Mujeres cautivas, conciencias arrasadas
-Sobre el XXV Encuentro de Mujeres Autoconvocadas- (III)
Recuperación del sentido común y la “palabra viril”
(…) No haya ningún cobarde! / Aventuremos la vida!
Pues no hay quien mejor la guarde/ que el que la da por perdida.
Quien sabe que el pecado esclaviza, y el error siega vidas, arremete contra ellos (y no contra las almas) con lógica energía, y con toda la vida. Y esta energía vital se manifiesta también en las palabras, porque el que es la Palabra, se ha hecho Vida, para iluminar las nuestras. Y nuestras acciones surgen del corazón, animado por los conceptos en que reside la Verdad o la mentira. Ambas, pues, se transmiten por la palabra, y un pensamiento confuso o erróneo, no puede sino generar una palabra igualmente confusa, ambigua, oscura, cuando no directamente mentirosa. Todo lo altisonante, en este contexto, desentona y asusta.
Y si algo caracteriza al círculo cuadrado que es el catolicismo liberal que nos acosa, es el temor (terror en ocasiones) a la definición, lisa y llanamente. Del temor de Dios prefieren sentirse “superados”, eso sí, pero de la definición, ¡válganos Señor!, parecerían decir. Por eso, sin duda, el lenguaje “bélico” paulino, o ciertos textos más que transparentes aunque “incómodos” de Nuestro Señor –Él nunca opina, jamás argumenta retorcidamente para “convencer”; afirma y niega, simplemente, como la expulsión de los mercaderes del Templo (Mt. 21,12-17), o su advertencia a la iglesia de Laodicea: “Porque no eres frío ni caliente te vomitaré de mi boca”(Ap.3, 15-16)–, se borran de un plumazo, sin más. Toda una serie de conceptos (fundamentales en la teología espiritual, y quizá también en el más elemental sentido de supervivencia cotidiana) han ido desapareciendo insensiblemente del pensamiento católico de un tiempo a esta parte, y las consecuencias están a la vista. Mientras quienes deben blandir la Palabra como espada, temen hacerlo, los que deben callar y aprender, la usan como garrote, torpemente, derramándose en groserías, porque la Palabra es cada vez más devaluada.
Por eso cuando el pensamiento de la fe se deteriora en la Esposa de Cristo, al menos en ciertas Iglesias locales, el lenguaje católico va perdiendo fuerza y claridad, y hasta en ciertos documentos eclesiásticos se hace débil, aburrido, tan matizado y contrabalanceado que acaba por no decir nada. Le falta el veritatis splendor que le es propio, como palabra de Cristo pronunciada por su Iglesia. “La Iglesia de Dios vivo es la columna y el fundamento de la verdad” (1Tim 3,15). La Esposa de Cristo, Verbo encarnado, es aquella que predica “la palabra de Dios, viva, eficaz y tajante, más que una espada de doble filo, que penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, hasta las articulaciones y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4,12). La reforma hoy más urgente de la Iglesia es la recuperación del pensamiento y del lenguaje que son propios del Catolicismo, como tan acertadamente señala el p. José M. Iraburu
Nos hallamos entonces con personas maravillosas, de todas las edades, que sí se han enterado y muy bien del Aquelarre en cuestión, y que también están dotadas de un profundo celo apostólico, reconociendo la urgencia de acudir fielmente allí donde la Fe y la Vida son atacadas. Pero que lamentablemente, no siempre van tan acertadas en las formas de testimonio, sencillamente porque están animadas de un pensamiento débil, inexacto, ambiguo, no católico. Defienden la vida, y con ella la paz, y está muy bien, pero olvidando que entre los bienes existe jerarquía, olvidan que el Bien sumo puede requerir cierta violencia en ocasiones contra bienes menores.
“Aman el amor”, pero no pueden comprender que en sí mismas las pasiones son neutras moralmente, y que el odio es también una pasión legítima, si se aplica al pecado, por ejemplo. No tienen mucha idea de qué es la metafísica, pero creen que son buenos porque sienten “cosas lindas”. Entonces cuando ven que un grupo de varones ingresa por la fuerza (aclaremos: luego de que la policía ha sido “repelida”) entre la turba a defender a una embarazada a la que están pateando en el piso unas “señoras”, lo reprueban airados, mirando desde lejos, diciendo que “es peor responder agrediendo” (¿¿??). Y estamos aquí, entonces, ante el monumento a la ridiculez, con bonete y todo.
Y debemos llorar, porque el diablo se ríe a carcajadas.
La falsificación de Cristo, hombre perfecto, en una caricatura melosa de cantante de boleros, debe entonces engendrar necesariamente un catolicismo débil, falsificado, chirle, que abomina del apetito irascible como de una maldición, concibe la adrenalina como la marca del anticristo, y las hormonas masculinas como un virus pestífero, y como corolario, violenta (aunque no le guste el verbo) toda la naturaleza humana, erigiendo la cobardía o la sandez en virtud. Y paradójicamente, podemos ver que si sabemos que el feminismo es una degeneración de lo femenino, un triunfo del maligno en nuestras filas, será la feminización enfermiza no ya de las personas sino aún de las virtudes más viriles (recordando que estos términos poseen la misma raíz, y nos quedamos sin virtud, si combatimos toda virilidad)[1], cuando hasta Santa Teresa no vacilaba en instar a sus monjas a ser “muy varonas”, no arriesgando en nada su femineidad, sino todo lo contrario.
«Reforma del lenguaje y del pensamiento o apostasía: La Iglesia Católica, ya que ha de expresar con palabras humanas la plenitud de la Palabra divina, está obligada a usar un lenguaje verdadero y exacto, lo más claro y preciso que sea posible. Esos modos de lenguaje oscuros, ambiguos, retóricos, contradictorios y, sobre todo, tan débiles, deben ser eliminados de la Iglesia, para que así el Señor “nos conceda vivir libres de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de su verdad” (or. Dom.XIII T.o.). Quiera Dios que el Magisterio apostólico y la predicación, la teología y la catequesis cumplan en la Iglesia siempre la norma de nuestro Señor Jesucristo: “sea vuestra palabra: sí, sí; no, no. Todo lo que pasa de esto, viene del Maligno” (Mt 5,37; cf. Sant 5,12; 2Cor 1,17-19).” (Cf. J.M. Iraburu, ibidem)
No es casual, entonces, que cuando surgen actitudes naturales, viriles y virtuosas, a coro el aquelarre califica la reacción como proveniente de “católicos”…¿no será que el enemigo reconoce mejor que nosotros mismos al auténtico discípulo, que es al que el mundo quiere siempre crucificar, como al Maestro?...
Debemos decirlo, pues (como se lo hemos dicho en su momento a estos jóvenes), para seguir definiendo: los católicos tampoco pueden ser budistas, ni zen… ni zanahorias los hombres. La legítima defensa no es pecado. Y si defendemos la ley natural, debemos saber que además de llover de arriba hacia abajo, para defender a una persona atacada físicamente, no puedo hacerlo “por carta”.
Todo esto puede hacer reír a algunos, pero es muy, muy triste, porque se viene robando a varias generaciones de católicos el sentido común. O como lo ha expresado el padre Castellani:
«Yo por mí preferiría respetar las palabras (…) El que no respeta mucho las palabras no respeta mucho las ideas. El no respeta mucho las ideas no ama enormemente la verdad. Y el que no ama enormemente la Verdad, simplemente, se queda sin ella. No hay peor castigo».
“A veces es más prudente actuar que ser pasivo. Y en ese sentido el Papa no es un pacifista, porque hay que acordarse que en nombre de la paz pueden llevarse a cabo horribles injusticias”, señaló Joaquín Navarro Valls en una rueda de prensa en el 2001, a raíz de los atentados terroristas. “Para la ética cristiana la paz es un valor muy alto, pero el bien común, tanto moral como físico, a veces está por encima” (diario La Nación, 25 de septiembre de 2001).
Sabemos de sobra que la fortaleza tiene un aspecto pasivo y otro activo, y que en numerosas ocasiones (no siempre) el primero es más arduo y más heroico, pero no podemos admitir que a un puñado de jóvenes se le inculque que el segundo es per se deficiente o malsano, porque no es ésta la doctrina católica.
Repasamos, pues, el Catecismo al respecto, para ahorrar a los lectores el trabajo de buscarlo.
2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’ (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7).
2264 El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7).
2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.
2266 La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio.
2267 Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.
Ahora bien: de lo expuesto surge la necesidad de profundizar la doctrina católica acerca de la paz, opuesta desde ya al pacifismo, y que implica condiciones puntuales para lo que puede considerarse “violencia legítima”, en casos de legítima defensa.
- La violencia que amenaza seriamente la vida o la integridad física de una o más personas humanas, para ser legítima, siempre debe ser una defensa contra una agresión injusta, grave y cierta. Además, salvo en el caso de la pena de muerte, esa agresión debe ser actual.
- La violencia legítima siempre es un último recurso; o sea, sólo es lícito recurrir a la violencia cuando todos los recursos no violentos sean ineficaces.
- La violencia legítima siempre es proporcionada a la agresión; o sea, no debe provocar daños mayores que el que se pretendía evitar.
- Además, en los dos casos de violencia legítima contra una sociedad (“guerra justa” y resistencia a la tiranía), se añaden otras dos condiciones: que la agresión a la que se pretende responder sea prolongada y que la respuesta violenta a esa agresión tenga expectativas fundadas de éxito. (Cf. Daniel Iglesias Grèzes).
Y vamos procurando terminar…
Quisiera dejar claro, a quienes tachan de “violentos” a los católicos que tienen sangre en las venas y que tratan de ser fieles a todo el Evangelio (por ejemplo a algunos sacerdotes que se refieren a ellos como “pesados”, cayendo en vergonzosas calificaciones de chiquilines), que a ninguna persona más o menos normal le puede “divertir” viajar toda una noche a otra ciudad para tener exponerse a trompadas y golpes, escupidas y patadas para defender a otros más débiles, como han sido las mujeres católicas que participamos de los talleres más violentos. El martirio no se busca, pero tampoco puede huirse de él como de la peste, y no se puede pedir a los jóvenes que se conviertan en estatuas ante cualquier afrenta, porque se corre el riesgo de imponerles un yugo demasiado pesado de llevar, que ni el Decálogo nos pide.
Quisiera recordar una homilía maravillosa de S. S. Juan Pablo II a las Fuerzas Armadas de un país europeo, en que hacía notar que no gratuitamente, Nuestro Señor había encomiado la fe del Centurión, mayor a la que había encontrado en todo Israel (Mateo 8:5-13). Y señala en esa oportunidad el Vicario de Cristo que en ningún momento Nuestro Señor le reprocha su profesión de soldado, sino más bien al contrario, teniendo en cuenta que éste, cuando ejerce una violencia contra alguien, es de modo defensivo para proteger un bien mayor, llegando incluso a exponer en ello su propia vida, y ejemplificando así el aserto de que “No hay mayor amor que dar la Vida” (Jn.15,13). En tiempos en que tantas sandeces se escuchan sobre la noble vocación militar, y tanto incluso se la ha afeminado en la práctica, es bueno recordar estos conceptos.
Quisiera pedir, quisiera suplicar, pues, a nuestros pastores, que nos acompañen y alienten hacia la madurez en la fe, que en la Confirmación nos hace “soldados de Cristo”, no instándonos a una prudencia humana, que todo lo resguarda, llevándonos a perderlo Todo. Es digno de memoria el episodio honroso en que un joven debió recordarle con lágrimas a un obispo, en la defensa de su Catedral, que si él seguía sus consejos de esconderse para “protegerse de las agresiones”, lo que no podría es luego esconderse de su conciencia, por no haber sido capaz de oponer resistencia al agravio hecho a Cristo.
Los católicos no necesitamos que nos sigan desmovilizando, sino que nos animen y acompañen, recordando Lepanto, o tantos auxilios históricos de María Santísima y del apóstol Santiago en cientos de batallas de toda la cristiandad. Y si no tienen fe, que al menos no intenten socavárnosla a los laicos, y por ellos seguiremos rogando. Y que no nos vengan con que hacemos apología de la violencia, porque no nos interesa caer en falsas dialécticas. Sólo nos resistimos a que nos quieran terminar de robar el sentido común.
Sin duda queda mucho por decir; ojalá otros lo hagan, para luz y estímulo de todos, superando la anécdota. A los corazones hartos de eufemismos (“trabajadoras sexuales”, “interrupción del embarazo”, etc.), queremos presentarles, a modo de corolario y bálsamo, la contundencia de la poesía más castiza, que puede palpar sin miedo las realidades últimas, sin sujeciones medrosas a lo políticamente correcto:
(…) Sigamos esta bandera,/ pues Cristo va en delantera.
No hay qué temer, no durmáis,/ pues que no hay paz en la tierra.
Que María Santísima, terrible como ejército ordenado para la batalla, nos alcance fidelidad completa, a sólo y todo lo que El quiera presentarnos.
M. Virginia O. de Gristelli