(672) Alegres en la esperanza. 3. Reformadores, Deformadores, Moderados et alii

–¡Qué cosas captan el mayor interés de la mayoría de la gente! Dios nos guarde.

–Cuando el hombre rechaza el don de la fe, que ilumina y eleva la razón, pierde en gran medida el uso de razón. Negando al Creador, centra su atención en la criatura. Y no entiende nada de lo que pasa.

Las Iglesias locales de Occidente,  las que llevaron la fe en Cristo a gran parte del mundo, hoy, en la situación agónica ya considerada anteriormente, se juegan nada menos que su pervivencia, según prevalezcan en ellas los Reformadores, los Deformadores, los Moderados u Otros. Intento ahora describirlos.

 (1)

–Los reformadores 

Los Pastores y fieles reformadores pretenden siempre por el camino de la conversión y la reforma, 1) que las doctrinas y normas de la Iglesia se reafirmen y se apliquen pastoralmente; 2) que las herejías, las desobediencias a la disciplina, los sacrilegios, sean reprobados eficazmente, guardando en la Iglesia la unidad, santidad y verdad;  3) que se recuperen las vocaciones y los sacramentos perdidos; 4) y que manteniendo siempre la continuidad con la Biblia, la Tradición y el Magisterio apostólico anterior (Vat. II, Dei Verbum (10), se realicen los necesarios desarrollos de la Iglesia, fieles al «Espíritu de verdad, que nos guía hacia la verdad plena» (Jn 16,13),

«Es Dios quien da el crecimiento» (1Cor 3,7), y El es fiel a sí mismo, no se contra-dice. La Iglesia, pues, ha de crecer como un árbol, siempre fiel a su propio ser. Ella es el Cuerpo de Cristo, y «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13,8).

En la historia de la Iglesia ha habido numerosas reformas, y todas han pretendido re-formar en ella su forma verdadera, eliminando los errores y abusos producidos, y acrecentando los desarrollos de la ortodoxia y de la ortopraxis: Cluny, Gregorio VII, Órdenes Mendicantes, Trento, San Carlos Borromeo (el Reformador), San Pío X, Vaticano II, etc.

«Ecclesia semper reformanda» fue un lema de los protestantes (Gisbert Voetius, sínodo de Dordrecht, 1618), que ellos pretendieron realizar, pero no como reformadores, que recuperan las formas de la Iglesia perdidas o degradadas, sino, de hecho, como deformadores de la Iglesia. 

El Vaticano II emplea esa expresión, pero en el sentido católico: «La Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a una perenne reforma (perennem reformationem)» (Unitatis redintegratio 6a). En este sentido di a mi blog el título de Reforma o apostasía (2009–).

Como dijo el cardenal Ratzinger, «verdadera reforma no significa entregarnos desenfrenadamente a levantar nuevas fachadas, sino procurar que desaparezca en lo posible lo que es nuestro, para que mejor aparezca lo que es de Cristo» (Informe sobre la fe, 1985, fin cp. III).

 

¿Y cómo hacer hoy la reforma?

 Hemos de procurarla siguiendo el ejemplo de Jesucristo y de los Apóstoles, San Pablo, San Buenaventura, San Pío X y tantos otros, que por ser santos, participaron maravillosamente del poder iluminador y santificante del Salvador.

1.–La oración, lo primero. Toda navegación espiritual cristiana ha de llevar la oración como proa, y mantener siempre su meta en la glorificación de Dios. «¡Que todos los pueblos te alaben!».

2.–La predicación fuerte y clara del Evangelio: «Cómo creerán sin haber oído de Él?»; «¡ay de mí, si no evangelizara!».

3.–La conversión personal: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos». Toda reforma ha de procurar la salvación eterna de los hombres.

4.–La caridad al prójimo: «no saben lo que hacen»; «me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2Cor 12,15).  

 5.–El combate contra el mundo, contra el mundo infiltrado en la santa Iglesia, tan opuesto al Evangelio, contra las herejías y sacrilegios, y contra el origen de todos los males, el Maligno, que «es padre de la mentira y homicida desde el principio» (Jn 8,44).

6.–La esperanza en la victoria de Cristo, que ha «vencido al mundo». Y «vive y reina por los siglos de los siglos».

 

(2)

 –Los exacerbados

Exacerbar es un término definido por la Real Academia, en su primera acepción, como «irritar, causar muy grave enfado o enojo».

Pues bien, como una subespecie muy deficiente de los Reformadores católicos, podemos describir a los exacerbados como cristianos de sincera fe que, ante los errores y males del mundo y de la Iglesia, se enojan fuertemente, y manifiestan su cólera juzgando con dureza no sólo a los errores y males, sino también a sus autores presuntos o reales. Combaten con dureza y amargura, con insultos y también, a veces, con tristeza, con desánimo, y en casos extremos, con falta de caridad.

Si alguno combate una doctrina mala, cuanto más fuertes sean sus argumentos, menos necesidad tendrá de insultar a sus autores. Las reprobaciones apologéticas no aumentan su fuerza con las palabras más duras y los insultos, sino que se debilitan. Esto es así, pero los exacerbados no acaban de entenderlo.

Insisto en lo que ya dije en la Introducción: No nos exasperen los que hacen mal en el mundo y en la Iglesia. Con nuestros pecados de acción y de omisión somos nosotros cómplices de ellos. Libremos con fuerza los combates de la fe, pero obedeciendo a Cristo. No juzguemos a los errantes: «no juzguéis, y no seréis juzgados» (Lc 6,37). Y no los insultemos con palabras odiosas: «Si uno llama a su hermano imbécil, tendrá que comparecer ante el Sanedrín. Ysi lo llama necio, merece la condena de la gehenna del fuego» (Mt 5,22).

Lucha contra los males, pero «descansa en el Señor y espera en élCohíbe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, no sea que obres mal» (Sal 36,7-8). 

 Es bueno y santo lamentar los males con gran pena: herejías, abusos, sacrilegios, abortos, adulterios, apostasías, etc… Señor, «arroyos de lágrimas bajan de mis ojos por los que no cumplen tu voluntad» (Sal 118,136). Pero otra cosa es, y es mala, la exacerbación, que ante los males se irrita, juzga, insulta, se amarga.

Los exacerbados podrían alegar en su defensa que ellos imitan a Cristo, que combatía a los fariseos y a otros resistentes al Evangelio con palabras muy duras, «raza de víboras, sepulcros blanqueados, hipócritas, tenéis por padre al diablo», etc. Y las reprobaciones del Señor van acompañadas a veces de gestos muy hostiles: expulsa en el Templo a los vendedores, vuelca sus mesas, emplea un látigo improvisado (Mt 21, 12-18 y pll.; Jn 2,14-22).

Y los Apóstoles imitan a Jesucristo también en esas duras palabras: «Son éstos fuentes sin agua, a quienes está reservado el orco tenebroso,… que realizan el proverbio se vuelve el perro a su vómito», etc. (2Pe 2,17.22). «Árboles sin fruto, dos veces muertos, desarraigados; olas bravas del mar, que arrojan la espuma de sus impurezas… (Jd 11).

Respondo brevemente.

1.-Los profetas de Israel confirmaban sus palabras como palabras de Dios, con gestos de gran poder (cesar durante años la lluvia) o con señales simbólicas (quebrar un cayado o una vasija) para anunciar al pueblo y ponerlo en alerta frente a una crisis amenazante.

Y cuando Cristo, al comienzo de su ministerio, realiza las expulsiones del Templo, continúa ese lenguaje no verbal, que manifiesta su autoridad de enviado de Dios y que los judíos entienden. No objetan el hecho, sino que preguntan con qué autoridad lo realiza (Jn 2,14-18). Pero no seguirá después con esos gestos violentos, sino que manifestará su poder sobrehumano en los milagros.

2.-Cristo lanza públicamente duras palabras, por ejemplo, contra los fariseos porque los ama, para sacarlos de su soberbia y de sus falsificaciones de la Revelación divina, para deshacer su prestigio entre el pueblo que los venera, para desmentir lo que les impide recibir el Evangelio. Pero tiene palabras muy suaves y compasivas con todos, también con los pecadores (la adúltera, Zaqueo), porque siempre es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,28), también en la Cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

3.–Jesús prohíbe las palabras insultantes, como ya hemos visto. Si uno insulta a su hermano, «merece la condena de la gehenna del fuego» (Mt 5,22).

4.–Las durezas verbales que hallamos a veces en los Santos Padres y Doctores de la Iglesia (Adversus haereses, Adversus Helvidium, etc.)  prolongan a veces las antiguas durezas. Pero el Espíritu Santo, que nos dirige a la verdad completa, va haciendo prevalecer en la predicación la suavidad compasiva de Cristo, y su prohibición del insulto.

San Buenaventura (+1274), por ejemplo, como antes he citado en su obra Apologia pauperum contra calumniatorum, tritura largamente los argumentos publicados por un maestro de la Universidad de París contra los nuevos religiosos mendicantes. Pero, si no recuerdo mal, evita dar el nombre del calumniator, Gerardo de Abbeville, y no da tampoco el título de su nefasta obra. Solo indica a ésta dando las primeras palabras de su texto.

De San Francisco de Sales (+1622), que fue nombrado Obispo de Ginebra, pero que tuvo que establecerse en Annecy, ciudad próxima, por la prepotencia de Calvino en Ginebra, se dice que en sus polémicas con los calvinistas, suscitaba muchas conversiones, y más que por sus argumentos, por la humilde caridad de su trato.

Quiera el Señor abrir la mente y el corazón de los cristianos hoy exacerbados por tantos males, que tienen a veces a mérito la dureza de sus apologías. Piensan que cuanto más duras sean sus palabras, más fuerza persuasiva tendrán para vencer a los «adversarios». Cuando es justamente lo contrario. Al oirlo ellos se dicen: «No le hagas caso: su cabeza no piensa, embiste».

 

(3)

–Los deformadores

Éstos exigen que la Iglesia evolucione y cambie ciertas doctrinas y normas morales, de tal modo que en ella se reforme –es decir, se deforme– todo cuanto se muestra incompatible con el pensamiento relativista y liberal del mundo actual. Pretenden que sólo así podrán atraer el mundo a la fe en Jesucristo.

La falsedad de tal planteamiento, totalmente contrario al Evangelio, es tan evidente a priori como a posteriori, viendo el resultado más frecuente de su aplicación, que es el reforzamiento de la apostasía.

No olvidemos que los más temibles deformadores de la Iglesia están dentro de ella; y que con lamentable frecuencia, están impunes, prepotentes, ascendidos.

Son «hombres malos y seductores» (2Tim 3,13), que «resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (3,8): se les ha podrido el nous. San Pablo, como hemos visto en páginas anteriores, hace de ellos un retrato muy exacto. Muy útil para conocerlos y para combatir sus mentiras diabólicas.

 

(3)

–Los moderados

Centristas en cauteloso equilibrio, los moderados aceptan a la Iglesia en su doctrina y disciplina. Pero al mismo tiempo quieren quieren de hecho, aunque no lo declaren que aquellas enseñanzas y caminos de la Iglesia contrarios al mundo, se silencien sistemáticamente –por ejemplo, la Humanæ Vitæ, y que nunca se exija su observancia, ni en la confesión, ni en las predicaciones, ni en cátedras o publicaciones; y que tampoco se impugnen en públicas argumentaciones apologéticas las herejías contrarias a esas doctrinas.

Es decir, por un lado, quieren estar a bien con buenos y malos. Por otro, saben que su moderación es una recomendación imprescindible para su promoción eclesiástica.

En una Iglesia local dominada por los deformadores o/y por los moderados, Pablo de Tarso no tendría ninguna posibilidad de ser elegido Obispo. San Pablo era un hombre que, por ejemplo, escribiendo a los Gálatas, les dice que su condición de Apóstol procede de Dios Padre y del Señor Jesucristo, «que se entregó por nuestros pecados, para arrancarnos de este perverso mundo presente, según la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gál 1,4). Deformadores y moderados vetarían absolutamente la elección episcopal de quien se permitía hablar así del mundo presente, de un modo tan claramente «escandaloso».

Los moderados son buenistas, y por tanto pacifistas. Piensan que ante todo hay que evitar en la Iglesia divisiones públicas y tensiones internas… Así piensan –si es que piensan, porque más que pensamientos en razón y fe, viven de pensaciones–, según modas y temperamentos personales. Los moderados son quizá, los que más daño hacen a la Iglesia desde dentro, porque conociendo y creyendo la verdad, no la predican, ni la defienden, sino que la ocultan, «por el “bien” de la Iglesia, para preservar su “unidad”, pro bono pacis»…

Está claro que entre los católicos que mantienen la ortodoxia hoy prevalecen ampliamente los moderados, que alegando razones inadmisibles «no combaten el buen combate» por la fe (2Tim 4,7). Dios les abra los ojos y les dé conversión y perdón.

Lo eclesialmente correcto es hoy un buenismo oficialista que obliga a pensar y decir que «vamos bien», aunque se reconozca generosa y humildemente que «hay deficiencias», hay «luces y sombras». Hasta ahí llegan.

 Estos moderados consideran por supuesto que su actitud es virtuosa, prudente, caritativa, y la mantienen muchas veces con buena conciencia (y quién sabe si con cierto orgullo). Todo lo hacen «por amor a la Iglesia, por mantenerla en la unidad» (sic).

Resulta penoso verles argumentar fundamentando su actitud en piadosas consideraciones sobre la Providencia divina, el valor supremo de la unidad de la Iglesia, la virtud de la esperanza, la caridad fraterna, la obediencia y la filial confianza que debemos a nuestros Pastores sagrados, etc.

Los moderados respetan por liberal tolerancia a los deformadores, pero menosprecian a los reformadores, de los que se distancian cuidadosamente, como es lógico, como si fueran apestados. 

Lo explico un poco más.

 

Deformadores y moderados coinciden en su profundo desagrado hacia los reformadores, combatientes defensores de la verdadera fe católica. 

Los deformadores, considerados tantas veces como vanguardia valiente, creativa y progresista de la Iglesia, cuando a veces –pocas– se ven atacados públicamente, se indignan y califican de fanáticos retrógrados, rígidos y farisaicos, a sus oponentes.

Los moderados, como se ven implícitamente denunciados al mantenerse a distancia de los combates de la fe, en un silencio neutral, también se indignan y tienen por fanáticos a quienes combaten por la verdad de Cristo y de la Iglesia. Aborrecen especialmente las argumentaciones más fuertes de los reformadores. No entienden que la fuerza en la defensa de la fe está en función de la fuerza de las agresiones contra ella.

Intervenciones públicas tan fuertes, por ejemplo, como la que ya vimos del Cardenal Sarah, o las también recientes de los Cardenales y Obispos Müller, De Paolis, Caffarra, Burke, Brandmüller, Pell, Gadecki, Ager, Reig Pla o Schneider, no se habían producido ni siquiera en los momentos más efervescentes de las polémicas posteriores al Vaticano II.

Pero es que nunca como hoy se habían producido tantas y tan graves agresiones públicas de algunos  Obispos y Cardenales modernistas contra verdades de la fe católica:

dudas sobre la virginidad de María, aceptación práctica del adulterio, de la homosexualidad activa, del sacerdocio femenino, de la eutanasia, concelebración eucarística con pastores cismáticos, negación de la ley eclesial (misa dominical, p. ej.), igualdad docente entre ordenados y laicos, etc.

Los moderados, quizá con buena voluntad, pero con discernimiento erróneo, estiman que un verdadero amor a la Iglesia y a su jerarquía exige un apoyo indiscriminado al presente católico, vaya éste por donde vaya.

Y por otra parte –todo hay que decirlo– tienen en cuenta, quizá inconscientemente, que esa actitud no solo les evita persecuciones dentro de la comunidad cristiana, sino que en no pocos casos les abre caminos ascendentes de prosperidad eclesial…

Pero sus actitudes son falsas. Se eximen de los buenos combates de la fe, no conducen a una santa reforma de la Iglesia, sino que ciertamente la impiden, y favorecen una apostasía que ya lleva creciendo de modo persistente más de medio siglo.

* * *

–Hay moderados muy diversos entre sí, y conviene, para no ser atraídos a su engaño, describirlos con exactitud minuciosa, para conocerlos bien, entendiendo con precisión las causas y efectos de su moderación.

*Unos hay que manifiestan alegría y gratitud cuando ven  reafirmada y defendida por otros la enseñanza de la Iglesia, siempre fundamentada en Biblia, Tradición y Magisterio apostólico.

Se alegran con la acción de los reformadores. Pero si ellos no hacen lo mismo, es porque no saben –han recibido una formación escasa, y con frecuencia deficiente–, y no pueden, no se ven capaces. Dios los bendiga. La humildad es el fundamento de todas las virtudes. «No debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo»  (Jn 3,27). Buena gente.

*Otros hay que se manifiestan indignados por esas intervenciones apologéticas, porque, siendo fieles a la doctrina de la Iglesia, guardan un silencio que hacen sonoro los que de verdad confiesan y defienden la fe.

Algunos de estos moderados, los infectados aunque solo sea un punto por el relativismo liberal, alegan la «unidad en la diversidad», el horror a la «unidad entendida como uniformidad», la «evolución de las verdades en la realidad de los desarrollos históricos»…

*Otros expresan su desagrado ante las apologías católicas sencillamente porque son moderados, y se escandalizan de cualquier afirmación clara y neta, fuerte y pública, de los defensores de la fe.

*La moderación puede ser a veces una dolencia psicológica, una grave vulnerabilidad afectiva, procedente de distintas causas. De hecho, el contraste polémico los pone enfermos.

Siendo católicos ortodoxos moderados, sufren angustia cuando ven públicamente impugnadas ciertas doctrinas contrarias a la enseñanza de la Iglesia. Pero prefieren refugiarse en una falsa paz, que es sin duda falsa, pues provoca la impunidad y la complicidad, al menos pasiva. Ante muy grandes males eligen el silencio orante y crucificado –en el mejor de los casos–, o simplemente miran para otro lado.

*Hay moderados que no quieren que sean denunciadas tantas aberraciones doctrinales y morales –por ejemplo, la negación de que existan los ángeles–, por temor a que combatiéndolas, se den a conocer y se difundan, de tal modo que no pocos que las ignoraban en su maldad, vengan a incurrir en ellas y a alejarse de la Iglesia.

*La moderación buenista suele situarse en una errónea idea de la virtud de la prudencia, como si ésta, por principio (in medio virtus), hubiera de situarse siempre «en el centro». Torpe error.

La realidad de la Presencia eucarística, por ejemplo,  o de la Virginidad de María, no está en «el centro» de quienes la afirman y los que la niegan. Es absurdo. Esa actitud viene a ser un vergonzante «sí, pero no, en el sentido de más bien».

*Otros son moderados por horror a la cruz, porque saben que la defensa pública de la fe católica ocasiona necesariamente la persecución del mundo y de la parte mundanizada de la propia Iglesia. Prefieren «guardar su vida», libre de persecuciones marginantes, para ser más eficaces en la evangelización del mundo, según dicen.

*No faltan quienes caminando por la moderación aspiran a medrar dentro de la Iglesia. Ven más aconsejable –y aciertan– para resguardar su ambición un discreto y persistente silencio, sin querer advertir que éste suele ser objetivamente, por omisión, un modo de complicidad.

Si son Pastores, no quieren verse como San Atanasio (+373), que por combatir fuertemente contra el arrianismo, se vió acusado de «dividir la Iglesia», y que fue cinco veces expulsado de su sede episcopal de Alejandría, perseguido por sus hermanos Obispos, los que eran activa o pasivamente arrianos.

*Otros deben su falsa moderación a una idea errónea de la unidad de la Iglesia. Temen que los combates por la verdad católica susciten divisiones que quebranten la unidad de la comunidad cristiana Pero la unidad de la comunidad de fieles sólo es posible en la verdad, en «una sola fe» (Ef 4,5 cf. Hch 2,42 4,32).

Sulpicio Severo, biógrafo de San Hilario (+367), refiere que los arrianos decían de este santo Obispo y Doctor, que era un «perturbador de la paz en Occidente» (II,45,4) (!). La misma acusación fue lanzada contra su contemporáneo San Atanasio, como si fuera culpable del cisma creado por Arrio. Así las cosas, muchos Obispos huían de esta terrible descalificación, y callaban. Y los arrianos seguían negando o dejando que se negara la divinidad de Jesucristo.

*La papolatría es también error propio de los moderados. Los afectados por ese error se tragan pontificias piedras de molino alegando –implícitamente al menos–, que «todo» lo que dice el Papa es doctrina infalible; o al menos  algo tan sagrado que debe ser obedecido, y en ningún caso criticado o rechazado públicamente, aunque sea ciertamente contrario a la doctrina de la Iglesia. La episcopolatría va por el mismo camino.

*Mala doctrina. Muchos de lo moderados, quizá la mayoría, no piensan y obran como lo hacen por cobardía, oportunismo o ambición, sino por mala formación doctrinal. El  semipelagianismo, por ejemplo, hace ya mucho tiempo predominante, enseña en forma implícita a «guardar la propia vida». Es decir, empleando su lenguaje: presiona para que se guarde operativa y eficaz la «parte humana» que co-labora en la obra buena con la «parte de Dios», la gracia. De este modo los infectados por esa pésima herejía esperan servir mejor al Reino de Dios en el mundo guardando su vida, sin enfrentarse con nadie, procurando estar a bien con todos, manteniendo su prestigio personal.

Y como he dicho, esto no siempre es por cobardía o tibieza aunque a veces sí; es ante todo una mala teología de la gracia, una deficiente formación doctrinal. Si San Juan Bautista hubiera sido un moderado semipelagiano, no hubiera denunciado públicamente al Rey por adúltero, porque hubiera previsto que le cortarían la cabeza, y que así ya no podría servir a Dios como profeta, hablando en su nombre. Entendería que  en conciencia «debía» callar el adulterio real (sic) para guardar viva y fuerte «la parte humana» de su colaboración al servicio de Dios.

Demos gracias a Dios, que guardó al Bautista en la verdad católica de su martirio.

 

(4)

–Los desesperados

–Quedan los desesperados y amargados. Abrumados por tantos males del mundo y de la Iglesia, aseguran que avanzamos derechos hacia el abismo, hacia una perdición universal. Quizá, en conexión con ese convencimiento, anuncian también a veces la inminencia del Anticristo y la venida de Jesucristo. Pero lo más probable es que sean increyentes o bien «hombres de poca fe» (Mt 14,31).

La fe, si está viva, suscita necesariamente la esperanza en Cristo Salvador: «Sabed que yo estaré siempre con vosotros, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).

Nótese que en principio son admisibles sus previsiones, y más de una vez las hemos conocido en santos. Lo que es inadmisible es la certeza con que afirman el futuro, y más aún la amargura con que lo hacen. La fe nunca predice como cierto lo que ignora. Están desconcertados y angustiados, y olvidan dos verdades reveladas por Cristo:

1ª. «Verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y majestad. Cuando comiencen a suceder estas cosas, alegraos y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra liberación» (Lc 21,27-28). Y también:

2ª. «De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24,26).

 * * *

¿Qué debemos hacer al comprobar un día y otro esas reacciones?

Seguiremos la norma de Cristo: «Yo os he dado ejemplo» para que lo sigáis (Jn 13,15). Él afirmó la verdad y rechazó el error, enseñándonos con su ejemplo que las dos acciones son necesarias para la comunicación plena de la verdad.

Seguiremos a San Pablo, que nos manda: «combate los buenos combates de la fe» (1Tim 6,12). Y más nos lo dice hoy, cuando son tan pocos los que se reconocen llamados por Dios para combatir herejías y sacrilegios.

Piensen un poco: si no denunciamos los errores y aberraciones, para no alarmar a los fieles, no podríamos refutarlos y combatirlos. Por eso, al menos ciertos fieles de la Iglesia, confortados especialmente para ello por el sacramento del Orden o cualificados por sus mayores conocimientos, estamos obligados en conciencia a hacerlo.

 

En fin

Ante los males del mundo y de la Iglesia, haga cada cristiano lo que Dios le dé hacer: no más, ni menos, ni otra cosa buena diferente. Los que pueden, porque Dios se lo da, libren combate aun arriesgando su vida. Los que no pueden, por inculpables carencias, no entren en combates abiertos, que fácilmente serían perjudiciales para ellos y para la Iglesia. Dios oiga sus oraciones y los bendiga. «Andar en humildad es andar en verdad» (Sta. Teresa, 6Moradas 10,7). Y el Bautista: «No debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27).

 

El Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos; pero el plan del Señor subsiste por siempre… Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor…

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; con él se alegra nuestro corazón, en su santo Nombre confiamos. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti (Sal 32).

 José María Iraburu, sacerdote

 

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