuestiones han sido en general personajes doctrinalmente solitarios y fracasados. Chesterton y Belloc son dos de estos modelos de admirable independencia y de insobornable criterio. A ellos y a otros como Severino Aznar en el aspecto económico, o a monseñor Guerra Campos en la filosofía política, debemos la luz necesaria para rescatarla Doctrina Social de la Iglesia de interpretaciones torcidas o alicortas.
Efectivamente, lo más urgente es el rearme doctrinal. Luego vendrá la organización, y después la acción política y sindical.
La crisis que vive la Doctrina Social de la Iglesia no es ajena a la crisis que vive la Iglesia, y la Iglesia militante siempre estará en crisis en la medida que es humana y necesitada siempre de conversión, renovación y purificación en Cristo.
Dice San Juan Pablo II que los laicos no traducen la Doctrina Social de la Iglesia en comportamiento concreto porque no se enseña ni se conoce adecuadamente. Si las enseñanzas sociales de la Iglesia resultan desconocidas para el pueblo de Dios, no debemos extrañarnos de que los laicos no actúen en política o en economía de acuerdo con la moral cristiana. La experiencia enseña que desde la ignorancia se comportarán como establece el mundo; o como dice la ley, aunque sea injusta, o como hace la mayoría…
El Papa añade que no se enseña adecuadamente. Habrá que preguntarse quiénes tienen esa responsabilidad. Es decir, quiénes tienen la obligación sagrada de convertirse en eco de la la doctrina oficial de la Iglesia. ¿Será el Episcopado? ¿Serán los sacerdotes que ejercen la docencia universitaria o que dirigen las catequesis parroquiales?
No debemos olvidar la responsabilidad de la intelectualidad católica, tan discreta que parece extinguida. Parece como si nadie quisiera asumir la responsabilidad. Parte de ella atiende a otras nobles consideraciones, dimitiendo de esta misión superior. Pero la mayoría se mueve diluida en el discurso y las preocupaciones del mundo, cuando no embarcada en quehaceres de segundo orden, y hasta en peregrinas inquietudes.
Pero la crisis se manifiesta especialmente cuando aquellos que estaban llamados a cantar las glorias y excelencias de esta joya de la Iglesia que es su doctrina política y económica, ocultan deliberadamente lo que la Iglesia enseña, es decir, ocultan los aspectos menos populares y más controvertidos. Y este ocultamiento se realiza con frecuencia de forma inconsciente por irenismo.
En un doble engaño, se difuminan primero los imperativos y los objetivos, y después se infravaloran las consecuencias que se derivan de actividades políticas o económicas que contradicen una recta concepción del ser humano.
Valgan un par de ejemplos. La universalización de la propiedad es uno de los fines esenciales de la vida económica (cf. JUAN PABLO II, Centesimus annus, 6, 30 y 43 COMPENDIO DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA, 176). Por otra parte «el deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo”» (cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 2105; CONCILIO VATICANO II, Dignitatis humanae, 1).
Estamos hablando de dos cuestiones básicas en la Doctrina Social de la Iglesia. La primera se refiere a la economía y niega la legitimidad del capitalismo privado (liberalismo) y del capitalismo de Estado (comunismo). La segunda se refiere a la obligación del Estado de rendir culto público al Dios verdadero. ¿Cree usted que alguna vez se habla de estas cosas, que están en el Catecismo, en congresos, revistas, libros, pastorales, documentos del Episcopado…, que abordan la enseñanza social de la Iglesia? Se lo digo yo. Estos temas y muchos otros de análoga jerarquía están ocultos bajo el celemín, no sea que el mundo se enfade.
Uno de los signos más extendidos y llamativos de esta crisis es el desprecio de los textos oficiales (el Catecismo, el magisterio pontificio, el magisterio de otros siglos, el Concilio, el CIC…). Y la irrupción caótica y avasalladora de fuentes de jerarquía menor o sin jerarquía alguna: reflexiones de conferencias episcopales de otros países, discursos pontificios improvisados, opiniones de teólogos, conclusiones de algún congreso académico…
Dice el Concilio que los laicos tienen la misión de ordenar la vida temporal según Cristo. El conflicto es inevitable. «No he venido a traer la paz sino la espada» (Mt. 10, 34-36). Porque transformar las «estructuras de pecado» en la «civilización del amor» obligará a los laicos, como mínimo, a enfrentarse a las resistencias de los beneficiarios de una sociedad alejada de Dios. La conclusión inevitable es que la Doctrina Social de la Iglesia es hoy, guste o no guste, una postura antisistema.
Por eso, cuando la Doctrina Social de la Iglesia se presenta entregada a la tarea de congraciarse con el mundo, ha perdido su razón y su atractivo, para convertirse en una más entre las recetas humanas y falibles en circulación.
Decía San Juan Pablo II que la Doctrina Social de la Iglesia es «fundamento e impulso para el compromiso social y político de los cristianos». Ahora se comprende que los fieles laicos, desorientados en Doctrina Social de la Iglesia por una pastoral equívoca, ambigua y saturada de concesiones ilegítimas al mundo, haya llevado a la desmovilización de los seglares en la acción política y social, y lo que es peor, a la complicidad de los católicos con doctrinas condenadas por el magisterio de la Iglesia y con regímenes políticos y económicos que vulneran grave y sistemáticamente los derechos fundamentales de la persona.
Monseñor José Guerra Campos tenía en este sentido una esperanza: «en el campo de la moral aplicada a la vida pública, la Iglesia necesita, no sólo que se cumpla lo que enseña sino volver a enseñar lo que se ha de cumplir. Y esto incluye: reafirmar su doctrina, rescatarla de las exposiciones falseadas, y quizá reajustarla, integrando los fragmentos con unidad orgánica; evitando en todo caso que su mensaje quede rebajado a ser una expresión más del lenguaje político y cultural del mundo. Sobre el campo de escombros de la confusión reinante ha de levantar de nuevo el edificio de su Moral política, como hizo en su día el Papa León XIII» (…), «para que sus posiciones no queden a la intemperie y para que lo que su voz propone de verdad a las conciencias no sea contradicho dentro de la Iglesia misma por teorizaciones de cátedras y periódicos».
Por Javier Navascués
2 comentarios
La DSI considera que la propiedad privada es una medida prudencial fruto de la caída en el pecado, cuando ya no es posible una vida comunitaria plena, mientras que el liberalismo considera la propiedad un derecho natural.
La DSI considera la existencia de la autoridad civil como un bien "que gobierna la vida en común para proteger la dignidad de la persona frente al mal, el error y la injusticia", mientras el liberalismo la considera un mal menor, eventualmente prescindible.
La DSI considera que el fin de la comunidad política es la salvaguarda del bien común. Para el liberalismo garantizar la "libertad" -así, en abstracto- de los individuos.
Excelente entrevista, como siempre. Qué necesaria que es la DSI.
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