(673) Alegres en la esperanza. 4. – Sufrimiento y alegría
–«Alegres en la esperanza» (Rm 12,12). Perdone, pero no veo yo muchos motivos para estar alegres.
–La Santísima Trinidad es una, santa, misericordiosa. Y habita en usted como en un templo. Cristo le atrae con su gracia hacia el cielo, que está a la vuelta de la esquina. Le ha dado a la Virgen como madre… ¿Y no ve motivos para estar alegre en la esperanza?… Lo suyo es grave.
–Graves males sufren hoy el mundo y la Iglesia
En el primer capítulo de esta serie, ya traté de tan tremendo tema, Los días son malos. Recuerdo ahora sólo unas frases del Cardenal Sarah allí citadas:
«Jamás en la historia de la humanidad se ha visto una tal degradación del hombre... ¿Cómo hemos podido llegar a una demencia tal, a una tal crisis? Es porque masivamente hemos rechazado a Dios» (18-09-2021).
Tantos males doctrinales y prácticos, sobre todo allí donde más afectan a la Iglesia, producen hoy angustia y desánimo en no pocos cristianos que flaquean en la fe y la esperanza. Hemos de procurar ayudarles, porque están «como tierra reseca, agostada, sin agua» (Sal 62,2). Que puedan recibir el riego vivificante de la Palabra divina, que los conforte en la fe y les dé afirmarrse en el abandono confiado en Dios. A Él, omnipotente y misericordioso, le pedimos que «permanezcan firmes en la esperanza por la paciencia y la consolación de las Escrituras» (Rm 15,4).
«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordia y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos consolar nosotros a todos los atribulados con el mismo consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2Cor 1,3-4).
–¿O sea que alegría y esperanza siempre, pase lo que pase?
¿Eso significa que el cristiano no debe sufrir, ni entristecerse, ni pasar angustias con los males que afligen a la Iglesia y a la humanidad?… No, sería un mal cristiano, falto de caridad con Dios-rechazado y con los cristianos-pecadores. Señor, «arroyos de lágrimas bajan de mis ojos por los que no cumplen tu voluntad» (Sal 118,136)…
La respuesta a ese interrogante viene sintetizada en aquella frase de San Pablo, en la que distingue dos modos de tristeza, muy diferentes entre sí: «La tristeza según Dios es causa de penitencia saludable, de la que jamás hay por qué arrepentirse. Pero la tristeza según el mundo lleva a la muerte» (2Cor 7,10).
Hay, pues, sufrimientos, tristezas, angustias, que espiritualmente son buenos, porque son un acto de caridad, que sufre por el pecado propio o ajeno, viendo a Dios así ofendido. La agonía de Cristo en el huerto de Getsemaní…
Y hay también otros sufrimientos y penalidades que son malos, porque proceden de la voluntad carnal frustrada, de la disconformidad con la voluntad de Dios, de la falta de confianza en el Señor providente, como si los males del mundo y de la Iglesia se hubieran escapado de sus manos y de su dominio universal. Esta tristeza es mala, hay que orar y trabajar para que la gracia no nos deje consentir en ella; hay que luchar contra ella. Puede matar la vida cristiana, perdida en la frustración y la apostasía.
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–Sufrimiento y alegría han de darse juntamente
La alegría se contrapone a la tristeza, pero no necesariamente al sufrimiento. La mujer que lleva años sin poder tener un hijo, cuando concibe y va a dar a luz un niño, «ya no repara en el sufrimiento, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre» (Jn 16, 21). Lo mismo le sucede al extenuado corredor maratoniano que entra victorioso en el estadio.
Pero contemplemos este misterio sobre todo en Cristo, porque también ha de darse en los miembros de su cuerpo: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). El Espíritu Santo quiere configurarnos a Cristo de tal modo que no sólo nos identifiquemos con él en el pensamiento, la voluntad, en la palabra y las obras, sino también en los sentimientos.
* Cristo ha sido el hombre que más ha sufrido en toda la historia de la humanidad
Los evangelistas, sin temor a escandalizarnos, refieren que Jesús en Getsemaní «comenzó a sentir pavor y angustia», y que confesó a los tres apóstoles que le acompañaban: «mi alma está triste hasta la muerte» (Mt 26,37-38; cf. Mc 14,33-34). Y este gran sufrimiento, causado por el conocimiento del pecado del mundo pasado, presente y futuro, no se produce solo en la proximidad de la Pasión, sino que en cierto modo acompaña toda su vida.
Dice Santa Teresa: «¿Qué fue toda su vida sino una cruz, siempre delante de los ojos nuestra ingratitud y ver tantas ofensas como se hacían a su Padre, y tantas almas como se perdían? Pues si acá una que tenga alguna caridad [ella misma] le es gran tormento ver esto, ¿qué sería en la caridad de este Señor?» (Camino Perfec. 72,3).
Todos los santos han sufrido a causa del pecado del mundo, y por sus propias culpas. Han sufrido por amor a Dios y por amor a los pecadores.
San Pablo confiesa: «estoy crucificado con Cristo» (Gal 2,19); «el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (6,14), y «cada día muero» (1Cor 15,31). Mucho sufre porque los judíos rechazan a Cristo: «siento una gran tristeza y un dolor continuo en mi corazón porque desearía yo mismo ser anatema de Cristo por mis hermanos» (Rm 9,2). Pero al mismo tiempo,
* Cristo ha sido el hombre más feliz del mundo
Nadie ha tenido una alegría comparable con la suya y la de sus santos. Y la causa es muy cierta. «Dios es caridad [amor]» (1Jn 4,8), y siendo nosotros «imágenes de Dios», también somos caridad, aunque sea muy imperfecta. Por eso, porque somos amor, nuestra mayor alegría se da en el amor: cuando amamos y cuando nos sabemos amados. Y en consecuencia, la mayor tristeza en la persona humana está en no amar o amar poco o amar mal.
Es, pues, evidente que Jesús ha sido el más feliz de los hombres. Nadie se ha sabido tan amado por el Padre y por los hombres que Dios le ha dado. Nadie ha amado al Padre y a los hombres como Él. Nadie ha captado la bondad y belleza del mundo como Cristo, el Primogénito de toda criatura. Nadie ha entendido, aceptado y admirado como Él los planes de la Providencia divina, siempre llenos de sabiduría, bondad y misericordia. Nadie se ha alegrado tanto con la bondad de los hombres buenos, causada por Él, aun cuando a veces su manifestación sea mínima (el óbolo de la viuda). Nadie ha conocido como Él la fuerza de la gracia, ni se ha alegrado tanto en la conversión de los pecadores. Jesús, nuestro Señor y Salvador ha sido el hombre más feliz de la historia humana.
«En aquella hora [estaba predicando en público] se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra. Todo me ha sido entregado por mi Padre”… Y vuelto a los discípulos: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!”» (Lc 10,21-24).
* Cristo ha sido el más sufriente y el más feliz de todos los hombres.
Paradójico, pero indiscutible, aunque para nosotros sea un misterio no fácil de explicar. La alegría indecible que sienten los mártires en medio de los mayores tormentos, sabiendo que ofrecen su vida por amor a Cristo, se expresa del modo más elocuente en cada página de las Actas de los mártires.
Es «la perfecta alegría» de San Francisco de Asís. «Yendo [camino del convento] con fray León, en invierno, con un frío riguroso», le dijo: «Figúrate que al llegar a Santa María de los Ángeles, empapados de lluvia, helados de frío, desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta», no nos la abren, no nos reconocen y nos insultan… Si nosotros llevamos todas estas cosas con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito, que nosotros debemos sufrir por su amor, escribe, oh fray León, que en esto está la perfecta alegría» (Florecillas I,7): la total alegría está en el acto perfecto de amor.
Lo que en este texto más pretendo –no lo único– es que aquellos buenos cristianos, hoy escandalizados y angustiados por tantos males del mundo y sobre todo por los de la Iglesia, hallen la paz y la alegría que la fe y la esperanza nos dan en la verdad.
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–Gloria al Padre nuestro celestial, que por puro amor nos creó, y en él «vivimos, existimos y somos» (Hch 17,28), sostenidos en cada instante directamente por su manos poderosas. Gloria al Padre que, caídos los hombres en el pecado, «tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Nos asegura Jesús: «bien sabe vuestro Padre celestial todo los que vosotros necesitáis», y si tan bien cuida de las flores del campo y de las aves del cielo, «¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? ¿No valéis vosotros más que ellas?» (Mt 6,25-30)…
Más aún, dice Cristo con una enérgica afirmación: «lo que mi Padre me dio es mejor que todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,29-30).
Si Dios ha querido ser nuestro Padre y ha querido hacernos hijos suyos, tendrá que cuidarnos. Santa Teresa de Jesús se encarga de recordarlo: «pues en siendo padre nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él como el hijo pródigo, nos ha de perdonar; nos ha de consolar en nuestros trabajos, mejor que todos los padres del mundo; nos ha de regalar, nos ha de sustentar»… (Camino Perfecc. 44,2). Y el Padre cumple con su ser paternal. ¿Qué más queremos?
–Gloria al Hijo redentor, que por nosotros y por nuestra salvación se hizo hombre, y entregó su vida en la cruz para remisión de nuestros pecados y para ganarnos la filiación divina. Él nos ha adquirido, al precio de su sangre, como Cuerpo suyo, como Esposa suya en la única Iglesia, de la que está enamorado. «Y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5,29-30).
«Él es el que nos ama, y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre» (Ap 1,5). Por tanto, «¿quién nos arrebatará al amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?… En todas esas cosas vencemos por aquel que nos amó» (Rm 8,35-37).
San Juan Crisóstomo, al partir exilado de su sede, se despide de su pueblo con una homilía:
«El Señor me ha garantizado su protección. No es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña».
–Gloria al Espíritu Santo, el Don supremo del Padre y del Hijo para los hombres: todos los dones que Dios nos hace proceden del Don supremo y fontal: el Espíritu Santo. «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,16).
Si Cristo es la Cabeza, el Espíritu Santo es «el alma de la Iglesia» y de cada uno de nosotros (Vat. II, LG 7). Él nos ilumina la fe, Él sostiene nuestra esperanza, Él enciende y acrecienta nuestra caridad, Él perfecciona por sus dones sobrehumanos el ejercicio de todas las virtudes, permitiéndonos participar así de la vida de la gracia al modo divino.
Más aún, Él habita en nosotros, en la unidad del Padre y del Hijo, como en un templo. Siendo esto así, ¿algún cristiano puede autorizarse a vivir angustiado, triste, defraudado, cuando vayan mal las cosas en el mundo y en la Iglesia?
–Gloria a la Virgen María, que nos ha sido dada como Madre por Jesús, su hijo unigénito. Nosotros, como el discípulo Juan, «la recibimos en nuestra casa» espiritual (Jn 19,25-27). Afirma el Vaticano II, y también Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios: María «continúa en el cielo ejercitando su oficio maternal con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye a engendrar y a acrecentar la vida divina de cada una de las almas de los hombres redimidos» (1968, n.15). ¿Qué más podemos pedir?
San Pío X lo dice con la mayor ternura: «Debemos decirnos originarios del seno de la Virgen, de donde salimos un día a semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por esto somos llamados, en un sentido espiritual y místico, hijos de María, y ella, por su parte, nuestra Madre común. “Madre espiritual, sí, pero madre realmente de los miembros de Cristo, que somos nosotros” (San Agustín)» (1904, enc. Ad diem illud).
Ella, ascendida en cuerpo y alma junto a Dios, «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Por tanto, como Cristo resucitado, «vive siempre para interceder por nosotros» (Heb 7,25). «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios»… ¿Qué lugar hay en un cristiano para la angustia y la desesperación habiendo recibido de verdad el don de María Madre?
–Gloria a los santos Ángeles de Dios, revelados en el Antiguo Testamento, pero mucho más claramente en el Nuevo. Ellos cuidan de los hombres, de los discípulos de la Iglesia, de la Esposa de Cristo:
«No se te acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque [el Señor] a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; me invocará y lo escucharé» (Sal 90).
–Gloria a Dios, que por Cristo nos libra de nuestros pecados
El hombre, aplastado por el peso de sus culpas, malvive cautivo de sufrimientos y tristezas, esclavizado por el Maligno, andando por el camino de la perdición. Solo Dios por su misericordia puede librarlo de su miseria. «Él es compasivo y misericordioso, no nos trata como merecen nuestros pecados. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 102), y nos entrega a su Hijo único como Salvador. Nuestro Señor y Salvador Jesucristo «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas hemos sido curados» (1Pe 2,24).
Digámosle, pues, movidos por su gracia: «Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Borra en mí toda culpa. No me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación» (Sal 50). «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,11)
–Gloria a la Iglesia peregrina, la de la tierra, con su doctrina luminosa, siempre fiel a sí misma, guardada en la verdad por el Espíritu Santo, luz indefectible entre tanta oscuridad y mentira; con su liturgia, sacramentos y sacramentales; con sus Escrituras sagradas y sus Concilios ecuménicos, con los escritos celestiales de sus santos; con aquellos que perseveran en la oración, que llevan fielmente la cruz de cada día; con sus párrocos y Obispos, entregados a sus fieles día a día, con sus misioneros, sus mártires, sus padres de familia, sus niños, sus religiosas activas y contemplativas, sus monjes, sus religiosos, sus vírgenes consagradas, sus iglesitas y sus catedrales por todas partes; con sus innumerables obras de caridad y de beneficencia, especialmente admirables en los países más pobres.
Con la Roca de Pedro, con el Papa, asegurado por la oración de Cristo: «yo he rogado por ti [Simón Pedro], para que no desfallezca tu fe» (Lc 22,32), y asegurado por la oración de cientos de millones de fieles en todas las Misas, al final de los Rosarios… («por el Papa»).
«Pedid y recibiréis» (Jn 16,24). «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí esstoy yo en medio de ellos» (Mt 18,19-20)
Un mundo de gracia divina, sobrehumana, celestial, ya aquí en la tierra.
–Cristo Salvador promete el fin de todos los males y el principio de todos los bienes
Nuestro Señor Jesucristo anuncia que en la Parusía, al final de la historia humana, en su Segunda Venida, pondrá fin a todos los males, sujetándolo todo a su autoridad universal como Rey. El despreciado y odiado por el mundo, vencerá irresistiblemente a todos los poderes seculares sujetos al Maligno. Asegura Cristo que se cumplirá el plan de Dios anunciado ya en el Antiguo Testamento: «La piedra que desecharon los edificadores, ésa vino a ser la piedra angular: es el Señor quien lo ha hecho, es un milagro patente» (Sal 117,22; Mc 12,10-11).
San Pablo: «Es preciso que Él reine, hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo reducido a la nada será la muerte… Y el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo se lo sometió, para que así sea Dios todo en todas las cosas» (1Cor 15,25-28). San Juan: «Una gran voz dijo desde el Trono: “He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Él será su Dios”. El mismo Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que estaba sentado en el Trono: “Mira, hago nuevas todas las cosas”» (Apoc 21, 3-5). San Pedro: «Nosotros esperamos otros nuevos cielos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según la promesa del Señor» (2Pe 3,13).
–Gloria a la Iglesia celestial,con la que nos unimos especialmente en la Eucaristía diaria, como lo confesamos orando al Señor: «con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los santos, por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda» (Plegaria euc. III). Gloria a la Iglesia, que por Cristo nos lleva al cielo.
«En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros» (Jn 14,2-3). Palabras de infinita dulzura.
Confiando en lo que nos promete nuestro Salvador eterno, atravesamos con buen ánimo el Valle de Lágrimas del tiempo presente, caminando «como peregrinos advenedizos» (1Pe 2,11), pues «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará nuestro pobre cuerpo conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21).
Le creemos a San Pablo: «No nos acobardamos, sino que, aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Y la leve tribulación presente nos proporciona un extraordinario, desproporcionado, capital eterno de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible, porque lo que se ve es transitorio, y lo que no se ve es eterno» (2Cor 4,16-18).
Le creemos también a San Gregorio de Nisa (+394) cuando dice: «Si el alma eleva sus ojos a su cabeza, que es Cristo [Col 3,1-3], habrá que considerarla dichosa por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no existen las tinieblas del mal» (Hom. 5ª sobre Eclesiastés).
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Hermanos angustiados y exacerbados
Mirad a Cristo, «Salvador del mundo» (1Jn 4,14), con los ojos de la fe y de la esperanza. Le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 29,18), Él «vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos». Miradlo con los ojos de la fe en la Iglesia, que es su Cuerpo, su Esposa bellísima. Mirad a Jesús en la Cruz, miradlo resucitado glorioso, a la derecha del Padre. Y oíd lo que nos dice San Pablo:
«Sólo os pido que viváis de manera digna del Evangelio de Cristo… firmes en un mismo espíritu, luchando unidos por la fe del Evangelio, sin aterraros por nada ante vuestros enemigos, lo que para ellos será una señal de perdición, para vosotros será una señal de salvación… Os ha sido concedido no sólo creer en Cristo, sino también padecer por Él, sosteniendo el mismo combate» (Flp 1,27-30). Sí, «desbordan sobre nosotros los sufrimientos de Cristo, pero desborda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2Cor 1,5).
«Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena; porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,8-11).
José María Iraburu, sacerdote
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