La Epifanía, festín oriental
No acostumbramos tomar prestados artículos de otros blogs. Hacemos una excepción en este caso, considerando que vale la pena reproducir aquí el escrito del Padre Ismael sobre la Epifanía.
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De institución litúrgica mucho más antigua que la Navidad, la fiesta de la Epifanía del Señor, originada en oriente y luego traspasada a Roma, constituye uno de los más espléndidos “estallidos” de teología, arte y “leyenda” que muestre el ciclo cristológico de nuestro Año Litúrgico.
La trilogía Adoración de los Magos – Bautismo de Jesús – Primer milagro en Caná, conforma el tríptico teológico-litúrgico de esta festividad, celebrada como la manifestación del gran misterio de piedad a todos los pueblos de la tierra.
En tanto que la Navidad entraña el sentido más intimista de llamado a los pastores (los pobres de Yahvéh –annawin-, que aguardaban el consuelo de Israel), la Epifanía del Señor es la fiesta más cargada de refulgentes connotaciones a la gloriosa manifestación del Mesías y su llamado universal: Cristo ha aparecido hoy sobre la tierra: venid a adorarlo.
Los textos de la Escritura escogidos cuidadosamente por la liturgia son un verdadero festival oriental de luz, colorido y resonancias tan intenso que de las escenas de la vida de Jesús que ha tratado el arte cristiano, no se puede encontrar otra que haya tenido tantas expresiones pictóricas de las que dan cuenta las más ricas colecciones de los grandes museos.
Especialmente el arte flamenco, el italiano, las escuelas italianas y españolas de la pintura cuentan con un número altamente significativo de piezas de paneles, retablos, lienzos y esculturas más cuantiosas que otros motivos de la Vida del Redentor.
Otro tanto podrá decirse de cuánto el carácter “oriental” del acontecimiento ha inspirado antiquísimas leyendas y costumbres inmemoriales.
Ello es indicador de lo subyugante del misterio y del encanto que desde la más remota antigüedad suscitó la Adoración de los Magos en la fe y los sentimientos de los cristianos, tanto de oriente, como de occidente.
Vamos, por sobre la verdad histórica revelada por el relato de San Mateo, a detenernos en varias y deliciosas leyendas que circulaban en oriente sobre estos misteriosos personajes, a los que el evangelista del ángel llama simplemente “Magos venidos de oriente”, sin decir que se tratara de reyes, ni especificar su número y las circunstancias de su aventurado viaje y entrada en la conmocionada Ciudad Santa de Jerusalén.
Escribe Chesterton, refiriéndose a los valores de la “leyenda”: “De toda nuestra cultura surge la noción de que han de venir mejores días.Y los hombres de las Edades bárbaras estaban convencidos de que se habían ido los días felices. Creían ver la luz hacia atrás, y hacia delante adivinaban la sombra de nuevos daños… en cambio, la situación de aquellos hombres era tal, que esperaban, si, pero esperaban, si vale decirlo, del pasado…” (aut. cit. “Pequeña historia de Inglaterra).
Sobre este principio y sobre la base de un original artículo de Juan Francisco Giacobbe en que sostiene que la leyenda es “una necesidad lírica de la vida, y es, por lo mismo, una ansiedad de embellecimiento y de enaltecimiento de todo aquello que es fatalmente útil, necesariamente feo y obligatoriamente vulgar. Porque de aquella misteriosa necesidad de excelencia, que anima al hombre en querer transformar la cruda sucesión de los hechos monótonamente ordinarios, nace la leyenda”; arrimamos a la cierta y segura verdad histórica del misterio de la Epifanía, el misterio humano del asombro y la ingenuidad de la leyenda, que no por leyenda, puede dejar de ser real…
Desde hace dieciocho siglos, en lengua árabe y en lengua siria, los padres y los abuelos decían a sus niños: “Hoy es Navidad (nótese que para ese entonces se celebraba una única fiesta con esta impronta epifánica), Jesús fue adorado, primero por los pastores, que eran sus semejantes, pobres y puros, y después fue adorado por los Reyes Magos. Estos Reyes venían de Persia, sabían adivinar y adoraban las estrellas”.
“En esa noche, un ángel guardián del cielo se les apareció mientras estaban en un festín espléndido y les anunció el nacimiento de Jesús.
Los Reyes comprendieron el anuncio de Dios , con gran pompa y aparato tomaron tres libras de oro, tres de incienso y tres de mirra y, acompañados por nueve hombres y siguiendo la Estrella, salieron con el primer canto del gallo”
“Desde Persia a Belén hay leguas y leguas: las caravanas, en viaje ordinario, tardaban días y semanas en llegar; pues bien, los Reyes Magos llegaron al rayar la aurora del día 25 habiendo salido hacía apenas unas horas, con la diana del gallo. ¡Eso era un espectacular prodigio!
“Y después de hablar con Herodes, llegaron a la caverna donde Jesús había nacido: allí estaban también la Estrella, el Ángel, María y José con el Niño”.
“Los Magos dejaron los ricos presentes y María les dio, como reconocimiento de tanta humildad, un pañal del Niño Dios; pasaron luego cinco días al lado del Hijo del Cielo y después, evitando el encuentro con el cruel Herodes, se volvieron a Persia. El viaje de retorno fue tan milagroso como el de ida; salieron con la noche y llegaron justamente a la hora del almuerzo a su tierra: comieron opíparamente, narraron el nacimiento del Recién Venido y cuando el clarear matutino del día siguiente llegó, los Magos hicieron una gran fogata y, después de adorar al fuego, echaron en él el pañal que María les había regalado”.
“Un hecho prodigioso se hizo ante el pueblo: el pañal no se quemó, y he aquí que todos comprendieron que ese pañal era la vestidura del Dios de los dioses y lo adoraron con fe ardiente”.
Los mismos Evangelios Apócrifos conservan aún el calor del prodigio, el milagro y la celeridad con una sencillez y gracia cautivantes.
Los afluentes a esta inicial “leyenda” van incrementándose desde Egipto, Armenia, Bizancio y la India.
Todo el oriente brinda su tributo imaginativo para hacer más esplendorosa esta leyenda que esconde bajo su apariencia pueril, la esencia de un misterio religioso que han producido de los Santos Padres, extensas y profundas consideraciones.
Y así pasaron los Magos de ser unos desconocidos, a tener sus nombres…
En el principio fueron tres y se llamaron: Melkon, rey de Persia; Gaspar, rey de los indios y Baltasar, rey de los árabes.
Cada uno contaba con un enorme séquito, compuesto de cuatro mil soldados y cuatro generales, de manera que, cuando llegaron a Belén, doce mil soldados hicieron guardia de honor al recién Nacido. Y cuando los reyes bajaron de sus riquísimas cabalgaduras, las bocinas, las arpas, los tamboriles, los platillos, los pífanos y los panderos, hicieron sonar el aire de alegría, y toda la multitud empezó a entonar un cántico de alabanza ante el Niño, y Dios fue loado.
Pero estos Magos no habían llegado, como los de los árabes y sirios, en unas pocas horas. Habían tardado todo el período de la gestación del Infante y, desde el día de la Anunciación (desde nueve meses atrás) venían viajando con tan poderoso séquito, trayendo cada uno, no un presente sino innumerables y maravillosos regalos.
El Rey de Persia traía, no sólo la mirra, sino aloe y muselina vaporosa, púrpura de Tiro, cintas de un lino transparente y los Libros Sagrados sellados por el dedo divino.
El Rey de los indios, no sólo traía el incienso cultual, sino además preciadas esencias que purifican y espiritualizan el alma hacia el cielo, y, por eso, traía nardo oloroso, cinamomo en cuentas perfumadas (de las cuales nacería el rosario) y la sabrosísima canela.
Y el Rey de los árabes, aparte del oro, plata bruñida, piedras preciosas con los tonos del zodíaco, perlas finas y zafiros de precio incalculable.
En los himnos bizantinos y en el arte del mosaico los Reyes Magos fueron teniendo aceptación, como en el rito litúrgico. Y la fiesta fue haciéndose propia, es decir, separada de la fiesta del Natalis Domini.
En tiempos de Romano el Melodista la fiesta forma parte aún de la Navidad y en el precioso himno de este santo de la Iglesia de oriente, los Magos tienen un diálogo de nueve largas estrofas con la Virgen.
Con extraordinario arte, Romano no fija el número de magos y sí dice que vinieron de Caldea, de Babilonia y de Persia, no dice cuántos ni quiénes eran, quedándose dentro de la más perfecta ortodoxia de los evangelios canónicos.
San Juan Crisóstomo tenía por cierto que los magos habían empleado dos años y trece días en seguir a la estrella y que por ello llegaron el 6 de enero.
La leyenda se va aumentando de forma sorprendente: para San Agustín y San Juan Crisóstomo eran nada menos que doce.
Estos son los nombres que dan los relatos orientales:
Barkhuridai, Dadmusai, Bardimsa, Sahabani, Khorina, Dedmusa, Dispugai, Khumarai, Savura, Ispanai, Sahurai y Samiram.
En otras leyendas, con el número tradicional de tres, adquieren los nombres dignos de altas letras: Así en una se llaman Appelios, Amerus y Damascus; en otra Ator, Sator y Peratoras y, en otra: Megalath, Galgath y Sarasin.
Para la tradición herética de los gnósticos, que era como la síntesis de toda la cultura mágica de oriente traspasada a occidente por el canal del neoplatonismo y uniendo los ideales del nuevo mundo lógico y el cabalístico, convivían, por el sincretismo judío, toda la sabiduría persa, la cultura del zenda-avesta, la cabalística caldea (kábala de Adam Karmok) unido ello a la necromancia y astrología de los egipcios.
Ejerce una fascinación sobre el mundo helénico y romano, absorbente y desorientador, llegado como coqueteo cultural o como diletante posición mágica.
Aunque Plotino no está inmune del influjo del gnosticismo, los exponentes más representativos hay que buscarlos en Apolonio de Tiana, Simón el Mago y Valentino (con su petulante y enmarañada exposición del evangelio) en oposición al verdadero espíritu del verdadero Evangelio.
Los Magos, respondiendo a los principios de Ormuz y a un número cabalístico, eran doce, y cada uno de ellos tenía un nombre que representaba una emanación de Dios.
Y así se llamaron: Reino, Corona, Belleza, Magnificencia, Juicio, Inteligencia, Gloria, Prudencia, Severidad, Victoria, Fundamento y Sapiencia.
Estos magos vieron nacer en el día de Jesús una constelación nueva: la del Pesebre y vieron los signos astrológico que anunciaban el arrasamiento total de Jerusalén y el final de las pasadas edades en la conjunción de Marte y Júpiter.
Llegaron a Belén desde los cuatro puntos cardinales y a través de los elementos: desde el mar, desde el desierto, desde la selva y desde el aire por el anuncio del cometa: en ellos estaban representadas las edades del hombre en la vida, los símbolos de la vida.
Cuando pasaban por los caminos los templos antiguos se tambalearon y los dioses se despedazaron, mientras el Rey David se despertaba en su tumba para cantar a Su Señor, el Dios verdadero.
Y llegando al pesebre, cada uno acompañado de un genio celeste, entregaron sus extraños presentes:
Corona: acompañado por un genio negro, trajo un trozo de la luz iluminante;
Sapiencia: trajo el “logos” iluminado;
Prudencia: un cántaro de agua del Paraíso;
Magnificencia: el símbolo de la cabeza del león;
Severidad: una columna de fuego rojo y negro;
Belleza: el símbolo del espejo con los colores del alma, que son el verde y el amarillo;
Gloria: la columna salomónica
Y Sabiduría: el “abaxas” sagrado, maravilloso símbolo total en el cual las 365 inteligencias que rigen al mundo en todos sus órdenes están escritas en el fuego eterno.
Una leyenda posterior asegura que apenas Jesús tuvo ante sí todos estos presentes, extendió su mano (que venía a dar el reino a los pobres) y redujo todo a polvo, mostrando al cristianismo enemigo de toda posición intelectualista, hermética e iniciada.
La estrella
Había sido creada con el mundo del Paraíso terrestre y había desaparecido con la culpa de Adán, reapareciendo para la Encarnación del Verbo, para terminar su ciclo el Día del Juicio.
Para Santo Tomás aquella estrella “no fue una de las estrellas creadas desde el principio del mundo: porque ninguna delas estrellas ordinarias se mueve desde el septentrión al mediodía, ninguna interrumpe su movimiento, ninguna luce de día y ninguna está tan cerca de la tierra como para hacer distinguir netamente la posición de una casa” Para el Aquinate ello fue una manifestación del Espíritu en forma de estrella y no un absurdo astronómico.
En 1572 Tycho Brahé descubre en la constelación de Casiopea una gran estrella fulgurante a la cual da el nombre de “La Pellegrina”, identificándola con la estrella de los magos, por aparecer a distancia de 315 años, llegando a tener por ello su protagonismo en el nacimiento de Jesús.
Para Kepler la estrella de Belén fue la reverberación de la conjunción de Marte, Saturno y Júpiter que formaron el temible trígono de fuego, tan importante para el mundo antiguo en su especulación de lo divino.
Según una muy segura tradición los restos de los tres Reyes Magos, fueron trasladados por el emperador Federico, desde Milán a Colonia, a la magnífica catedral alemana, cuyos planos, también según la tradición fueron diseñados por el genio de San Alberto Magno, descansando las mencionadas reliquias en una magnífica arqueta.
Que el temblor, la ansiedad y emoción de la noche de Reyes de nuestros años infantiles se renueven en esta Epifanía y seamos nosotros, adultos ya en la fe, pero niños en la audacia, quienes nos atrevamos a pedirle una estrella y a ofrecerle al Divino Infante lo que los misteriosos dones significan: el más puro amor, la oración más ardiente y confiada y la mortificación de nuestros inveterados vicios.
Y esperemos a la luz del pasado…
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P. Ismael, del blog Soleares
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