En las últimas semanas no pocos cristianos de la Archidiócesis me habéis manifestado vuestra preocupación por la celebración en Sevilla de un congreso de ámbito mundial sobre el aborto, con la finalidad de compartir información, experiencias y nuevas técnicas para mejorar la calidad de las prácticas abortivas. Tendrá lugar entre los días 21 y 23 de octubre y, según parece, será financiado por instituciones públicas de la capital y la región. Algunos me habéis pedido que haga cuanto esté a mi alcance por impedirlo. Como podéis imaginar, no tengo en mis manos la posibilidad evitar su celebración, pero si tengo el deber de iluminar la conciencia de nuestros fieles sobre este acontecimiento que, a mi juicio, no va a ser un hito glorioso en la historia de nuestra ciudad.
El pasado 4 de julio entró en vigor en España la llamada Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, que en realidad no es otra cosa que una liberalización total del aborto, considerado como un derecho de la mujer, mientras se conculcan los más elementales derechos del hijo que lleva en sus entrañas. Su carácter legal no le confiere el marchamo de moralidad, pues no todo lo que es legal es moral. El aborto es siempre una inmoralidad, un mal objetivo; no es progreso sino regresión. En realidad es un “crimen abominable”, como lo calificó el Concilio Vaticano II (GS 51), por ser la eliminación voluntaria y querida de un ser humano a petición de sus progenitores, con el concurso de los médicos, los primeros, junto con los padres, que deberían tutelar esa vida naciente.
¿Y qué podemos hacer los cristianos ante el drama del aborto y ante la segura celebración del citado congreso? Una primera posibilidad es que nos sensibilicemos ante este tema auténticamente mayor, y que tratemos de sensibilizar a nuestros conciudadanos, muchos de los cuales aceptan casi sin pestañear la realidad del aborto en nombre del progreso y de la libertad de la mujer. La aceptación social del aborto es una realidad fatal, como reconociera el filósofo Julián Marías hace unos años, calificándola como uno de los acontecimientos más graves que han acaecido en el siglo XX. Algo parecido afirmó poco antes de su muerte el gran escritor Miguel Delibes. En este sentido os invito a todos a difundir en vuestros ambientes, en vuestros hogares, en vuestros lugares de trabajo y en cualquier oportunidad, también en la catequesis y en la formación religiosa escolar, el Evangelio de la Vida, es decir, el valor sagrado de toda vida humana desde la fecundación hasta su ocaso natural, de modo que paulatinamente vayamos sustituyendo la mentalidad abortista y la “cultura de la muerte” por una cultura que acoja y promueva la vida.
En diciembre de 2007, la Asamblea General de la ONU adoptó una resolución por la que se invitaba a los Estados miembros a instituir una moratoria en la aplicación de la pena de muerte. Dios quiera que llegue también el día en que el aborto sea suprimido de nuestras leyes y todos reconozcamos con vergüenza el inmenso y trágico error cometido en los siglos XX y XXI por la humanidad.
¿Qué más podemos hacer? Una forma sencilla de implicarnos en la defensa de la vida humana es rezar. La oración privada y pública es el alma de toda pastoral. También lo es de la defensa de la vida, don de Dios, del que nadie arbitrariamente puede disponer. Así lo reconocía el Papa Juan Pablo II en 1995 en la encíclica Evangelium vitae al decirnos que "es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida". Por ello, sugiero a los sacerdotes que en los días de la celebración del congreso tengan en cuenta esta intención en las preces de los fieles de la Santa Misa y en el rezo del Rosario en las parroquias, y que incluso programen algún acto especial de oración ante el Santísimo por esta causa. Lo pido también a las contemplativas, a las Hermandades en sus cultos y a los grupos y movimientos apostólicos. En todos los casos se puede concluir la oración con la bellísima plegaria a la Santísima Virgen que escribiera el Papa Juan Pablo II como colofón de la citada encíclica.
Termino mi carta semanal manifestando mi respaldo y aliento a las instituciones, confesionales o no, que promueven iniciativas a favor de la vida y que ayudan a las madres en circunstancias difíciles para que acojan generosamente el fruto de sus entrañas. Pocas formas de acción social y de apostolado son hoy tan hermosas y urgentes como ésta. Dios quiera que seamos muchos, también las instancias públicas, los que les secundemos y ayudemos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla