Romero a Roma (Bruno Moreno Ramos)
Título: Romero a Roma
Autor: Bruno Moreno Ramos
Editorial: Vita Brevis
Páginas: 122
Precio aprox.: En papel: 12,50€; edición electrónica: 4€
ISBN: 978-1-2910-8700-0
Año edición: 2012
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Vita Brevis.
“Todos los caminos llevan a Roma”.
Esta frase, más que conocida por todos me llevó, de forma inmediata, en cuanto conocí de la publicación de “Romero a Roma” a otro libro, también de viajes y también con el mismo destino. No es otro que el “El camino de Roma” de Hilaire Belloc.
Es bien cierto que las dos peregrinaciones ocuparon un tiempo muy distinto y que la de Belloc consistía en caminar desde Lorena hasta Roma y la del autor de “Romero a Roma” sólo (por decirlo así) desde Nápoles a la ciudad eterna. Sin embargo, no es menos cierto que ambos casos pueden ser tenidos en cuenta para quien quiera conocer qué le puede pasar a uno cuando decide tomar el camino hacia la sede de san Pedro.
Ambos libros son, eso sí, muy distintos, en cuanto al contenido, digamos, espiritual que tienen ambos. Y en esto gana, en mucho, el de Bruno Moreno Ramos. En mucho y en bueno.
Este libro es curioso porque no se limita a narrar lo que ha sucedido a unos intrépidos romeros que, un día, decidieron que irían a Roma a visitar, entre otros lugares, la tumba de nuestros padres en la fe. Va más allá de lo que es un libro de viajes y lo es porque uno que tiene sentido espiritual ha de tener, por fuerza, un contenido también espiritual. Y éste lo tiene muy a diferencia, como hemos dicho arriba, del de Hilaire Belloc.
Así, por ejemplo, está más que bien que haya empezado el diario del viaje de cada día con un “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” porque centra, a la perfección, lo que luego vendrá escrito. No es, por eso mismo, una forma baladí de encomendar el día.
Pero, a lo largo de todo el libro, y a razón de lo que iba saliendo por el camino, el autor de “Romero a Roma” nos va mostrando otro camino, el de la fe. Así, por ejemplo, cuando en la página 9 nos dice que “A fin de cuentas, todos venimos a mendigar, ya sea unas monedas o el perdón de nuestros pecados y la vida eterna. El hombre es un mendigo existencial”.
Otro ejemplo, importante por lo que supone para clarificación de despistados, es cuando, en la página 98, trae a colación algo tan crucial como es la actualización de un hecho salvífico. Y es que escribe que “si experimento que hoy Cristo vence al pecado y a la muerte en ocasiones concretas, puedo tener fe en Él” o, lo que es lo mismo, que no se trata de la repetición, tal experimentación, de lo que sucedió entonces sino que tiene consecuencias ahora mismo.
Y esto tan terrible y cierto (p. 100): “¿Por qué los cristianos ya nunca hablan de la gloria de Dios?” . Se consuela, es un decir, acto seguido, cuando escribe que “Menos mal que la liturgia, la Escritura y la vida de los santos se empeñan en recordarnos una y otra vez que debemos dar gloria a Dios. Más aún, que vivimos para la gloria de Dios”.
Y si lo dicho (poco, es cierto) hasta ahora no es suficiente, en la página 15 nos dice que “Si conociéramos la historia de salvación que Dios ha tenido con las personas que tenemos a nuestro alrededor, nos asombraríamos: con cuántos santos y confesores de la fe nos habremos cruzado sin saberlo, cuántos milagros habrá hecho Dios en la vida de vecinos o compañeros de trabajo sin que nosotros nos hayamos dado cuenta y qué inspiraciones profundísimas inaccesibles para los mejores teólogos habrá concedido quizá a esa viejecilla que vemos rezando el rosario en Misa”