(La Razón/InfoCatólica) La intención del cambio de nombre, según señala la propia enmienda, es que el Valle de Cuelgamuros pase a ser un lugar de memoria histórica, optando por una resignificación que pretende hacer «pedagogía sobre las circunstancias de su construcción y su periodo histórico, para así fortalecer los valores constitucionales y democráticos».
Tanto la Abadía benedictina como la Basílica no se llaman del Valle de los Caídos, son «de la Santa Cruz del Valle de los Caídos», le han cambiado el nombre a un accidente geográfico. No hay ninguna referencia a ambos en la propuesta de ley.
En este lugar, según la enmienda, «solo podrán yacer los restos mortales de personas fallecidas a consecuencia de la guerra, como lugar de reconocimiento, conmemoración, recuerdo y homenaje a las víctimas allí inhumadas».
Además, insta a reubicar «cualquier resto mortal que ocupe un lugar preeminente en el recinto», en referencia directa a José Antonio Primo de Rivera.
Según la enmienda, un real decreto establecerá el nuevo marco jurídico aplicable al Valle de Cuelgamuros «que determine la organización, funcionamiento y régimen patrimonial del enclave», dependiente de la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, de monjes benedictinos, pero que administra de forma temporal Patrimonio Nacional.
Esta enmienda contempla atender las reclamaciones y peticiones de los familiares «que tengan por objeto instar la exhumación y entrega de los restos de las víctimas inhumadas en el Valle de Cuelgamuros». «Para el caso de imposibilidad técnica de exhumación, se acordarán medidas de reparación de carácter simbólico y moral», añade.
Los únicos cuerpos que se enterraron en tumbas individuales en el Valle de los Caídos fueron los de José Antonio Primo de Rivera y, cuando falleció en 1975, el de Francisco Franco, pero se calcula que están además los restos de 33.800 personas, de los que más de 10.000 serían combatientes republicanos.
Carta apostólica de San Juan XXIII
CARTA APOSTÓLICA
SALUTIFERAE CRUCIS
DE SU SANTIDAD
JUAN XXIII
CON LA QUE SE ELEVA AL HONOR Y DIGNIDAD DE BASÍLICA MENOR
LA IGLESIA DE SANTA CRUZ DEL VALLE DE LOS CAÍDOS
Yérguese airoso en una de las cumbres de la sierra de Guadarrama, no lejos de la Villa de Madrid, el signo de la Cruz Redentora, como hito hacia el cielo, meta preclarísima del caminar de la vida terrena, y a la vez extiende sus brazos piadosos a modo de alas protectoras, bajo las cuales los muertos gozan el eterno descanso. Este monte sobre el que se eleva el signo de la Redención humana ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española. Esta obra, única y monumental, cuyo nombre es Santa Cruz del Valle de los Caídos, la ha hecho construir Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, agregándola una Abadía de monjes benedictinos de la Congregación de Solesmes, quienes diariamente celebran los Santos Misterios y aplacan al Señor con sus preces litúrgicas.
Es un monumento que llena de no pequeña admiración a los visitantes: acoge en primer lugar a los que a él se acercan un gran pórtico, capaz para concentraciones numerosas; en el frontis ya del templo subterráneo se admira la imagen de la Virgen de los Dolores que abraza en su seno el cuerpo exánime de su Divino Hijo, obra en que nos ha dejado el artista una muestra de arte maravilloso. A través del vestíbulo y de un segundo atrio, y franqueando altísimas verjas forjadas con suma elegancia, se llega al sagrado recinto, adornado con preciosos tapices historiados; se muestra en él patente la piedad de los españoles hacia la Santísima Virgen en seis grandes relieves de elegante escultura, que presiden otras tantas capillas. En el centro del crucero está colocado el Altar Mayor, cuya mesa, de un solo bloque de granito pulimentado, de magnitud asombrosa, está sostenida por una base decorada con bellas imágenes y símbolos. Sobre este altar, y en su vértice, se eleva, en la cumbre de la montaña, la altísima Cruz de que hemos hecho mención. Ni se debe pasar por alto el riquísimo mosaico en que aparecen Cristo en su majestad, la piadosísima Madre de Dios, los apóstoles de España Santiago y San Pablo y otros bienaventurados y héroes que hacen brillar con luz de paraíso la cúpula de este inmenso hipogeo.
Es, pues, este templo, por el orden de su estructura, por el culto que en él se desarrolla y por sus obras de arte, insigne entre los mejores, y lo que es más de apreciar, noble sobre todo por la piedad que inspira y célebre por la concurrencia de los fieles. Por estos motivos, hemos oído con agrado las preces que nuestro amado hijo, el Abad de Santa Cruz del Valle de los Caídos, nos ha dirigido, rogándonos humildemente que distingamos este tan prestigioso templo con el nombre y los derechos de Basílica Menor. En consecuencia, consultada la Sagrada Congregación de Ritos, con pleno conocimiento y con madura deliberación y con la plenitud de nuestra potestad apostólica, en virtud de estas Letras y a perpetuidad, elevamos al honor y dignidad de Basílica Menor la iglesia llamada de Santa Cruz del Valle de los Caídos, sita dentro de los límites de la diócesis de Madrid, añadiéndola todos los derechos y privilegios que competen a los templos condecorados con el mismo nombre. Sin que pueda obstar nada en contra. Esto mandamos, determinamos, decretando que las presentes Letras sean y permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces y que consigan y obtengan sus plenos e íntegros efectos y las acaten en su plenitud aquellos a quienes se refieran actualmente y puedan referirse en el futuro; así se han de interpretar y definir; y queda nulo y sin efecto desde ahora cuanto aconteciere atentar contra ellas, a sabiendas o por ignorancia, por quienquiera o en nombre de cualquiera autoridad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día siete del mes de abril del año mil novecientos sesenta, segundo de nuestro Pontificado.
D. Card. Tardini
AAS 53 (1961) 148-149.