Recomendaciones a futuros sacerdotes, a días de su Ordenación

Recomendaciones a futuros sacerdotes, a días de su Ordenación

A los padres Cristian Daniel y Sebastián. A los demás diáconos, que aguardan con paciencia y perseverancia.

Me han pedido, queridos padres Cristian Daniel (¡tocayo por los dos nombres de pila!) y Sebastián, unas recomendaciones sobre la vida sacerdotal, en estas jornadas previas a su Ordenación. Debo decirles que acepto la invitación con gratitud; por tratarse de un nuevo gesto de afecto y cercanía de su parte, para un servidor. Pero, también, con la absoluta certeza de que otros hermanos sacerdotes lo harían con más sabiduría, coraje y empeño en el combate por la propia santidad. Me referiré, entonces, básicamente, desde estos casi doce años que llevo de Sacerdote. Y, por supuesto, con el corazón abierto.

- Dios primero. Tengan siempre presente el SOS (Sacerdote Orante Siempre). Que es, al mismo tiempo, un constante pedido de auxilio, y un desafío permanente. La mayor pastoral es estar de rodillas, frente al Sagrario. Un instante ante el Señor, presente realmente en el Santísimo Sacramento, resuelve asuntos que no se solucionarían con horas y horas de reuniones. La luz del Sagrario es nuestro consuelo y descanso; ante las vanas luces del mundo que tanto nos encandilan. Los envases de medicamentos vienen con la leyenda «Ante la duda, consulte a su médico». Nosotros, ante la duda, y la certeza, nos postramos ante Quien es la razón de ser de nuestro Sacerdocio. En el templo no se «pierde tiempo» de acción; se invierte en tiempo, junto al Señor del tiempo, que ordena todas nuestras prioridades. Y que nos evita otros despilfarros de tiempo. Recuerden siempre que el Señor llamó a los que Él quiso, para que estuvieran con Él, y para mandarlos a predicar (cf. Mc 3, 13). Él nos eligió; Él nos quiere junto a sí y, luego, nos envía a predicar. Solo llenos de Él podemos anunciar su Reino. Permanecer a su lado, en las buenas y en las malas –muy especialmente, en estas últimas- es condición insustituible para nuestra fidelidad. Las lágrimas derramadas, de rodillas, siempre son purificantes. No tengamos miedo a dejarnos curar por el Señor. El Pastor es siempre prioridad absoluta, y garantía de fidelidad. Como decía el inolvidable padre José Luis Torres – Pardo, CR: «Una pastoral sin el Pastor, termina en brazos de una pastora…»

- Todo en el Nombre de Dios. «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Todo debemos hacerlo por Él, con Él y en Él. Y, como San Juan, debemos reclinarnos una y otra vez sobre su Sagrado Corazón, para que nos dicte cómo anunciarlo. Sólo Él puede hacer nuestro corazón semejante al Suyo. Sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), y nos preserva de palabras inútiles. No nos anunciamos a nosotros mismos. Ciertamente, Él nos conoce y sabe de nuestros dones, capacidades y limitaciones. Y que en el anuncio ellos, también, se muestran. Con humildad pídanle siempre que Él les inspire las palabras y los gestos oportunos. Lejos, por supuesto, de cualquier búsqueda de vanagloria o reconocimiento. Más que nunca, este mundo agonizante necesita que, todo el tiempo, hablemos de Dios. Sin ningún tipo de respeto humano, y huyendo del temor al ridículo. Como decía la querida Madre Angélica, fundadora de EWTN: «Si no te animas a hacer el ridículo, Dios nunca te hará el milagro».

- Centralidad de la Misa. Nos ordenamos para el Santo Sacrificio. Somos, en primerísimo lugar, en Cristo, sacrificadores del Cordero, para adoración y alabanza de Dios. La Misa es lo insustituible y lo más importante de cada jornada. Por eso, nunca será mucho lo que nos preparemos espiritual, intelectual, y prácticamente para ella. No es una más entre tantas y tan diversas actividades. Es lo irremplazable. Por lo tanto, nada de apuros ni de improvisaciones. Ciertamente, debemos ser prudentes con su extensión cuando, por ejemplo, asisten entre semana, estudiantes y trabajadores. La máxima será siempre, de cualquier modo, como nos enseñan los santos: «no hay misas largas, sino amores cortos». Los ayudará mucho colocar, en sus sacristías, esa sabia leyenda que se encuentra en todas las capillas de las Misioneras de la Caridad, de la Santa Madre Teresa de Calcuta: «Sacerdote de Cristo: celebra esta Misa como si fuera tu primera Misa, tu única Misa, tu última Misa». Semejantes cuidados debemos tener con los demás sacramentos; especialmente, la Confesión y la Unción de los Enfermos. Debemos contar con horarios fijos e inamovibles. No es bueno que se nos encuentre más fácilmente en las redes sociales, que en el Confesonario.

- Sacerdotes, nuestra prioridad: Somos sacerdotes y padres de todos. Los hermanos sacerdotes, de cualquier modo, deben estar siempre en primer lugar. Nos santificamos santificando a todos los hijos que Dios nos envía. Por eso, debemos cuidar, especialmente, a quienes nos cuidan en nuestro camino al Cielo, para la Gloria de Dios. Ante un llamado, una consulta o cualquier pedido de otro sacerdote, debemos dejar lo que sea para atenderlo cuanto antes. Particularmente, si se trata de sacerdotes ancianos, con problemas de salud, o en dificultades. Son acciones concretas, por ejemplo, el jueves (día sacerdotal, por excelencia), y el viernes (día del Sagrado Corazón de Jesús), llamarlos por teléfono, ir a visitarlos, hacerles algún trámite o una diligencia, y mostrarse bien disponibles. La obediencia, lo sabemos, viene de escucha. Y, por supuesto, se juega también en estas obras de misericordia.

- Mente sana, en cuerpo sano: Como «templos del Espíritu Santo» debemos cuidar, con permanente vigilancia, nuestra confesión frecuente; la periodicidad de la Dirección Espiritual; la humildad para aceptar correcciones de superiores y pares; y el debido cuidado de la salud física. Nuestros hijos nos necesitan en las mejores condiciones posibles. Y aunque, por supuesto, ni de lejos busquemos emular a Messi, nunca debe faltar espacio para un buen partido de fútbol, con otros sacerdotes, seminaristas o seglares. Y para otros espacios de eutrapelia; que contribuyen notablemente, también, para la propia santificación.

- Castidad, nuestra forma de amar: La castidad es una perla preciosa que, por cierto, Dios nos regala para nuestro propio estado de vida. Recibirla, todo el tiempo, con gratitud; cuidarla con esmero y humildad; y hacerla brillar, en clave de esponsalidad y paternidad, es siempre un desafío. Nunca será mucho lo que le agradezcamos al Señor por ella. Y, al mismo tiempo, siempre debemos estar serenamente vigilantes. La Iglesia tiene todos los medios para ayudarnos en ese empeño. Con sencillez y generosidad, ella resplandece en la hermandad sacerdotal, en los vínculos sanos con hijos y hermanos, y en la fecundidad de un ministerio que lo da todo por el Reino.

- «Ante Dios todos somos pobres»: esta frase de la Santa Madre Teresa de Calcuta nos ubica para vivir, como corresponde, la propia pobreza. Sabernos indigentes ante el Señor, y que todo lo debemos a su Gracia, nos hace compadecernos ante la ajena y la propia necesidad. El desprendimiento frente a los bienes terrenos, nos da la libertad necesaria para anunciar y dar testimonio del Bien definitivo. Y, en la austeridad en el manejo de los recursos, descubrimos el tesoro escondido del Evangelio. Por supuesto, debemos tener entrañas de misericordia ante toda miseria humana. Y ver, en cada pobre, al propio Cristo (cf. Mt 25, 31-46). Y acompañar, sostener y multiplicar, en todo lo que se pueda, el servicio a los más necesitados. De cualquier modo, jamás olvidemos que, como sacerdotes, no somos ni asistentes sociales, ni salvadores del planeta, ni filántropos con recursos inagotables. Tomar conciencia de las palabras del Señor: «A los pobres los tendréis siempre entre vosotros» (Mt 26, 11), nos debe llevar al anuncio y testimonio del Evangelio, sin ideología, sin prejuicios, y sin rencores clasistas.

- Caritativos en la Verdad: Solo la Verdad nos hace libres (cf. Jn 8, 32). Estamos para afirmar lo que el mundo no quiere escuchar. Nos urge, entonces, la caridad de Cristo (cf. 2 Cor 5, 14), en la proclamación, sin descuentos, ni presuntos «nuevos paradigmas», del Evangelio. Nuestra sociedad está harta de tantos mentirosos y de los nuevos sofistas. Aun con nuestras limitaciones, estamos llamados a ser parte de la solución, y no del problema de la Iglesia. Hay que abonar el terreno para las conversiones, con oración y mortificaciones propias, y sin temor al «qué dirán». Cuentas claras conservan la amistad. Y si para jugar, sin trampas, una buena competencia, debemos cuidar los límites del campo de juego y las propias reglas, cuánto más para darle gloria a Dios, y ser salvados por su Gracia, con el aporte de nuestras obras.

- Buscar el triunfo del Señor: «La gloria de Dios es que el hombre viva», nos enseña San Ireneo de Lyon. Solo debemos buscar su victoria; y empeñarnos, sin desmayos, en la conquista y reconquista de almas para Él. Y, para ello, debemos seguir estudiando y sacrificándonos todo el tiempo. Muy probablemente, alguno de ustedes será convocado para seguir con estudios sistemáticos, de cara a licenciaturas y doctorados. Todos, de cualquier modo, somos llamados a profundizar en la teología; y, desde ella, conocer más profundamente el mundo que nos toca vivir. Para trasformarlo, como aspiraba Pío XII, de «salvaje, en humano, y de humano en divino, según el Corazón de Jesús». Como el Divino Maestro, al enseñar busquemos solo que Él reine.

- Valorar los bienes ajenos: Más allá de nuestra pertenencia a una congregación religiosa, o al clero secular, somos sacerdotes de toda la Iglesia; enviados a todos, y padres de todos. Por lo tanto, valoren siempre los bienes, los dones, carismas y talentos ajenos; con profundo criterio eclesial y bien lejos de recluirse en compartimentos estancos. La perfección solo está en el Cielo; buscarla, con todos los medios, como nos pide el Señor (cf. Mt 5, 48), está aquí, en la Tierra, en la Iglesia militante, con los recursos que el mismo Dios dispuso para ella. Como nos enseña San Pablo, somos miembros unos de otros; y nuestra Cabeza, obviamente, es Cristo.

Por último, y no menos importante, pidan siempre la intercesión de la Virgen Santísima, del Ángel de la Guarda y de algún otro santo –preferentemente sacerdote, como el Padre Pío- para que los auxilie todo el tiempo. Y vivan siempre alegres. El dolor no es incompatible con el gozo. El momento de mayor felicidad de Jesús fue el de su más grande sufrimiento, en la Cruz. Que siempre es una «ubicación transitoria». Y que se rinde majestuosa en la Gloria de la Luz. ¡Fuerza, muchísima fuerza, queridos padres! ¡Nos espera lo mejor! Les pido su bendición. Y, con profundo gozo los bendigo en Cristo Jesús; único Rey y Señor de la Iglesia y de la Historia.

+ Pater Christian Daniel Viña
La Plata, martes 22 de octubre de 2024.

Memoria de San Juan Pablo II, Papa. -

 

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