«Basta con negar la divinidad de Cristo para convertir al cristianismo en cabeza de todos los errores modernos». — Nicolás Gómez Dávila
Sirva esta cita de atenuante de la labor que desempeña Javier Melloni: pues ciertamente, solo desde una consolidada falta de fe se explican los continuos desatinos de este jesuita.
El último ejemplo del empeño de Melloni en atacar la tradición católica ha aparecido en la contra promocional de su libro en La Vanguardia del pasado jueves, donde despliega un arsenal de frases más propias de un gurú new age que de alguien que funge como teólogo cristiano.
Arranca su entrevista proclamando que «La distinción entre lo sagrado y lo profano ya no funciona», y no contento con echar por el sumidero, como quien arroja pelillos a la mar, la base de la que en teoría es todavía su religión, a Melloni se le escapa un revelador «ya»: ese adverbio es su manera subliminal de presentar como progreso lo que no es sino la vieja confusión panteísta del Deus sive Natura.
El Creador y su Creación ya no son esencialmente distintos. Dice el gurú que esa distinción «ya no se lleva», vaya, y nos vende el panteísmo como el último grito de su espiritualidad emergente.
Prosigue Melloni señalando que, si bien cada vez hay menos «religión», hay sin embargo más «espiritualidad», y que por ello se vacían las iglesias y cada vez hay más meditadores mindfulness. Aquí hay que agradecerle al jesuita su sinceridad por no señalar con lágrimas ese vaciamiento… Serían lágrimas de cocodrilo: Melloni sabe, sin duda, que ese vaciamiento de las iglesias se incrementó casualmente desde que hizo metástasis el cristianismo sincrético que él defiende. Y por cierto, dada su admiración por los espacios llenos de gente, a Melloni se le podría recordar que hay locales más concurridos que las salas de meditación: las salas de juego, sin ir más lejos. Pero el cristianismo no mide la verdad por aforos. Guiarse según la ley de la cantidad y el número no es cristiano.
Breve, pero repleta de perlas, la entrevista de Melloni sube de tono cuando diagnostica que la gente «está cansada de la religión, si entendemos por religión la mera formalidad y la apropiación de Dios. Cansados de la religión tribal que proclama que solo nuestro dios es Dios». Aquí recurre a una clásica falacia del hombre de paja: caricaturiza la religión como mera formalidad, para luego atacar la caricatura por él mismo pergeñada. Nuestro teólogo jesuita da un paso adelante: la Iglesia para él ya no es el Cuerpo Místico de Dios —¡quia!—, ni siquiera es el Pueblo de Dios, sino la Tribu que formamos quienes nos hemos apropiado de Dios. Como queda dicho, sólo la falta de fe puede justificar semejante sandez: Melloni no cree que Jesús sea el Camino, la Verdad y la Vida, y nos acusa de apropiarnos de Dios a quienes lo creemos. Esa «apropiación», sin embargo, no es invención nuestra: fue el propio Jesús quien dijo ser Uno con el Padre, y un dialogador interreligioso conspicuo como Melloni debería saber que no se puede acusar al cristianismo de robar lo que ninguna otra religión ha tenido: la fundación por Dios y no por iluminados o profetas.
Melloni, una mina, sigue así: «Queremos pasar de la religión tribal a la universal por el autoconocimiento […]. El nombre de Dios está manchado de sangre». El famoso gurú se mueve ya aquí en el terreno del insulto y la franca incoherencia. La caritas cristiana nos tribaliza, mientras que el ensimismamiento narcisista es el camino hacia la paz perpetua y universal… En su versión más woke, Melloni postula que el Dios transcendente del cristianismo ha quedado «desconectado de la realidad» y coloca el «yo» en el centro de la experiencia religiosa. Ya dicen bien que la liquidez es consustancial al pensamiento progresista. «Hay que buscar otras palabras o modos de referirse a Dios», apostilla el místico. Le daré gratis una sugerencia: llámelo Ego.
Acusa a continuación Melloni a los «neoconservadores» de reducir a Dios y a la espiritualidad al mero rito, y en una llamativa falacia de petición de principio afirma que «El rito sin alma es solo repetición, pero con alma corporiza nuestros sentimientos de forma nueva cada vez». ¿Desde cuándo el rito tradicional carece de alma? Más bien lo contrario es lo cierto. Son los tradicionalistas quienes defienden esa dimensión no meramente formalista, sino esencial, de la liturgia: el rito de la misa es sagrado porque repite el acto de Jesús en la última Cena: «Haced esto en memoria mía».
Melloni apuesta por una religiosidad cool, rabiosamente moderna. Algo nada original -catervas de iluminados de antaño han pretendido ajustar la fe a la moda de los tiempos- y sí muy dañino, pues como decía Wilde, “Nada es más peligroso que ser demasiado moderno: uno se pone en disposición de pasar de moda rápidamente”.
Por fin alcanza el jesuita el éxtasis de la herejía: «Dios no existe. Dios es. Quienes existimos somos nosotros. Somos la existenciación de Dios... El Dios bíblico trascendente ha quedado desconectado de la realidad». He aquí el sueño húmedo de toda espiritualidad neognóstica: eliminar al Creador para empoderar a la Criatura.
Con sus palabras Melloni no hace más que replicar, sin demasiado juicio, el Tat Tvam Asi —«Eso Eres Tú» en sánscrito— hindú, pero debemos ser conscientes de que quien perpetra esa confusión de Dios con su experiencia humana es el fundador de un neomonacato desde la Cueva de San Ignacio de Manresa, sin el menor respeto hacia el lugar. Melloni no se limita a predicar un cristianismo adulterado, lo corrompe desde dentro.
Y en el colmo de lo estomagante, el gurú jesuita envuelve su mercancía averiada en un lenguaje poético y vaporoso, donde significantes y emociones flotan en el aire como el aroma del pachulí: «El ídolo satura y aprisiona su sentido; el icono, en cambio, lo proyecta más allá de las palabras. El ídolo te confina en lo que estás viendo; el icono es como un buen poema que trasciende la imagen y las palabras y te lleva más lejos de lo que ves…». Etcétera.
Podemos imaginar a Javier Melloni en su arrebato, extático, con los ojos en blanco ante un crucifijo, recitando a modo de mantra… «Ceci n’est pas une pipe!», por la gloria de Magritte.
Pedro Gómez Carrizo