(640) Espiritualidad 18 – Sacerdotes santos; especialmente santos
–Yo nunca he oído predicar del sacramento del Orden, como no sea en alguna ordenación.
–«¿Cómo oirán si nadie les predica?» (Rm 10,14)… «El justo vive de la fe» (1,17), «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (10,17).
–Por experiencia: el sacerdote necesita la santidad
Sin un grado considerable de santidad el sacerdote no es capaz de «vivir» según el sacramento del Orden, y menos aún podrá «realizar su ministerio». A él se le exige re-presentara Cristo: pensar, hablar y obrar in persona Christi, etc. Al menos debe «pretender» ir adelantando hacia la santidad personal, aunque todavía le haga falta crecer mucho. El cristiano que no tenga una voluntad firme de «tender» a la santidad, no debe «pretender» ser sacerdote. No debe ser admitido en el Seminario.
Un sacerdote, por ejemplo, que ni siquiera esté habitualmente firme en la vida de la gracia, se expone a incurrir con frecuencia en graves sacrilegios y a causar grandes males. A un zapatero se le puede tolerar que en su oficio sea deficiente o incluso torpe. Pero a un neurocirujano del cerebro se le exige que sea muy bueno, porque de otro modo será muy malo, y mataría a muchos pacientes con su impericia. Eso ocurre con los sacerdotes todavía «carnales».
Un sacerdote espiritualmente malo o mediocre, causará inevitablemente muchos males, a veces mortales. Es en la Santa Iglesia un peligro público. Con sus acciones y omisiones hace estragos en la comunidad cristiana. Muy interesado en su promoción eclesiástica y económica, cautivo del qué-dirán, sin apenas oración ni estudio, con muchas más horas de Televisión que de Sagrario, sujeto en la doctrina a las ideologías de moda, preso de sus estados de ánimo, incapaz por tanto de discernimientos prudentes (en la confesión, por ejemplo, si está de buenas, trata con benignidad al penitente, que quizá necesitaría una corrección enérgica; o trata con una dureza lamentable al penitente necesitado de una acogida bondadosa y confortante)… Habría que retirarlo del ministerio pastoral. Al menos hasta que se convierta y comience a vivir de Cristo.
Y sigo argumentando por la experiencia con un ejemplo. Florece un campo de cultivo cuando un aspersor giratorio lo riega entero con abundancia de agua; y agonizan o mueren sus plantas cuando el aspersor está obstruido y apenas riega. Cuántas veces al visitar una parroquia o una diócesis de situación excelente o pésima, adivinamos la calidad espiritual de los párrocos o de los obispos que ha tenido. Y es bastante probable que acertemos. El cura, adelantando en el camino de la santidad, tiene que ser muy bueno, porque si no lo fuera, sería muy malo y maléfico. «Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo de frutos malos» (Mt 7,17).
–Vida espiritual del sacerdote y eficacia de su ministerio pastoral
El Vaticano II enseña que la acción sacerdotal es primariamente obra de Dios, y secundariamente es obra de hombres, que especialmente consagrados por el Orden sagrado, co-laboran con el Santo y santificador. Y precisa:
«La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio. Pues, si es cierto que la gracia de Dios puede realizar la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20)» (Presbyterorum Ordinis 12; +Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 1992, 25),
–Los sacerdotes están especialmente llamados a la santidad
Esta fe de la Iglesia nace de la experiencia, como lo hemos mostrado con algunos ejemplos. Pero aún más se fundamenta en el testimonio doctrinal constante de veinte siglos en Oriente y Occidente. Aquellos cristianos que por Dios son elegidos, llamados, consagrados y enviados deben ser santos, ante todo porque mediante el Orden sagrado han sido «configurados de un nuevo modo» a Cristo (PO 12), para re-presentarlo ante los hombres de todos los siglos. Y Él es «nuestro sumo Sacerdote: santo, inocente, inmaculado» (Heb 7,26). Sin la debida santidad, la re-presentación de Cristo resulta una caricatura, una falsificación, un engaño.
San Pedro exhorta a los presbíteros a que sean «modelos de la grey» (1Pe 5,3). El pueblo cristiano debe imitar sus virtudes como ellos imitan las de Cristo (1Cor 4,16; 11,1; 1Tes 1,6; 2,14). Así lo enseñan las Constituciones apostólicas del 380, que enseñan en su libro II cómo deben ser obispos, presbíterors y diáconos, fundamentando en las Escrituras su enseñanza: «Tal como es el sacerdote, así será el pueblo» (Os 4,9). Los ministros del Buen Pastor han de ser centinelas del pueblo en la verdad y el bien (Ez 33,3-9). Los Santos Padres insisten igualmente en que los sacerdotes deben señalarse en todas las virtudes, para que puedan guiar y santificar al pueblo que el Buen Pastor les encomienda: «apacienta mis ovejas» ( Jn 21,15-17). En la Patrología latina de J. P. Migne (Índice II: ML 219,711-721) se comprueba que las referencias a ese convencimiento de la fe es en los Padres muy frecuente.
Santo Tomás de Aquino (+1274) enseña que «para el digno ejercicio de las órdenes no basta una bondad cualquiera, sino que se requiere una bondad eminente, para que así como aquellos que reciben el orden son puestos en un grado más alto que el pueblo común, así también sean superiores por su santidad. Por eso se presupone la gracia suficiente para ser contado entre los fieles de Cristo. Pero en la recepción del orden se confiere un don mayor de gracia por el que se hace idóneo para funciones superiores» (Suma Teol., Supl. q.35, a.1, ad 3). En consecuencia, por lo que a la «vida interior y exterior» de los sacerdotes se refiere, Sto. Tomás requiere una santidad especial: «Ellos están obligados más que los laicos a vivir la perfección de una vida excelente; pero unos y otros están todos obligados a la perfección de la caridad» (In Mat. 5,48).
El concilio deTrento (1545-1563) impulsó eficazmente una notable elevación del clero diocesano, asegurándole en los Seminarios un conocimiento doctrinal y moral, un nivel espiritual, litúrgico y pastoral, que antes del Concilio se daba casi exclusivamente en órdenes religiosas y ciertos cabildos de canónigos. Quiso el Concilio que la figura del sacerdote no sólo se alejara de ignorancias, abusos y escándalos, sino que fuera admirable, de modo que el pueblo cristiano pudiera «seguirle» por un camino seguro y fiel a Jesucristo, el Buen Pastor. Ese decidido impulso tridentino dura y perdura más de cuatro siglos.
El Código de Derecho Canónico de 1917 manda en forma canónica que «los clérigos deben llevar una vida interior y exterior más santa que los laicos y sobresalir como modelos de virtud y buenas obras» (c. 124).
Es la misma doctrina enseñada por el Concilio Vaticano II (1963-1965), como lo recordaba San Juan Pablo II en su exhortación apostólica Pastores dabo vobis (1992, n.20): «Con claridad el texto conciliar [Presbyterorum Ordinis, 12] habla de una vocación “específica” a la santidad, y de una vocación que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote, en virtud de “una nueva consagración” a Dios mediante la ordenación».
–La doctrina sobre la santidad sacerdotal
La Iglesia desde el principio cuidó mucho la admisión de los candidatos a las Ordenes sagradas (cf. P.H. Lafontaine, Les conditions positives de l’Accession aux Ordres dans la premiare législation ecclésiastique, 300-492, Ottawa 1963). Y conoció la antigüedad tempranamente obras muy notables sobre el sacerdocio, como la Oratio catechetica magna (386), de San Gregorio de Nisa (+394); los Seis libros del sacerdocio, de San Juan Crisóstomo (+407), o la Regula pastoralis de San Gregorio Magno (+604).
Por otra parte, fueron numerosos los Concilios universales o regionales y los decretos pontificios que incluyen entre sus temas el capítulo infaltable De vita et honestate clericorum. La Iglesia es muy escasa para dar normas de vida a los laicos –misa dominical, ayunos y diezmos, etc.–, pero, en cambio, da al gremio sacerdotal numerosas normas de vida interior y exterior, para fomentar su santidad, para estimular su ministerio y para librarlo de toda mundanidad inconveniente.
Las Decretales pontificias fueron frecuente en los siglos IV-XV para regular sobre todo cuestiones disciplinares. Sobre la vida y ministerio de los sacerdotes, hay que destacar al papa Gregorio IX (1227-1241), protector de los incipientes franciscanos y dominicos, que en 1234 publica unas Decretales, elaboradas por San Raimundo de Peñafort, que incluyen una recopilación de normas conciliares o pontificias destinadas al clero diocesano: De vita et honestate clericorum (Decretales, lib.III, Tit.I). Con relativa frecuencia, es cierto, no tuvieron esas normas el cumplimiento preciso, principalmente por la escasa formación doctrinal y espiritual que recibía el clero.
Felizmente, por muy especial don de Dios, el Concilio de Trento (1545-1563) impulsó en modo muy notable y duradero la calidad doctrinal y espiritual, litúrgica y pastoral del clero diocesano, reafirmando la gran tradición anterior de la Iglesia sobre los sacerdotes, procurando elevarlos al nivel de los religiosos, y frenando tajantemente los graves errores del luteranismo, que negaba la existencia misma de un sacerdocio ministerial cristiano establecido por el sacramento del Orden.
–La teología y la disciplina del sacerdote alcanzan su plenitud en el siglo XX
Hasta el siglo XX falta en la Iglesia un Corpus Doctrinal completo sobre el sacerdocio. Es entonces cuando el Espíritu Santo, partiendo evidentemente de las mismas santas tradiciones por él suscitadas, ilumina la Iglesia con luces especiales sobre la naturaleza y la espiritualidad propia del sacerdocio ministerial. El cúmulo de Documentos Pontificios sobre el tema es en el siglo XX realmente impresionante en número y calidad.
S. Pío X, Haerent animo,1908; Pío XI, Ad catholici sacerdotii, 1935; Pío XII, Menti Nostri, 1950; Juan XXIII, Sacerdotii Nostri Primordia, 1959; S. Pablo VI, Summi Dei Verbum, 1963; documentos del Concilio Vaticano II (1965, Christus Dominus, Presbyterorum Ordinis, Optatam totius); S. Pablo VI, Sacerdotalis caelibatus, 1967; Sínodo Episcopal, El sacerdocio,1971; S. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 1992. Como vemos, las enseñanzas sobre el sacerdocio ministerial son en el siglo XX una doctrina central del Magisterio apostólico.
Pío XII escribe: la «excelsa dignidad de los sacerdotes exige de ellos que con fidelidad suma correspondan a su altísimo oficio. Destinados a procurar la gloria de Dios en la tierra, a alimentar y aumentar el Cuerpo Místico de Cristo, es necesario absolutamente que sobresalgan de tal modo por la santidad de sus costumbres, que por su medio se difunda por todas partes “el buen aroma de Cristo”» (2Co 1,15) (Menti Nostri introd.).
Igualmente Juan XXIII, citando a Santo Tomás (STh II-II, 184, 8), enseña que «el cumplimiento de las funciones sacerdotales “requiere una santidad interior mayor que la que necesita el mismo estado religioso”» (Sacerdotii Nostri Primordia, I).
El concilio Vaticano II, que tan hondamente subraya La universal vocación a la santidad en la Iglesia (Lumen gentium, cpt. V), sigue afirmando que «los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno» (PO 12a; +12cd). La santidad viene requerida por el mismo ministerio, que es ministerio de santificación, ministerio de representación de Cristo en medio de su pueblo.
–Caída enorme: de la plenitud del sacerdocio hacia su extinción
No me alargaré en la consideración de esta realidad tan dolorosa, porque todos la conocemos por experiencias innumerables, propias o ajenas. A mediados del siglo XX, tan deslumbrante en la doctrina sobre el sacerdocio, se inicia hasta nuestros días en no pocas Iglesias locales una ruina al parecer imparable de las vocaciones sacerdotales. La disminución de las vocaciones sacerdotales es tan enorme, sobre todo en naciones de muy antigua filiación cristiana, que en algunas de ellas parece llevar a la extinción. «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31; +Zac 13,7).
A) La secularización de sacerdotes. –Según algunos testimonios dignos de crédito, la multiplicación espantosa de secularizaciones de sacerdotes, acabaron con la vida de San Pablo VI (+1978). Aunque ya sufría heridas muy graves, como la resistencia de una parte de la Iglesia a las encíclicas Sacerdotalis cælibatus(1967) y Humanæ vitæ (1968).
Al final de la encíclica sobre el celibato se duele el Papa de las innumerables dispensas que la Iglesia, «siempre con la amargura en el corazón» se había visto en la necesidad de conceder en las secularizaciones (nº 85). Y exclama: «Oh, si supieran estos sacerdotes cuánta pena, cuanto deshonor, cuánta turbación proporcionan a la Santa Iglesia de Dios, si reflexionasen sobre la solemnidad y la belleza de los compromisos que asumieron, y sobre los peligros que van a encontrarse en esta vida y en la futura, serían más cautos y más reflexivos en sus decisiones, más solícitos en la oración y más lógicos e intrépidos para prevenir las causas de su colapso espiritual y moral» (86). (Otros hubo que, despreciando el especial vínculo con Cristo recibido de Dios en el sacramento del Orden, veían las secularizaciones con un buenismo pésimo, que venía a facilitarlas).
B) La disminución de vocaciones sacerdotales. –A y B se dan juntos. Al fenómeno anterior señalado, se une este otro, no menos terrible para sus protagonistas y para la vida de la Iglesia. Seminarios hubo que de cientos de seminaristas se redujeron en dos o tres años a una docena: como si en el patio central hubieran explotado una bomba espiritual potentísima. Muchos Seminarios hubieron de ser cerrados. Y la crisis se mantiene, dura y perdura implacable, porque no se reconocen ni se combaten sus verdaderas causas. Por ejemplo, si en una Iglesia local se elimina sistemáticamente la cuestión soteriológica: salvación o condenación (continuamente presente en la predicación de Cristo, y totalmente silenciada más de medio siglo en esa Iglesia), ¿para qué hacerse en ella «sacerdote»?…
Un caso trágico lo tenemos, por ejemplo, en la antes llamada «católica Irlanda», nación de unos 5 millones de habitantes. Esta Iglesia local tiene veintiséis diócesis, y durante el año 2020 sólo fueron ordenados en ella un sacerdote y dos obispos: más obispos que presbíteros. Un anciano párroco irlandés declaraba: «Esto no es sostenible. No tenemos a nadie que venga después de nosotros».
–Creen algunos que devaluando el clero, se promociona a los laicos
A menos sacerdocio ministerial, más sacerdocio común de los fieles… La fe católica y la experiencia de la Iglesia se unen para considerar esa visión como una pensación diabólica.
La tendencia a configurar al sacerdote como «un hombre corriente» va contra la fe de la Iglesia, porque implica un desprecio o una negación del sacramento del Orden, que entra en la secularización general de lo sagrado. Hay actualmente Iglesias locales tan profundamente descristianizadas y secularizadas que han perdido, unas más, otras menos, varios de los siete sacramentos: penitencia, confirmación, matrimonio, orden sacerdotal. Todos estos sacramentos –digámoslo de paso– fueron tajantemente negados y combatidos por Lutero… Quizá Penitencia y Orden sagrado sean los dos sacramentos más frecuentemente desaparecidos.
En todas las diócesis suelen hacerse anualmente «campañas vocacionales» para suscitar vocaciones sacerdotales. Casi nunca se menciona siquiera en ellas el sacramento del Orden, come se non fosse; e incluso en no pocos casos no se alude a la relación sacerdote–sacrificio eucarístico. Se habla de «el hombre para los demás», de «el cristiano comprometido con el Reino», del «servidor de los pobres y de la paz», etc. pero nunca del sacramento grandioso del Orden en todo su atractivo, necesidad, belleza y fuerza santificante. Mientras predomine ese menosprecio generalizado del sacerdocio ministerial, del sacrificio de la Nueva Allianza, del sacramento del Orden, y de «la nueva configuración sacramental» a Cristo que confiere, proseguirá la suma carencia de vocaciones y de sacerdotes, y se adelantará con paso firme por el camino de su extinción. Seguida, por supuesto, de la dispersión y apostasía del pueblo cristiano.
El pueblo cristiano y fiel siempre ha querido tener sacerdotes, cristianos configurados sacramentalmente de un modo nuevo in persona de Cristo, en cuanto Cabeza, Maestro, Sacerdote y Pastor; sacerdotes que en su vida y ministerio reflejen, interna y externamente, la santidad de Cristo. El pueblo creyente quiere tener sacerdotes santos:: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21).
–Fe y esperanza, paz y alegría
A Cristo le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra ( Mt 28,18), y Él, como Cristo Rey del universo, «vive y reina [efectivamente] por los siglos de los siglos». ´Los ángeles, las estrellas, los animales, la plantas, los hombres, las naciones, todo está sujeto a su voluntad, y a su gobierno providente, hasta la muerte de un gorrión (10,29). Y todo, pues, colabora al bien de los que aman a Dios (Rm 8,28).
Señor Jesucristo, «que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud, y gobiernas las naciones de la tierra» (Sal 66,3).
De esta fe fundamental en Cristo, Rey del universo, puede y debe alzarse la esperanza, vayan las cosas del mundo y de la Iglesia como vayan. No se concibe que un hombre de fe en Cristo Salvador ande amargado o desesperado. Si esa desesperación se queda en el sentido, pero no es con-sentida, no hay pecado. Pero sí hay sentimiento y con-sentimiento, si el cristiano se autoriza a la desesperación, alegando la gravedad y el número de los males de su tiempo, sí hay pecado. Siempre la gracia del Señor levanta nuestros corazones por la esperanza. Aunque hayamos de pasar por un valle tenebroso, no debemos temer nada, porque el Señor va con nosotros (Sal 22,4). Nos lo ha prometido: «Yo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). Y «yo os doy mi paz. No como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14,27).
«El Señor reina sobre las naciones» (Sal 46,9). «Tengo siempre presente al Señor; con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena… Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,8-11). «Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente» (Sal 65,6-7).
Fe y esperanza, paz y alegría.
«Vivid alegres en la esperanza» (Rm 12,12).
José María Iraburu, sacerdote
Post post. – Varios de estos temas los trato con mayor amplitud en “Causas de la escasez de vocaciones” (Fundación GRATIS DATE, 2004, 2ª ed., 51 pgs.) y en “Sacralidad y secularización” (ib. 2005, 3ª ed., 80 pgs,). Ambas obras pueden verse y descargarse íntegras en www.gratisdate.org. Y pueden ser adquiridas impresas pidiéndolas a [email protected]
4 comentarios
Para mi son , hoy más que nunca, el ejemplo vivo de Jesucristo .Hay que tener mucho valor para ir por la calle identificado como sacerdote. Cuando veo a cualquier consagrado identificado como tal por la calle , en el mundo de hoy, noto como un aire fresco en el alma. Que Dios los bendiga y cuide de ellos por que sin ellos Jesús Eucaristía no estaría presente.
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JMI.-Así es.
Pidamos mucho al Señor por los sacerdotes, mucho.
Bendición +
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JMI.-Amén.
Oremos, oremos, oremos,oremos, oremos, oremos...
Bendición +
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JMI.-Amén, amén, amén.
Oremos, oremos, oremos,oremos, oremos, oremos...
Abrazo y bendición +
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