(ABC/InfoCatólica) Cuando había acumulado ya la experiencia de cinco años al frente de los jesuitas de Argentina, Jorge Bergoglio quedó deslumbrado por Juan Pablo II la primera vez que lo vio en diciembre 1979: «participé en el rezo de un Rosario que él dirigía, y tuve la impresión de que rezaba en serio».
Su segundo encuentro, en abril de 1987, fue en Argentina, «cuando el nuncio me invitó a un encuentro de Juan Pablo II en la nunciatura con un grupo de cristianos de varias confesiones. Mantuve un breve diálogo con el Santo Padre y me impresionó especialmente su mirada, que era la de un hombre bueno».
El testimonio del cardenal Bergoglio añade que «mi tercer encuentro con Juan Pablo II tuvo lugar en 1994, cuando yo era obispo auxiliar de Buenos Aires y fue elegido por la conferencia episcopal para participar en el Sínodo de Obispos sobre la vida consagrada, celebrado aquí en Roma». En esa ocasión, continúa, «tuve la alegría de almorzar con él junto a un grupo de obispos. Me encantó su afabilidad, su cordialidad y su capacidad de escuchar a cada comensal. En los dos Sínodos siguientes pude apreciar de nuevo esa capacidad de escucha».
Pero lo que le impresionó más fue un rasgo muy típico de Juan Pablo II: «En las conversaciones privadas que he tenido, he podido confirmar su deseo de escuchar a su interlocutor sin hacer preguntas, excepto si acaso al final. Y, sobre todo, que demostraba claramente no tener ningún prejuicio». En esas conversaciones privadas, Juan Pablo II «hacía sentirse cómodo a su interlocutor, dándole plena confianza. Se tenía la impresión de que incluso cuando no estaba del todo de acuerdo con lo que se le decía, no lo manifestaba en absoluto, precisamente para mantener cómodo a su interlocutor. Si tenía que hacer alguna observación o alguna pregunta para aclarar algo, lo hacía al final».
El cardenal Bergoglio se manifiesta impresionado también por «su memoria casi sin límites, pues recordaba lugares, personas y situaciones que había conocido en sus viajes; prueba de que prestaba la máxima atención en todo momento». Otra manifestación de la santidad de Juan Pablo II es que «tenía el hábito de no perder tiempo, pero lo dedicaba con abundancia, por ejemplo, a los obispos que recibía».
Cuando Jorge Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires, «tuve encuentros personales privados. Y, siendo yo un poco tímido y reservado, al menos en una ocasión, después de haberle hablado de los temas que eran objeto de la audiencia, hice el gesto de levantarme para no hacerle perder tiempo». Juan pablo II no se lo permitió: «Me cogió por el brazo, me invitó a sentarme de nuevo y me dijo: ‘¡No! ¡No! ¡No! No se vaya’, para que continuásemos hablando».
Durante una visita «ad limina» con los obispos argentinos en el 2002, algunos de ellos concelebraron la misa un día con Juan Pablo II en su capilla privada. Según Bergoglio, «lo que más me impresionó fue su preparación a la misa. Estaba de rodillas en su capilla privada en actitud de rezar, y vi que de vez en cuando leía algo de un folio que tenía delante. Apoyaba la frente sobre las manos y estaba claro que rezaba con mucha intensidad. Después volvía a leer alguna otra cosa del folio y adoptaba de nuevo la postura de plegaria. Y así hasta el final».
Como capítulo aparte, el cardenal Bergoglio subraya «su particular devoción a la Virgen que, tengo que decirlo, influyó en mi vida de piedad. No dudo en afirmar que, en mi opinión, Juan Pablo II ha vivido todas las virtudes en modo heroico».
En aquel otoño del 2005, el cardenal arzobispo de Buenos Aires pedía con todo convencimiento la elevación de Juan Pablo II a los altares. Una vez concluido el proceso, la beatificación fue celebrada por Benedicto XVI en mayo del 2011. Nadie podía imaginar que, tan sólo tres años más tarde, ya como Papa Francisco, Jorge Bergoglio firmaría y presidiría la canonización.