Todo el mundo tiene un recuerdo más o menos nítido de las peleas de recreo en su etapa escolar. A veces uno no era testigo del origen de la disputa, simplemente se encontraba con un corro que amurallaba a los combatientes mientras repetía con separación silábica: «¡pe-le-a!, ¡pe-le-a!», creando así una atmósfera de Coliseo Romano. Más tarde, tomando declaración a los testigos y recabando información durante las clases, aun con riesgo de un lacónico «shhh» del profesor, uno llegaba a enterarse del motivo de la disputa: un insulto, una injuria, una ofensa habían actuado como detonante e iniciado la refriega.
Pero tal vez algo pasaba inadvertido a nuestra sagacidad todavía en ciernes, un hecho revelador se nos escapaba: el comentario más ofensivo y que provocaba más disputas era siempre aquel dirigido contra lo amado. El niño enamorado no podía consentir un comentario que ultrajase o simplemente rebajase el ideal que se había formado de su pequeña Dulcinea, su alma caballerosa se rebelaba contra cualquier intento de relativizar su belleza o su honorabilidad. Por otra parte, las madres y hermanas eran sagradas, y una ofensa contra ellas constituía un ineludible casus belli que debía acabar con la retractación del ofensor o la noble derrota del ofendido (derrota sólo en el plano físico, pues en el plano espiritual defender lo amado equivale a vencer).
Por supuesto, el niño más sensible a las ofensas de este tipo se encontraba en cierto sentido en desventaja, pues era extraordinariamente vulnerable y cualquiera podía ofenderlo profundamente. No se ofendía por muchas cosas, pero aquellas por las que se ofendía eran de tal importancia que el desprecio dirigido contra ellas le enloquecía. Sin embargo, los demás no sospechaban que esa vulnerabilidad del niño era por otra parte una prueba de su superioridad, que en otro plano revelaba una ventaja infinita respecto a quienes no se ofendían con esa misma intensidad o se ofendían un poco por cualquier cosa, pues el motivo por el que ese niño parecía inferior tenía un motivo superior: ese niño amaba apasionadamente.
Todavía en la mayoría de los adultos esta verdad pasa inadvertida, por lo general los hombres son incapaces de comprender que a veces lo que supone una desventaja en un sentido externo y material implica una ventaja en un sentido interno y espiritual. La ofensa dirigida contra los católicos en las últimas Campanadas de TVE ha manifestado una vez más esta incapacidad de los modernos para distinguir planos. Los anticatólicos se han relamido al ver el número de católicos ofendidos, han fingido carcajadas ante nuestras protestas, se han burlado de lo tremendamente fácil que es ofendernos en lo más profundo, pero toda esa hilaridad afectada les ha impedido reflexionar sobre la causa por la que nos ofendemos tan desmedidamente: amamos sin medida.
Amar es lo más ventajoso para el mundo interior, pero al mismo tiempo supone una desventaja en el mundo exterior y temporal: uno queda expuesto. Los aficionados al cine habrán visto alguna vez cómo al asesino a sueldo o al ladrón se le aconseja que no se enamore ni tenga familia, pues entonces se vuelve completamente vulnerable, sus enemigos tienen algo con lo que dañarle y pierde así su mayor ventaja, que consiste en no tener nada que perder. En la película Heat el personaje interpretado por Robert de Niro desvela una de sus consignas: «no admitas nada en tu vida que no puedas dejar atrás en 30 segundos si la pasma te pisa los talones». No sé si se ha advertido lo paradójica que es esta frase en boca de un ladrón, pues si se dedica a robar cosas de valor y, sin embargo, sólo puede seguir robando si no tiene nada tan valioso que no pueda abandonarlo, entonces su vida no tiene ningún sentido. Pero hay una verdad de fondo en ese tópico cinematográfico, y es que amar nos expone, nos deja completamente indefensos, y por lo tanto ser vulnerable es la más sólida prueba de que se ama.
Los anticatólicos estaban demasiado ocupados forzando sus risas como para darse cuenta de la tremenda acusación que estaban lanzando contra sí mismos, como para darse cuenta de que su burla era como un boomerang que volvía para golpearlos, pues estaban declarando que no son capaces de amar. Por supuesto que ellos también se ofenden, pero basta ver por qué cosas para darse cuenta que no les motiva el amor. Se ofenden si decimos que un hombre es un hombre y una mujer es una mujer, que ninguna autopercepción o cirugía puede cambiar esa realidad, pero ¿a quién aman cuando se ofenden por ello? ¿A la autopercepción? No lo creo. ¿O bien dirán que aman a esas personas que dicen autopercibirse de otro género? Pero, en primer lugar, en la mayoría de las ocasiones apenas conocen realmente a personas así, y en segundo lugar, uno no ama más a alguien por negar una realidad, al contrario, creo que un hombre que le dijera a su mujer de 1,60 que en realidad mide 1,80, se estaría burlando de ella. Se ofenden cuando decimos que el aborto es un asesinato, pero ¿a quién aman cuando se ofenden por eso? ¿Será a las mujeres que quieren abortar? Parece que no, pues a las que se arrepienten de haber abortado las repudian, como también repudian a quienes se arrepienten del cambio de sexo y critican la ideología de género. Son las mismas personas, pero al cambiar de opinión ya no se interesan por ellas. Luego nunca las amaron.
Lo que caracteriza a los «ofendiditos» woke no es su capacidad de ofenderse, sino el hecho de que no lo hagan por amor. Esa es la razón por la que se ofenden un poco por muchas cosas, pues cosas hay de sobra, pero que se amen incondicionalmente y de manera absoluta hay muy pocas. Su sentimiento de ofensa es impersonal, no está vinculado al amor que sienten por otras personas, sino a ideologías inoculadas políticamente y a opiniones colectivas con las que han llegado a identificarse. Así a un miembro progre de la generación de cristal tal vez no le importará demasiado que insulten a su padre (en muchas ocasiones él mismo será el primero en hacerlo), pero entrará en cólera si alguien niega el cambio climático o rechaza las relaciones homosexuales.
Sucede todo lo contrario en el caso de los católicos. Nosotros no nos ofendemos cuando alguien niega una doctrina de la Iglesia, o un dogma, o ideas y verdades católicas. No, eso nos entristece por las personas mismas que lo niegan, pero no nos ofende. Nosotros sólo nos ofendemos cuando se falta el respeto a las personas que amamos por encima de todo: a Dios en sus tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; a la Virgen María y su esposo San José, así como a los ángeles y a los santos. Porque debe tenerse en cuenta que «persona» no es sinónimo de «ser humano», sino que hablando con precisión filosófica es toda aquella sustancia individual de naturaleza racional, y por eso Dios y los ángeles son también personas. Por esa razón somos tan vulnerables, pues quien ama a otra persona otorga a su enemigo otro en quien ser dañado, un tercero en quien sufrir, pero de tal modo que el sufrimiento es mayor que si el golpe se hubiera descargado únicamente sobre el que ama.
Los anticatólicos todavía no han comprendido que el hecho de que nosotros no podamos ofenderles tan profundamente como ellos nos ofenden es precisamente la prueba de su inferioridad. El niño que insultaba a la madre de otro nunca eran tan desgraciado como cuando no le podían devolver el insulto, pues eso significaba que no tenía madre, que era huérfano. Del mismo modo, nada demuestra mejor la deplorable situación de los enemigos del catolicismo que el hecho de que no podamos devolverles la ofensa, pues eso demuestra que no aman a nadie con la misma intensidad que nosotros, que no hay persona que les importe tanto como para sufrir con sólo que alguien se burle de ella, que son tan bajos como para no amar a nadie por encima de ellos mismos.
Debemos estar, pues, orgullosos de nuestra vulnerabilidad, proclamarla a los cuatro vientos como se proclama que uno está enamorado, pues en realidad amar y ser vulnerable se siguen el uno al otro, no se puede tener lo primero sin lo segundo, y por eso el que presume de no tener talón de Aquiles es que en realidad no tiene corazón. Debemos aprender a ofendernos con la cabeza alta, con la segura dignidad, no de aquel que se sabe superior, sino de aquel que sabe que ama algo superior, de aquel que en mitad del dolor por la ofensa siente compasión por aquellos que le ofenden, y por eso un minuto después pide a Dios que ellos también puedan sentirse algún día tan ofendidos como él, y eso no como venganza, sino porque sólo así les está deseando lo mejor: un amor infinito.