«Estoy agradecido y sorprendido, ¿en qué país estamos, en el que hay que premiar al que defiende la vida? ¿Es que se puede defender la muerte? ¿Dónde estamos cuando se nos premia por defender la familia?
Cuando defendemos la familia, nos defendemos a nosotros mismos, a nuestro sentido de amor; el hombre es un ser delicado que solo puede vivir en un núcleo de amor estable, porque el amor, o es estable, o no es amor: ¡no cabe amar «hasta el 15 de septiembre»!; o se ama, o no se ama. Defender la familia es algo tan claro como la luz del día. Defender la familia es un deber de prudencia. No la familia tradicional: la familia, a secas. No de los cuerpos: de los corazones, de las almas y de la eternidad, fundada por la unión entre un hombre y una mujer, un pacto de amor interpersonal, irrevocable y fecundo.
Los cristianos no hemos inventado la familia, ni hace falta que la inventen las leyes: nace de la naturalidad y de la espontaneidad del ser humano, hombre y mujer, por eso es patrimonio de todos y al alcance de todos. Cristo la santificó como mejor como mejor camino para el crecimiento del hombre y nos acerca a la felicidad de nuestro Dios».