Los medios y el Papa: un año difícil

El Cardenal Angelo Bagnasco, Arzobispo de Génova y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, durante la Asamblea Plenaria del episcopado europeo que está realizándose en estos días en París, pronunció un interesante discurso que ofrecemos ahora en nuestra traducción al español.

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Saludo y agradezco a Su Eminencia, el Cardenal Presidente, y a todos los hermanos en el Episcopado por la invitación a ilustrar este significativo tema: “Los medios y el Papa: un año difícil”.


Se trata de un tema complejo y muy relevante, considerada la importancia que asumen en la actual sociedad globalizada los medios de comunicación y los riesgos relacionados a un uso indebido de los mismos, sobre todo hoy que, “de manera cada vez más marcada, en ocasiones la comunicación parece tener la pretensión no sólo de representar la realidad, sino también de determinarla gracias al poder y a la fuerza de sugestión que posee” (Benedicto XVI, Mensaje para la 42º Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 2008).


En base al análisis de la experiencia italiana, que ofrece un punto de observación privilegiado en muchos aspectos, se puede afirmar que, en un primer período, la representación mediática del pontificado de Benedicto XVI ha sido, en conjunto, adecuada y sustancialmente positiva.


Las perplejidades de algunos comentadores, ligadas en su mayoría a la proyección sobre el nuevo Pontífice de los estereotipos no siempre positivos referidos al cardenal Ratzinger, o a su presuntamente escasa capacidad comunicativa, pronto fueron superadas o redimensionadas por un juicio más atento a los contenidos del magisterio y por el reconocimiento del particular atractivo ejercido por el Papa sobre las multitudes, no obstante su estilo intencionalmente sobrio, centrado más en la palabra que en los gestos.


Este atractivo ha sido alimentado por algunos grandes eventos que se impusieron desde el punto de vista mediático, como por ejemplo la visita a la sinagoga de Colonia, realizada el 19 de agosto de 2005 durante el primer viaje a Alemania, o la visita al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, realizada el 28 de mayo de 2006 con ocasión del viaje a Polonia, o incluso la visita a la Mezquita Azul de Estambul, realizada el 30 de noviembre de 2006 durante el viaje a Turquía, o finalmente la lectio magistralis en la Universidad de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006.


Además de estos eventos de notable impacto, la atención de los medios ha sido catalizada por las intervenciones de Benedicto XVI sobre los llamados “principios no negociables” o sobre las raíces cristianas de Europa, que han suscitado un debate vivaz en la opinión pública de los principales países europeos.


Una menor consideración se ha reservado, en cambio, a algunos encuentros llenos de significado para la vida ordinaria de la Iglesia, como las visitas a las parroquias de Roma, los diálogos con los grupos, y las catequesis de los miércoles, que en realidad representan, con frecuencia, la ocasión para una actividad de predicación y testimonio por parte del Papa que bien merecería mayor relieve y profundización.


Se advierte aquí el riesgo, que ha surgido ya desde el segundo año de pontificado y poco a poco se ha ido acentuando, de una representación mediática reduccionista que tiende a infravalorar al Papa testigo y predicador del Evangelio y a sobredimensionar al Papa intelectual y político, enfatizando las intervenciones consideradas potencialmente conflictivas y juzgadas más útiles para hacer noticia, y descuidando algunos temas de fondo que revelan las prioridades del pontificado. Estas bien conocidas prioridades pueden ser brevemente recordadas.


La primera está representada por Dios mismo, por la relación con Él y por la fe en Él a través del Señor Jesucristo que nos lo ha revelado. En esta perspectiva, se puede hablar también de una prioridad “cristológica”, manifestada particularmente en el libro “Jesús de Nazaret” que lleva a Benedicto XVI a reafirmar con fuerza que Jesucristo es el camino a Dios Padre, nuestro único Salvador, la verdadera sustancia de la fe cristiana.


La Iglesia debe hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. Esta misión se realiza sobre todo a través de la oración, personal y litúrgica, y requiere preocuparse por la unidad de los creyentes: la oración y la unidad de los creyentes son ulteriores prioridades del actual pontificado que implican a todos, cada uno según la propia responsabilidad.


Una última prioridad que parece oportuno recordar aquí concierne a la clarificación de un auténtico concepto de libertad, necesario para la vida de la persona y para el bien de la sociedad. Al respecto, Benedicto XVI, rechazando toda ética y concepción referibles a lo que ha definido como “dictadura del relativismo”, subraya que la libertad de la persona es relacional por naturaleza y no puede excluir la responsabilidad hacia el otro. La libertad es tal, se puede observar, sólo en relación con el valor inalienable de cada vida, de la paz, de la justicia, de la solidaridad y de todos los bienes humanos fundamentales, a cuyo aprecio y respeto debe ser educada.


Si se ignora o descuida este cuadro de prioridades en el cual se colocan las diversas intervenciones del Pontífice, es difícil evitar representaciones parciales y engañosas, críticas ideológicas y preconcebidas, lecturas dirigidas a hacer decir al Papa aquello que con toda evidencia él no dice, hasta alimentar incluso formas de ostracismo extrañas a la dialéctica democrática.


En este tipo de derivas mediáticas se incluyen algunas polémicas recientes, como por ejemplo las que siguieron al célebre discurso de Ratisbona, al Motu Proprio que permite el uso de la liturgia preconciliar, a la remisión de la excomunión a los cuatro obispos lefebvristas, a las aclaraciones acerca de la naturaleza del diálogo interreligioso, o a las consideraciones sobre los límites del uso de preservativos realizadas durante el viaje a África.


En todos estos casos, una representación correcta habría permitido superar los malos entendidos y aclarar el alcance efectivo de intervenciones que, lejos de justificar algunas ásperas críticas que se registraron, en realidad desarrollan coherentemente algunas directrices del pontificado y las prioridades antes expuestas.


Por el contrario, se ha preferido una lectura parcial y muchas veces francamente incorrecta que lleva a preguntarse si en algunos componentes de la cultura y de los medios de comunicación no se está abriendo paso a un anticlericalismo interesado en esconder el verdadero rostro de la Iglesia y en distorsionar el significado de su mensaje, de modo que éste resuene como incoherente o anacrónico y la Iglesia parezca animada sólo por la voluntad de “levantar muros y cavar fosas”, sobre todo en materia de ética. Esta sería la Iglesia de los “no”, enemiga del hombre e indiferente a sus necesidades, oscurantista y contraria a la racionalidad científica.


En realidad, señalar los riesgos que la falta de respeto incondicional por el ser humano puede comportar para la dignidad del hombre no es ciertamente signo ni de hostilidad hacia la ciencia ni de obtusa resistencia hacia lo moderno; es deber de la Iglesia señalarlos y el hacerlo es, más bien, un síntoma de solicitud y de amistad: el amigo no puede no señalar un peligro.


La mayor parte de la Iglesia puede condensarse en el gran “sí” con que responde al amor del Señor, indicándolo a todos. Por eso habla principalmente de Dios y de la vida eterna, destinada a no terminar. Habla de esperanza y de felicidad. Algunos “no”, que en un cierto punto la Iglesia considera que debe decir, son la contracara exacta de una ética del “sí” y, aún más a fondo, de una ética del amor, en nombre de la cual no se puede intercambiar el mal por el bien para obtener un consenso tan fácil como efímero.


Tal vez se querría, por parte de algunos ambientes, una Iglesia alineada en forma supina a la opinión que se autoproclama prevalente y progresista, o una Iglesia simplemente muda. Las líneas de demarcación claras, que imponen opciones a veces lacerantes para las conciencias y casi siempre no fáciles, no están ciertamente en sintonía con un mundo donde la relatividad (o el relativismo) de la ética y de la moral sustrae la elección a la conciencia para entregarla a un limbo donde todo está más allá del bien y del mal.


Sin embargo, la Iglesia no puede faltar a la propia misión. Expresar libremente la propia fe, participar en el debate público en nombre del Evangelio, llevar serenamente la propia contribución a la formación de las orientaciones político-legislativas aceptando siempre las decisiones tomadas por la mayoría, no puede ser confundido con una amenazada a la laicidad del Estado.


La Iglesia no quiere imponer a nadie la propia moral “religiosa”: ella enuncia desde siempre, y no puede no enunciar, - junto a principios típicamente religiosos – los valores fundamentales que definen a la persona y garantizan su dignidad, sin alimentar polémicas pero privilegiando siempre el método de un debate sereno y constructivo y la búsqueda del bien común.


Un rol esencial para el conocimiento y la difusión de tales valores, recordados con ejemplar claridad por el magisterio de Benedicto XVI, corresponde hoy a los medios de comunicación. Es de desear que, en el ejercicio de una tarea tan delicada, prevalezcan siempre las razones y los criterios de una responsabilidad deontológica que, aunque no excluye la posibilidad de críticas fundadas y constructivas, encuentra su última verificación en la capacidad de contribuir al conocimiento y a la búsqueda de la verdad.


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Fuente: Papa Ratzinger Blog

Traducción: La Buhardilla de Jerónimo


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