InfoCatólica / Sapientia christiana / Categoría: Sin categorías

1.11.14

IV. La razón y la fe

 

El acto de creer

«Creer es pensar con asentimiento»[1]. Esta definición de San Agustín fue asumida por Santo Tomás, al afirmar que la fe sobrenatural como acto, que brota  de la correspondiente virtud teologal, cualidad permanente o hábito sobrenatural, es una acción del entendimiento. En este sentido de la fe como acto de la virtud, se puede decir que: «Creer es un acto del entendimiento, que asiente a una verdad divina por el imperio de la voluntad movida por Dios»[2].

La fe se distingue de la razón científica, porque  no tiene la intrínseca evidencia del contenido de la ciencia. También su certeza es distinta de la certeza de la razón histórica, que  se apoya en testimonio humano. Asimismo, no es idéntica al sentimiento religioso, porque no se apoya ni en la imaginación ni en la sensibilidad. Tampoco es una opinión, porque en la fe hay total certeza. Ni es como la visión beatífica, cuyo objeto se ve claramente, y en la fe lo conocido es de modo mediático y oscuro. Con la fe, se dice en la Escritura: «ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara»[3].

 

Racionalidad de la fe

La fe es racional, pero, por su carácter sobrenatural,  trasciende toda razón o inteligencia natural. Por un lado, todo lo creído, el objeto de la fe, es sobrenatural: «Las verdades de fe exceden la razón humana; no caen, pues, dentro de la contemplación del hombre, si Dios no las revela. A unos, como a los apóstoles y a los profetas, les son reveladas por Dios inmediatamente, y a otros les son propuestas por Dios mediante los predicadores de la fe por Él enviados».

Por otro, también es sobrenatural el acto interior de creer, porque: «El hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es Dios». La gracia de Dios mueve a la voluntad para que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.

Además de la moción interior de la gracia, puede hablarse de otra causa que interviene en el asentimiento de la fe, aunque por si misma es insuficiente. Esta causa es «inductiva exteriormente, como el milagro presenciado o la persuasión del hombre que le induce a la fe. Ninguno de estos motivos es causa suficiente, pues viendo un mismo milagro y oyendo la misma predicación, unos creen y otros no creen»[4].

Los milagros y la predicación exterior son causas exteriores inductivas  de la fe, que concurren a creer, son causas insuficientes. Se necesita una causa interior suficiente, que pueda elevar al hombre sobre su naturaleza, dada la trascendencia del objeto al que se refiere la fe. Esta causa interior no puede ser, por ello, ninguna de las facultades humanas. Es un principio interior sobrenatural, la gracia divina, infundida por Dios individualmente para que se dé el asentimiento de la fe.

Según lo dicho, hay que concluir que: «La fe es engendrada y nutrida mediante la persuasión exterior que la ciencia produce. Más la causa principal y propia de la fe es la moción interior a asentir»[5]. La  gracia de Dios es la que mueve a la voluntad humana. «El creer depende, ciertamente, de la voluntad del hombre; pero es necesario que la voluntad humana sea preparada por Dios mediante la gracia para que pueda ser elevada sobre la naturaleza»[6].

Explicaba Benedicto XVI, en su catequesis sobre la fe, que con la revelación, Dios  desvela en parte su misterio ––lo necesario para nuestra salvación––, que siempre está más allá de nuestra razón y de todas las vías para llegar a Él. Con los contenidos de la fe, Dios: «se hace accesible», pero además: «a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle»[7].

Leer más... »

16.10.14

III. Sabiduría de la fe

La confianza

En el lenguaje corriente, se entiende por fe, en el ámbito natural y sin relación con la religión, la actitud de fiarse de las palabras o de las promesas de alguien, porque se consideran  verdaderas por admitirse su autoridad, que tiene por su veracidad y bondad. Según este significado usual, fe es sinónimo de confianza.

Ya en su etimología la palabra «fe» tiene el significado de fiarse, o confiar en otro o en sus promesas. La razón es porque la palabra «fe» procede del término latino «fido», verbo que significa confiar.

 Sin embargo, la confianza, o el antiguo sinónimo «fiducía», no es el significado primario de fe. En la seguridad o confianza cierta en alguien, no sólo hay afecto o un acto voluntario, porque para tener confianza es preciso también un elemento intelectual y así poder comprender las palabras o la persona en quien se confía. El elemento primero de la fe es el intelecto y sólo después el de la voluntad o del sentimiento, que es así un constitutivo parcial y derivado de la esencia de la fe[1].

La definición real de fe debe incluir, por consiguiente, dos aspectos: uno intelectual, de comprensión y de creencia o asentimiento; y otro voluntario o afectivo, de confianza. Si se recogen estos dos constitutivos esenciales seriados, puede decirse que la fe es la aceptación o asentimiento de una aseveración por la autoridad o veracidad del que la afirma.

Además, con respecto a la confianza, constitutivo de toda fe, debe tenerse en cuenta, que  su objeto primero  es la persona  a quien se cree, porque, como nota Santo Tomás: «En los actos de fe, la voluntad se adhiere a una verdad como a propio bien; por donde la que es verdad principal tiene razón de fin último, y las secundarias de medios conducentes al fin. Dado que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que aquel en cuya aserción se cree es como lo principal y como fin en toda fe; y, en cambio, secundarias aquellas verdades a las que uno asiente creyendo a otro»[2]. El fin de la fe, o de su adhesión, es siempre una persona y después al asentimiento a lo que manifiesta.

Leer más... »

2.10.14

II. las siete sabidurías

Apoteósis de Santo Tomás (Zurbarán)

Definición analógica

Si Santo Tomás afirma que las funciones del sabio son ordenar y juzgar, que puede realizarlas porque conoce con mayor o menor hondura las causas [1], podría definirse. la sabiduría como un conocimiento cierto por causas.

El rasgo esencial de la sabiduría es que se ocupa de las causas, pero puedo hacerlo en diferentes grados de profundidad. La sabiduría es múltiple, pero su diversidad está unificada, en cuanto que cada una de ellas expresa proporcional o gradualmente la esencia común de sabiduría. No hay variedad por diferencias específicas, que cuando se adicionan diversifican la misma esencia genérica, sino por la diferente graduación de unos únicos y permanentes constitutivos.

La sabiduría, por implicar grados de perfección en el conocimiento de las causas, es analógica. Las causas son así consideradas en diferentes ámbitos, como en el de la naturaleza, en sus muchos ordenes o en el del obrar humano, o bien, de una manera absoluta, como causas primeras universales.

Leer más... »

16.09.14

I.- El oficio del sabio

Detalle de La Escuela de Atenas (Rafael)

A finales del siglo IX, durante el pontificado de León XIII, que ha sido llamado el papa de Santo Tomás y del Rosario, un obispo italiano, comentando la celebre encíclica del papa Aeterni Patris, dedicado a la filosofía del Aquinate, escribió que este santo dominico del siglo XIII, expresando el sentir del mundo católico era «el más santo de los santos y el más sabio de los sabios»[1]. Para comprender en profundidad lo que es la llamada sabiduría cristina es útil acudir a la doctrina tomista de la sabiduría.

Exposición de la verdad y refutación de la falsedad

Cuando se pregunta por una persona, que no se conoce, la respuesta acostumbra a ser la de su profesión: es un ingeniero, un médico, un carpintero, un labrador, un estudiante, etc. Se nos conoce por nuestro oficio, por la actividad que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo y que afecta a nuestro bien, al de la familia, al de la sociedad y a nuestro fin trascendente. Nuestra definición genérica social es nuestra profesión u oficio.

Si preguntamos en esta perspectiva quién era Santo Tomás de Aquino la respuesta la dio él mismo. En su obra Suma contra los gentiles, en la que expone su síntesis filosófica, declara, en una de las pocas veces que habla de sí, que está realizando «el oficio de sabio»[2].

En muchas de las pinturas dedicadas al Aquinate, aparece con un libro abierto en el que están escritas las palabras de la Sagrada Escritura: «Mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán lo impío»[3]. El mismo Santo Tomás las utiliza como lema al inicio de la Suma contra los gentiles.

Estas palabras, que aparecen en su iconografía y en esta obra, expresan muy bien lo que sintió el Aquinate con su «oficio de sabio»: el de buscar la sabiduría y, por tanto, la unidad o síntesis de la realidad, la verdad, el bien y la belleza, que van unidas.

Leer más... »