(Saúl Fernández/LNE) El padre Ángel García Rodríguez (La Rebollada, Mieres, 1937) lleva cuarenta años convenciendo a poderosos de que ayuden a los que más lo precisan. El cura lo tiene claro: los más débiles son los niños. “Hace seis días se me murió uno en los brazos, en Haití”, se lamenta.
–Han acordado la disolución de la empresa Fábrica de Mieres, después de ciento cuarenta años.
–Soy hijo de esa fábrica, uno de muchos, pero la nostalgia tampoco sirve para mucho. Me acuerdo, eso sí, de que le llevaba a mi padre una cesta con la comida y él me daba el compango. No sería capaz de descifrar mi infancia sin tener en cuenta la Fábrica de Mieres, sin los obreros, sin la escuela de frailes... Fueron años de pobreza, de falta de luz, de agua corriente... Las cosas han cambiado para bien: lo que tenemos hoy es fruto de nuestros padres, de nuestros abuelos...
–Y se hizo cura.
–Encima de la Fábrica estaba la parroquia de don Dimas, que era el párroco de La Rebollada. Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor decía siempre lo mismo: cura. El cura de mi pueblo era idealista. Cuando venían los muertos de los montes los acogía a todos, consolaba a todas las familias. Daba todo cuanto tenía. Aprendí mucho de él, pero también de mis amigos. De Lito, “El Comunista”, por ejemplo. Le encerraron en la cárcel y yo pedí permiso en el Seminario para poder ir a verlo. Me dijo: “Fíjate, yo en prisión y tú en el Seminario”. Lo que no sabía era que el Seminario era también un poco cárcel.
–Pasó por el Seminario de Valdediós.
–Los primeros sabañones me salieron ahí: hacía frío, la comida no era nada abundante... pero, bueno, todas aquellas penurias te forjan. Intento que los niños también se forjen, pero, claro, no sufriendo aquello. Me da igual dormir en este hotel de cinco estrellas que en el suelo. Todo aquello me sirvió para mantenerme firme y no doblegarme. Al principio teníamos un eslogan: sólo ante Dios y un niño nos ponemos de rodillas. Me dirá que esto es fácil decirlo y tiene razón: alguna genuflexión tuve que hacer ante algún poderoso, pero es que no pertenezco a ningún partido político.
–Sería raro que un cura tuviera una militancia activa.
–Tampoco se crea. Los curas debemos tener ideas políticas, somos hombres como los demás, aunque queramos pasar desapercibidos.
–¿De quién ha aprendido más?
-He pasado por palacios, me han recibido tres o cuatro papas, pero he estado en India y en Haití. Hay un principio general que no podemos olvidar: todos somos hijos de la misma Tierra. No hay nadie distinto y si alguien se cree especial le tienes que mirar a los ojos y decirle: ¿Qué tienes de distinto? Algún poderoso se ha molestado porque dije “no a la guerra”, pero es que pienso que hay que repartir más, y si los que más tienen no reparten habrá que quitárselo, y esto no es una blasfemia.
–Le noto un poco Robin Hood.
–En una ocasión visité a la madre Teresa de Calcuta. Me revolví, dije: “¡Estos ricos...!”. Y ella me recriminó: “De ellos comen estos pobres”. Soy un poco como Cantinflas: decía que no quería que se acabaran los ricos, lo que él que quería era que se acabaran los pobres.
-Acaba de llegar de Haití.
–Lo que está sucediendo allí es una sinvergonzonería gigantesca. Están peor que hace casi seis meses, cuando el terremoto. No se ha desescombrado ni el palacio presidencial, ni los ministerios, ni tampoco la catedral de Puerto Príncipe. Hay un millón de personas que duerme en la calle y los americanos colocan sus casas prefabricadas y sus aires acondicionados. Murió un niño de 5 años en mis brazos y hay decenas de muertos tirados en los hospitales, sin enterrar, oliendo mal. No he visto más ayuda que la que gestiona la Iglesia.
–Israel arrasó la “flotilla de la libertad” en aguas internacionales...
–Es una acción que ha ido en detrimento de los políticos que no saben dialogar. Dialogar es saber perder. Nosotros, los Mensajeros de la Paz, hemos traído a España a veinte personas de Gaza y nos costó Dios y ayuda sacarlos de la franja... Tenemos que estar con los débiles y en este caso los débiles son los palestinos.