A ver si queda claro
La principal objeción a la música sacra
Por Jeffrey Tucker
Los argumentos en favor de la música sacra en la liturgia católica siempre me han dado la impresión de ser irresistiblemente obvios desde un plano estético y teológico. Después de todo, se trata de la liturgia, de la obra de comunicación entre la eternidad y el tiempo, que permite enclaves de santidad y de perfecta belleza en este valle de lágrimas. Por supuesto que la música debe ser diferente. Debe tener ciertos rasgos propios. Debe ajustarse al ritual; servirse de las tradiciones que nos llevan fuera de nuestro propio tiempo, y nos tienden un puente hacia la anchura de la experiencia humana y la entera historia de nuestra fe. Sobre todo, debe tener una belleza que se esfuerce por hacer audible la belleza de las cosas eternas.
Pero lo que es obvio para mí, no es obvio para el aplastante número de editoriales y expertos que escriben sobre música católica. Trato de seguir sus argumentos lo mejor que puedo, siquiera, al menos, para revisar mis premisas, y me esfuerzo por ver sus puntos de vista. Me intriga saber qué tan fuerte es realmente una opinión contraria, o si es vulnerable en sus fundamentos. Esto es importante porque un argumento en contra de la música sacra que sea vulnerable no soportará la prueba del tiempo. Podemos saber algo probable de nuestro futuro si podemos evaluar los méritos de los argumentos de ambos lados.
Entonces: ¿cuál es el principal argumento que se esgrime contra la aplicación consistente del ideal de la música sacra en nuestras parroquias? Éste ha cambiado con el tiempo. Solía versar sobre la necesidad de salir al encuentro de los jóvenes, que supuestamente estaban atascados del otro lado de una brecha generacional. Se suponía que usásemos una música que llegase a este grupo de gente en un modo especial, porque estamos en la era de acuario, y todo eso. Eventualmente, este argumento decayó por motivos divertidos pero inevitables: los jóvenes se hicieron viejos, aunque sus gustos musicales nunca maduraron realmente. Hoy es el joven quien, con más probabilidad, mira con ojos desorbitados al material de los ’70 en la Misa.
Hay otros argumentos que uno escucha, acerca de las intenciones del Vaticano II, pero tampoco se sostienen. Tanto los documentos como la investigación histórica detallada que está surgiendo ahora sobre este período, apuntan a una creciente comprensión de que la implementación del Concilio se apartó en modo alarmante de las intenciones de los Padres Conciliares.
Lo que es más probable que oigamos hoy es el argumento en favor de la diversidad de estilos. Es algo así: Necesitamos una amplia variedad de música en la Misa, porque hay una amplia variedad de personalidades y de grupos en el mundo. Las personas tienen distintas formas de dar culto a Dios. No existe un tipo de sonido característico del Cielo, por lo que no existe un sonido característico del Pueblo de Dios en la tierra. Existen muchos modos de ser “elevado”, y no hay manera de decir con certeza qué tipo de música conseguirá ese fin. Podría ser el canto gregoriano. Para muchos lo es. Pero para otros es el rock o el calypso, el fuerte repiqueteo de tambores o el ritmo electrónico, o quizá la composición serial, los himnos tradicionales, la música popular o la música country. Las opciones son tan amplias como la banda de radio. Y si negamos esto, estamos cuestionando la inmensidad del Amor de Dios. Podemos descubrir a Cristo en muchas formas, a través de muchos caminos.
Es un párrafo largo, pero ni de cerca tan largo como podría haberlo sido si hubiera seguido multiplicando obviedades tanto como me fuera posible. Seguro que pueden agregar aquí las suyas propias. Y es que la diversidad, enraizada en el relativismo, es la fe de nuestros tiempos, y no es difícil contagiarse de su espíritu. Es parte integral de una mentalidad cultural consumista, que dice que todos tenemos derecho a conseguir lo que queremos sin importar lo que esto sea, y que a nadie le está permitido interponerse en nuestro camino, sin importar el contexto. Se cree que los mejores fabricantes son aquellos que arrojan sus principios al viento y satisfacen todas nuestras necesidades. Efectivamente, no sorprende que los que más probablemente dicen estas cosas con respecto a la liturgia son las compañías editoriales, que quieren llenar cada hueco posible del mercado.
Suena tan razonable, tan inclusivo, tan tolerante, tan abierto de mente. ¿A quién no le va a gustar? Bueno: primero debemos observar que uno puede rastrear los escritos de todos los Papas desde el comienzo de la vida de la Iglesia hasta el día de hoy, y no encontrar una sola declaración diciendo que una amplia diversidad de música debe estar disponible en la liturgia, según las preferencias de la gente.
Ese solo hecho debiera hacer sonar alguna alarma. Si la diversidad y la preferencia personal fueran realmente los principios centrales de la vida litúrgica católica, podríamos esperar una extensa elaboración de este tema emanando de la Sede de San Pedro. Pero lo que encontramos es lo opuesto. Desde los primeros siglos, la meta de todos los escritos sobre música sacra se centra en decir qué constituye una música apropiada para la vida litúrgica de la fe.
Esta preocupación empieza bien temprano en la historia de la fe. Hubiera sido enteramente posible que los primeros cristianos tomaran la música de la cultura pagana en su elección de la música para la Misa. Podrían haber usado ritmos de baile, poesía métrica, o rimas. Pero no lo hicieron. En su lugar, la primer música que sirvió para la liturgia fueron los Salmos. Los Salmos son prosa. Eran tradicionales, en el sentido de que estaban enraizados en una larga historia. Los instrumentos no tenían ningún rol en el culto. No hay duda de cuál es la idea que estaba detrás de esto. Ellos veían que la música litúrgica tenía características especiales que eran apropiadas para los eventos sagrados. La otra música era excluida.
Esta idea fue articulada en el año 95 por el Papa San Clemente, quien prohibió la música profana en la Iglesia. Y así se enseñó durante 1900 años. A comienzos del siglo XX, el Papa San Pío X confrontó directamente la cuestión de lo que llamamos “música moderna”: se permite en la Iglesia músicas nuevas, siempre y cuando “no contengan cosa ninguna profana ni ofrezcan reminiscencias de motivos teatrales, y no estén compuestas tampoco en su forma externa imitando la factura de las composiciones profanas” (Motu proprio Tra le Sollecitudini).
Juan Pablo II escribió que “no todas las formas musicales pueden considerarse aptas para las celebraciones litúrgicas”, y habló de la necesidad de “purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se celebra” (Quirógrafo del Sumo Pontífice Juan Pablo II sobre la Música Sagrada).
Alguien puede decir que no es suficiente el citar a los Papas. Quizá ellos no comprenden el espíritu y las necesidades de nuestros tiempos. Tal vez debiéramos observar, junto con el documento “La Música en el Culto Católico” (USCCB, 1982) que “buena música de nuevos estilos está hallando hoy un feliz lugar en las celebraciones”. Y tal vez debiéramos saber que no se puede juzgar el valor de la música solamente por su estilo. Que debe juzgarse su valor dentro de cada estilo, pero que no hay modo de juzgar un estilo en cuanto tal.
Ahora bien, eso suena como una regla razonable hasta que uno considera que no sirve para descartar nada. Si es correcta, entonces el punk rock y el rockabilly pueden ser tan apropiados como el canto gregoriano. Pero esta es la realidad: el documento que promueve esta teoría particular fue escrito por un comité, nunca fue votado por el cuerpo de los Obispos norteamericanos y, más importante aún, ha sido sabiamente reemplazado y declarado nulo y sin efecto. El nuevo documento “Cantar al Señor” no contiene nada de este lenguaje abierto, e intenta cuidadosamente tomar las riendas del asunto: la música debe satisfacer “las demandas rituales y espirituales de la liturgia. Al discernir la cualidad sacra de la música litúrgica, los músicos litúrgicos encontrarán la guía en el tesoro de música sacra de la Iglesia, música que es de un valor inestimable, y a la que las pasadas generaciones han hallado como apropiada para el culto”.
¡Se agradece la claridad!
Lo que intento aquí no es decir precisamente qué es lo que debiera y lo que no debiera oírse en la liturgia, sino subrayar algo que a menudo se niega: hay una larga tradición de pensamiento en el mundo católico que dice claramente que sí existe una música apropiada para la Misa; que no se trata de lo que queramos o no queramos, que el estilo sí importa, y que la sola diversidad no es un principio decisivo para seleccionar lo que es correcto y lo que no lo es para la música de la Misa.
El slogan de la diversidad es bueno para poner productos en el mercado dentro de un variado catálogo, pero es una idea demasiado débil como para anular las palabras claras del Concilio Vaticano II. Aclaro: no hay nada de malo en escuchar en el propio tiempo o en alguna ocasión social cualquier estilo de música con palabras religiosas, y con fines religiosos. Nuestros deseos musicales pueden verse satisfechos de esta forma, y en el ámbito no-litúrgico, puede haber muchos estilos que, de hecho, nos “eleven”.
Pocas piezas musicales me emocionan como la 5º sinfonía de Mahler. Hay un sentido en el que todas las cosas bellas, finalmente apuntan hacia Dios, y esta sinfonía lo hace para mí. Pero la liturgia no es ni el tiempo ni el espacio para una sinfonía de Mahler.
Más aún: debe hacerse una distinción entre la música religiosa en general y la música litúrgica en particular. La música de la liturgia no es algo completamente distinto del texto litúrgico: está para instruirnos, enseñarnos, guiarnos, ayudarnos a madurar en la fe, y para asistirnos en la salvación de nuestras almas. No cualquier texto hará esto. Tampoco lo hará cualquier música.
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Fuente: New Liturgical Movement
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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