(611) Evangelización de América, 94. San Ezequiel Moreno, santo Obispo misionero (I)

–Hoy, 19 de agosto, la Liturgia celebra la memoria de San Ezequiel Moreno. Qué casualidad…

–No es casualidad, es Providencia.

 

–Riojano y agustino recoleto

A orillas del Ebro, en Alfaro, pequeña ciudad agrícola de la Rioja, junto al límite sur de Navarra, el modesto sastre Félix Moreno y su mujer Josefa Díaz tuvieron seis hijos, cuatro hembras y dos varones: Eustaquio, el primogénito, y Ezequiel, nacido en 1848, cuarto de los hermanos. Creció Ezequiel en el marco de una familia muy cristiana, y acompañaba a su padre, aun en invierno, al rosario de la aurora. Siempre tuvo afición y buena voz para el canto, y se acompañaba bien con la guitarra. Fue de chico monaguillo del convento de las dominicas, con las que guardó siempre una gran amistad.

Teniendo Ezequiel doce años, Eustaquio ingresó en el noviciado de los agustinos recoletos de Monteagudo, en Navarra, y cuando tenía dieciséis, murió su padre, con lo que la familia se vió en muy difícil situación económica. La señora Josefa tuvo que sacar adelante la familia con muchos y diversos trabajos. Entre otros, ayudada por Ezequiel, vendía hilo y baratijas en la plaza de Alfaro. Por eso, cuando Ezequiel dijo a su madre que él también quería ser agustino recoleto, ella trató de disuadirle, haciéndole ver que si fuera sacerdote diocesano podría ayudar a la familia. Sin embargo, como buena madre cristiana, supo ceder a sus insistentes razones.

La vocación, según parece, la tenía desde niño. Contaba la madre Catalina Les, sacristana de las dominicas, que siendo Ezequiel muy pequeño, le preguntaron en el convento qué iba a ser de mayor. «Fraile», contestó sin dudarlo. «¡Tú, fraile!, le dijeron, tan calandrajo [pequeño, poca cosa], ¿para qué te quieren?». Pero él, sin inmutarse, solucionó el problema: «Ya me pondré un sombrero de copa, para ser más alto».

En este resumen biográfico de San Ezequiel Moreno nos atendremos a las Cartas pastorales, circulares y otros escritos, a los dos tomos de sus Cartas privadas, que fueron publicados por su primer biógrafo, el agustino recoleto Toribio Minguella, obispo de Sigüenza. Y seguiremos también la obra Beato Ezequiel Moreno, el camino del deber, escrita por fray Angel Martínez Cuesta, también agustino recoleto.

 

–De Navarra a Filipinas

Ezequiel, con dieciséis años, tomó en 1864 el hábito agustino recoleto en el noviciado de Monteagudo, y pasó dos años después al teologado de la orden en Marcilla, también en Navarra. En aquellos años, dramáticos para la Iglesia y para el Papa, España vivía las convulsiones provocadas por la revolución liberal, que afectaron a todo el pueblo cristiano, y particularmente a los religiosos, que hubieron de sufrir destierros y exclaustraciones, así como el despojo de sus bienes. El noviciado de Monteagudo fue una de las pocas casas religiosas que el gobierno autorizó, tras el Concordato de 1851, únicamente para el envío de misioneros a los dominios españoles de ultramar.

En estas circunstancias, siendo todavía estudiante fray Ezequiel, partió en 1869 a Filipinas con una expedición de 18 religiosos. Fueron recibidos al año siguiente por sus hermanos con gran alegría, y allí conoció a su futuro biógrafo el padre Minguella. En 1871 fue ordenado presbítero, y en su primera misa tuvo a su hermano Eustaquio por padrino. Con él, que era párroco de Calapán, en la isla de Mindoro, aprendió Ezequiel el tagalo y dio sus primeros pasos en la vida pastoral y misionera.

Quince años vivióel padre Ezequiel en Filipinas, desempeñando diversos ministerios en varios destinos, concretamente en la isla de Palawan -donde enfermó de paludismo-, en Calapán, en Las Piñas, Manila, Santa Cruz e Imus. Y en todas partes se mostró como un santo religioso, abnegado y sereno, alegre y entregado, contemplativo y misionero. Tan apreciado llegó a ser en la Orden que, a los 37 años, se le encomendó la formación de los agustinos recoletos de la Provincia como rector del noviciado de Monteagudo, en 1885.

 

–Rector del noviciado de Monteagudo

El padre Ezequiel, como rector del colegio noviciado, cuidó mucho de la vida litúrgica, del rezo coral de las Horas, de la vida comunitaria –parte esencial de la religiosidad agustiniana–, así como también de los estudios y de la fidelidad estricta a la observancia disciplinar, que ya era muy firme cuando él ocupó el cargo.

Todos sabían que el rector iba siempre delante, tanto en la abnegación y en la caridad, como en la fidelidad a las normas de la vida religiosa; pero también sabían que era muy estricto en la obediencia debida. En una ocasión, a los estudiantes que le pedían un día de paseo, que había sido suprimido por una disposición superior, el padre Ezequiel, mostrándoles la orden, les replicó «pacíficamente, pero con firmeza: “Miren sus caridades si pueden borrarla"» (Mtz. Cuesta 59-60). De él decía un religioso compañero que «aparentaba de natural muy austero, pero en el trato era la misma humildad, y cuando se veía obligado a corregir, lo hacía con corazón de padre, sin alterarse jamás» (62-63).

Otro rasgo acusado del padre Ezequiel como rector fue su amor hacia los pobres. Dejaba en manos del Vicerrector muchos asuntos de la vida ordinaria de la casa, pero él estaba personalmente atento a todo lo referente al cuidado de los pobres, y raro era el día en que no se repartían en el convento 400 o 500 raciones de comida a los necesitados. Como declaraba un religioso, «en el amor a los pobres era casi exagerado» (Mtz. Cuesta 51).

Los agustinos recoletos de Monteagudo tenían entonces –como ahora– muy buena relación con los curas seculares y con el obispo diocesano. El padre Ezequiel acudía con frecuencia para ayudar en las parroquias próximas para predicar o confesar. Y el señor obispo, don Cosme Marrodán, muy ligado a la comunidad, quiso que fuera él quien le atendiera a la hora de la muerte. También mostró el padre Ezequiel un cariño muy especial hacia las religiosas vecinas, agustinas recoletas, dominicas de Alfaro, cistercienses de Tulebras, Siervas de María de Tudela y religiosas de Santa Ana de Tarazona, siempre pronto a servirles como sacerdote.

 

–Los agustinos recoletos en Colombia

«La Orden de Agustinos Recoletos tiene una de sus raíces fundacionales en Colombia. A principios del siglo XVII surgió entre los agustinos neogranadinos un movimiento espiritual muy afín al que a partir de 1588 dio origen a la Orden en Castilla». Y tanta era la afinidad, que «los colombianos acomodan su tenor de vida a la Forma de vivir de los españoles y en 1629 se funden con ellos en una misma Congregación» (Mtz. Cuesta 69).

La Provincia colombiana se desarrolló normalmente durante dos siglos, pero con motivo de la guerra de la Independencia y el expolio de los bienes religiosos dispuesto por el Gobierno republicano, fue viniendo a menos, de modo que en 1882 sólo quedaban trece miembros, que vivían aislados, cada uno en su parroquia, más vinculados a la diócesis que a su Orden. Dos de ellos mantenían el sagrado fuego agustiniano. El anciano padre Victorino Rocha atendía La Candelaria en Bogotá, iglesia que él había sabido salvar de expolios gubernativos y de ciertas avideces diocesanas. Y el padre Juan Nepomuceno Bustamante, que en 1876 y en 1884 viajó a Roma y a España, buscando refuerzos para restaurar la Orden en Colombia.

 

–Restauración en Colombia de la Provincia agustiniana

A mediados de agosto de 1888 llegó a Monteagudo el padre Minguella para presentar a la comunidad la solicitud que llegaba de Colombia. Y al punto se ofrecieron siete religiosos voluntarios: el padre Ezequiel, rector, fray Ramón Miramón, maestro de novicios, fray Santiago Matute, profesor de filosofía, otros dos padres y dos hermanos. Esto puede darnos una idea de la intensidad de vida religiosa que se vivía en la comunidad agustiniana de Monteagudo bajo la guía del padre Ezequiel. A éste se le nombró superior del grupo misionero.

A principios de 1889 llegó a Colombia la expedición. Unos se dirigieron a El Desierto, santuario de la recolección agustiniana, situado en un precioso valle, cerca de Ráquira, en el departamento de Boyacá. El padre Ezequiel y el padre Matute marcharon a Bogotá, donde llegaron el 2 de enero de 1889, alojándose en la casita que el padre Rocha tenía junto a la iglesia de La Candelaria, pues el convento, incautado por el Gobierno, hacía años que servía de Seminario diocesano.

En realidad la restauración de la Orden se presentaba muy difícil. Los frailes, después de treinta años de vida autónoma, no deseaban integrarse en una vida comunitaria. En La Candelaria el padre Rocha vivía a su costumbre. Y en El Desierto las cosas no ofrecían mejor cariz, pues el padre Bustamante, bueno y emprendedor, había soñado en dirigir él mismo la restauración.

Por esas fechas, el padre Ezequiel escribe al superior de Madrid: «La prudencia me ha aconsejado el no reñir tan pronto con el padre Bustamante. Es suyo el convento y hasta que venga por aquí y haga escritura cediéndolo a favor nuestro, aguantaremos sus inconveniencias y pequeñeces. Estoy previendo que los padres de aquí, aun los mejores, no van a servir más que de estorbo para nuestros fines… Nada me apura mientras los religiosos que he traído se conserven buenos» (20-2-1889).

 

–Predicador y confesor

Después de muchas dificultades, pudo establecerse el noviciado en El Desierto, bajo la guía del padre Miramón. Y el padre Ezequiel residió en Bogotá cinco años, acompañado del padre Matute. En la iglesia de La Candelaria, y en otras iglesias de la ciudad, también en la catedral, el padre Ezequiel sobresalió pronto por sus dotes de predicador y de confesor. En una carta de ese tiempo decía:

«El padre Santiago [Matute] y yo estamos trabajando aquí en Bogotá todo lo que podemos en púlpito y confesonario… Nos buscan a todas horas para confesar presos, soldados, ejercitantes, y nuestra iglesia se ve de continuo con mucha gente que viene a confesarse. El padre Victorino derrama con alguna frecuencia lágrimas de contento diciendo que La Candelaria ha vuelto a ser lo que era en sus buenos tiempos… El clero es muy poco y por precisión tenemos que trabajar mucho los pocos que estamos. Nuestro sitio es el confesonario y se puede decir que no salimos de él sino para prepararnos para el púlpito» (9-4-1890).

El padre Ezequiel redactaba íntegramente sus sermones, aunque luego al pronunciarlos improvisaba bastante. Era muy apreciado como predicador, y le llamaban de todas partes; pero esto no era debido, ciertamente, a una elocuencia florida y brillante, pues era muy sobrio en la forma, como él mismo lo advierte. En un sermón de 1892 en la iglesia de la Compañía en Bogotá decía: «No subo a este púlpito para entreteneros con frases escogidas o con flores de estilo. He subido a este sitio a dar gloria a Dios y a excitaros a que también se la déis vosotros». Aparte de algunos momentos efusivos –cuando hablaba del Sagrado Corazón, de la Eucaristía, de la Virgen–, era en su predicación muy sencillo, y eso sí, extremadamente claro y persuasivo.

 

–Director espiritual

En el confesonario o fuera de él, también por cartas, grande fue la entrega que mostró el padre Ezequiel toda su vida en la dirección espiritual. Los dos preciosos tomos de sus Cartas nos muestran cómo, en medio de sus muchos trabajos como superior religioso y luego como obispo, guardaba siempre una abnegada solicitud hacia las personas concretas que a él se confiaban espiritualmente, y muy especialmente hacia aquellas que estaba angustiadas por algún sufrimiento o se veían atormentadas por escrúpulos de conciencia.

«¿Por qué desconfía?, escribía a una de éstas. Luche y espere en las bondades del Corazón de Jesús… No, no crea nunca que el Señor la va a arrojar de un modo definitivo, y espere siempre contra toda esperanza, y clame y grite al divino Corazón, con tanto mayor motivo, cuanto mayores sean sus peligros… Se ofende al Señor no esperando la gracia y la gloria» (11-10-1894). Era, sin embargo, muy firme a la hora de enfrentar a las personas con sus responsabilidades. Y así le escribía a una religiosa que había desertado de su recogimiento:

«Veo por su carta que ha dejado a Jesús solito en la celda y que se ha echado a andar y correr por fuera, y que, como es natural, le va malísimamente en esas correrías… ¿Cuándo comprenderá que tiene que estar siempre con El, so pena de sufrir? El remedio es volver a El humilladita, pero confiada, al mismo tiempo, en que no la ha de rechazar. Vuelva, pues, a la celda; pero cuanto antes mejor, y en ella encontrará luz, consuelo y valor, porque Jesús lo es todo cuando se le busca sinceramente… Está llamada a ser toda de Jesucristo o a sufrir mucho y de continuo» (28-10-1900).

Y en otra ocasión: «En la carta a que contesto me habla de su cruz más que en otras, y en toda ella se echa de ver una aflicción mayor que en otras ocasiones. ¿Cuándo va a dar a esa cruz un abrazo cariñoso y me va a decir que la besa y la bendice? Mientras no haga eso y la cargue animosa, se verá siempre como agobiada por su peso, triste y sin ánimos para nada. ¿Y qué va sacando de no decidirse a ofrecer a Dios todo con buena voluntad y alegría de corazón? Pérdidas, y grandes, es lo que saca. Por una parte, lejos de aliviar sus desgracias temporales, las agrava, y por otra, pierde los muchos méritos eternos que ganaría sufriendo mejor» (5-5-1898).

 

–Devoto del Corazón de Jesús

En las páginas que siguen hemos de contar las aventuras del obispo Ezequiel, que fueron muchas y grandes, pero ya desde ahora conviene que conozcamos la clave más íntima de su personalidad religiosa, ya que sólo así podremos entender sus palabras y sus obras. El bienaventurado Ezequiel estaba enamorado de Jesucristo. Su alegría y su fortaleza, inquebrantable y siempre confiada, nacían directamente de su amor al Corazón de Jesús. De ahí procedía su fuerza persuasiva y su omnímoda libertad respecto del mundo civil y eclesiástico de su tiempo. Un par de textos –escritos, claro está, en el estilo de su tiempo– podrán ilustrar las afirmaciones precedentes.

Siendo obispo, el 3 de mayo de 1903, y estando en la costa del Pacífico, escribe a las hermanas de la Liga Santa de Víctimas del Sagrado Corazón una carta en la que, de contar alguna noticia suya, pasa inmediatamente, como sin darse cuenta, a expresar la dulzura de su amor a Jesucristo: «Va ésta a decirles que las tengo presentes en el Sagrado Corazón de nuestro amado Jesús en estas soledades. ¡Qué consolador es tener por estos retiros a un Dios a quien amar y con quien tratar! ¡Y qué triste sería esto sin ese Dios amoroso!… ¡Oh dulce Jesús mío, voy en tu compañía, y en tu compañía andan también mis hermanas! Te amo con ellas a todas horas, y no estoy solo, no, no estoy solo, Jesús mío. Estás conmigo, y te amo, y todo lo tengo. Si te ocultas para probar mi fidelidad, te busco, y unas veces te dejas econtrar, y, lleno de amor, me dices: “¡Aquí estoy!”. Y te siento, y lloro de gratitud y de amor. Y otras quieres que llore de hambre por encontrarte, y me parece que en este caso me lo agradeces más, y me lo pagarás mejor.

«Pero no me dejes, amor mío, no me dejes solo en estas soledades. No tengo otra cosa en estos rincones, ni otra cosa quiero tampoco. Es preciso, dulce Jesús mío, que por aquí lo hagas tú todo, que me llames, que me muevas, que me lleves y arrastres hacia ti, porque las demás cosas del culto no me animan. ¡Jesús mío!, te veo entre paredes arruinadas y veo tu casa llena de goteras, como la de un pordiosero. ¡Dueño del Universo!, ¡qué pobrecito estás en tantas partes del mundo por nuestro amor!

«¡Jesús de mi alma! ¿Qué hago para amarte mucho? Dime, bien mío, dime… ¿qué hago? ¿Por qué, Buen Jesús, por qué no obras el prodigio de matarme de amor hacia ti? ¡Ven, Jesús mío, ven y sacia mi pobre alma! ¡Ven, y andemos juntos por estos montes y valles cantando amor! ¡Que yo oiga tu voz en el ruido de los ríos, de los torrentes, de las cascadas! ¡Que me llame hacia ti el suave roce de las hojas de los árboles agitadas por el viento! ¡Que te vea, Bien mío, en la hermosura de las flores! ¡Que los ardientes rayos del sol de la costa sean fríos, muy fríos, comparados con los rayos de amor que me lance tu corazón! ¡Que las gotas de agua que me han caído y me caigan sean pedacitos de tu amor que me hagan prorrumpir en otros tantos actos de amor! Que mi sed, y mi cansancio, y mis privaciones, y mis fatigas sean… ¿qué, amor mío, qué han de ser? ¡Ah!, ya lo sé, y tú me lo has inspirado. Que sean suspiros de mi alma enamorada, cariños, ¡amor mío!, ternuras, afectos, rachas huracanadas de amor, ¡pero loco… Jesús mío, loco! ¡Te lo he pedido tantas veces!… ¿Cuándo, mi Jesús, cuándo me oyes? ¡Ah! ¡Te amo de todos modos! Sí, Jesús mío, de todos modos te amo.

«Me puse a hablarles, mis carísimas hermanas, y todo se lo llevó Él. Mejor, ¿no es así? Así es, porque hablando de Él es como nos entendemos»…

El padre Ezequiel en su ministerio apostólico no parte sino de este amor a Jesucristo, no sufre sino al ver que Jesús es ofendido y despreciado, y no pretende otra cosa sino enamorar a los hombres de su Amado. De ese mismo amor viene también su increíble capacidad de sufrimiento, pues él no quiere goce alguno del mundo visible en tanto Jesucristo sea crucificado por los pecadores. En el reglamento de la Liga Santa por él compuesto enseña a las hermanas que «a poco que un alma profundice en el abismo de dolores de amor del Corazón Sagrado de Jesús no se contentará con admirarlos, sino que deseará con ardor acompañar a su Amado en sus dolores».

 

–Servidor de los enfermos

El padre Ezequiel mostró hacia los enfermos una abnegación y amor muy especiales. Fue ésta una inclinación en él constante, lo mismo en Monteagudo que en Filipinas, cuando trabajaba en la misión de Casanare o ya de obispo en Pasto.

Un religioso recordaba de su antiguo rector de Monteagudo: «Durante el tiempo que yo permanecí en la enfermería con las viruelas, noté, y conmigo lo notaron los demás que allá estábamos, que todas las noches, mientras hubo alguno grave, subía el Padre Rector entre una y dos de la mañana a la enfermería, y entraba en las celdas de todos, sin duda con el fin de ver si nos faltaba algo. Debía andar con alpargatas, pues no hacía el menor ruido» (Mtz. Cuesta 54).

Los avisos nocturnos para atención de enfermos los atendía él mismo siempre que podía. Un día, estando de superior en La Candelaria de Bogotá, en una sola noche hubo de salir con este motivo tres veces, y cuando al día siguiente unos seglares amigos le vieron pálido y desfallecido, al saber la causa, le preguntaron por qué no había avisado, al menos la tercera vez, a alguno de los otros padres. «Pobrecitos hijos míos, les respondió, trabajan tanto de día… Subí en la tercera confesión a llamar a alguno de ellos, entré en sus cuartos y los vi tan tranquilos»…

Todavía durante su última enfermedad, cuando apenas se tenía en pie por los dolores y la debilidad, el padre Ezequiel aún se iba como podía a confortar a los enfermos hospitalizados en la misma clínica.

 

–Superior de la Provincia colombiana

El padre Ezequiel, superior tan firme como amable, fomentó siempre la amable fraternidad agustiniana, en la que debe haber «un corazón y un alma sola» (Hch 4,32), y en la que los religiosos deben «alegrarse siempre en el Señor» (Flp 4,4).

Un religioso decía de él: «Nunca reprendía; sólo avisaba con ternura de padre. A veces con una sola mirada era bastante. Al encargarme algún trabajo de sermones, ejercicios, etc., no me lo mandaba en forma imperativa, sino que empleaba cierta fórmula de súplica: “podía, si le parece, encargarse de esto"» (Mtz. Cuesta 160). Y otro, que le había acompañado en un viaje por mar, contaba de él: «Aunque él era nuestro superior, se mostraba siempre muy amable. La austeridad la reservaba para sí mismo. Para amenizar los ratos en alta mar nos contaba historietas y anécdotas de su vida de misionero en Filipinas. Tenía muchos recursos en su conversación… y siempre era el mismo, alegre en medio de su seriedad. Cuando a uno lo notaba aburrido le echaba chistes y le contaba cuentos» (Mtz. Cuesta 159).

Por lo demás, el padre Ezequiel pensó más tarde que quizá se había pasado en ocasiones en estas manifestaciones de alegría, y poco antes de morir escribió una carta en la que humildemente reflejaba este escrúpulo: «Recuerden lo bueno que hayan visto en mí, y no mis faltas de modestia religiosa, cuando tocaba la guitarra y cantaba cosas impropias de un religioso. Díganlo a todos los que me vieron hacer eso» (13-2-1906).

A todo esto, la restauración de la Orden en Colombia, como hemos dicho, se presentaba como casi imposible. Con los ocho religiosos colombianos apenas se podía contar, y los españoles sólo eran siete, cinco sacerdotes y dos hermanos. Por lo que se refiere al noviciado establecido en El Desierto, como informaba el padre Ezequiel, «entran y salen los novicios que es una maravilla» (12-2-1892). Quizá era esto debido a una cierta rigidez del padre Miramón, poco adaptado todavía a un campo nuevo de trabajo.

En estas circunstancias, el padre Ezequiel se vio obligado a pedir una y otra vez más religiosos de España, insistiendo siempre en que no los enviaran si no eran de calidad: «Conviene, decía en una carta, que por allí vaya gente desengañada del mundo y que, buscando sólo la gloria de Dios y salvación de su alma, le dé lo mismo estar en los Llanos [de Casanare] que en Bogotá; entre salvajes, con privaciones, que entre civilizados, recibiendo mil atenciones» (13-7-1891).

A pedidos del padre Ezequiel, en 1890 llegaron a Colombia 6 religiosos españoles, y 8 más en 1892, entre ellos su paisano y amigo Nicolás Casas. A mediados de 1893 eran ya 21 religiosos españoles y 5 colombianos, y poco después llegaron 4 españoles más.

 

–Obispo del Vicariato apostólico de Casanare

Cuando el padre Ezequiel fue a Colombia, él pensaba sobre todo en acudir a las misiones de infieles, concretamente en Casanare, y en buena parte éste era también el intento de sus compañeros de expedición. Las antiguas Misiones de Casanare, iniciadas por los agustinos recoletos en 1662, habían tenido una gloriosa historia de dos siglos en esta región del norte de Colombia, al oeste de los Andes, en los llanos próximos al río Casanare; pero después de los avatares de la Independencia habían decaído, hasta ser desasistidas de la Orden en 1855. A pesar de varios intentos de los obispos de Tunja, a cuya diócesis pertenecía Casanare, la situación social y religiosa era a fines del XIX muy pobre.

Por todo ello, en cuanto el padre Ezequiel recibió algunos religiosos más, inició en 1890 un azaroso viaje por Casanare, acompañado de tres frailes. Relató la exploración en ocho cartas, que fueron publicadas y que conmovieron la conciencia cívica y religiosa del país. En varias poblaciones recibieron la visita con cierta frialdad, pero en muchas la acogida fue cordial y emocionada: «inmensa multitud de fieles nos rodeaba por todas partes, besándonos el hábito y llorando a grito vivo» (23-12-1890). Allí vivían los indios guahivos, completamente desnudos, y los sálivas, algo más civilizados, y aprender sus idiomas iba a ser la primera labor. Y durante el viaje por aquellas inmensidades con frecuencia solitarias, estuvo a veces el padre Ezequiel solo, sintiendo su corazón dilatarse en el Señor:

«Me consuela hoy, más que otras veces, el escribir estas cosas y hablar con el Señor. No puedo hoy hablar con mis hermanos; puedo decir que estoy solo, debajo de unos árboles, en estas inmensidades desiertas, y me distrae agradablemente el acordarme de mi Dios, hablar con El, pensar en sus cosas y en lo mucho que le debe agradar el que todo lo sacrifiquemos por El y nos entreguemos a esta vida de privaciones de todo género. Además, ¡pasa tan pronto la vida! Y si desde estos Llanos voy al cielo, ¿qué más necesito y qué más quiero?» (22-2-1891).

Desde la veracidad de esta experiencia personal, el padre Ezequiel sabía animar luego a los misioneros que dejaba a veces en aquellos puestos de misión, malsanos y solitarios: «No se acobarden, porque no les faltará compañía, ni lleguen a dar cabida al pensamiento de que por aquí [en Bogotá] se está mejor, porque son ilusiones que el enemigo nos pone delante para que no trabajemos como se debiera donde Dios quiere que trabajemos. Hablo por experiencia: nunca está uno mejor que donde el Señor quiere que estemos… En el trato con Dios, en la meditación, ve uno a la muerte delante y después el juicio, y conoce uno perfectamente que nada queda en bien de uno sino lo que se ha sufrido y trabajado por Dios» (26-5-1891).

Trámites, trabajos, consultas, viajes y exploraciones, que no contaremos aquí, hicieron finalmente posible el establecimiento en 1894 del Vicariato apostólico de Casanare, desgajado de la diócesis de Tunja y confiado a los agustinos recoletos. Cuando la revolución cerró las islas Filipinas a las Ordenes religiosas y dispersó a sus miembros, en 1898 y 1899 recibió Colombia unos 40 agustinos recoletos, que pudieron afirmar la restauración de la Provincia y concretamente la Misión de Casanare.

 

–Obispo en cuerpo y alma

El padre Ezequiel pasó muchos apuros antes de decidirse a aceptar la ordenación episcopal, y cuando ya ésta parecía inevitable, le escribió al Comisario apostólico de su Orden: «Si quiere que lo sea [obispo], mándemelo por caridad y amor de Dios y dé a ese mandato toda la fuerza posible, para que me dé la mayor seguridad posible de que hago la voluntad de Dios» (3-3-1893).

Por fin fue consagrado obispo el 1 de mayo de 1894, sucediéndole el padre Nicolás Casas como provincial de los recoletos. La amabilidad de los colombianos se esmeró con él en su ordenación episcopal, equipándole de todo lo necesario, hasta conmoverle: «¿Qué más se podía hacer por un extranjero? ¿Cómo pagar todo esto?». Y la ceremonia en la catedral de Bogotá fue muy solemne, aunque él apenas se enteró, según confiesa: «No estaba en el caso de apreciar la cosa, impresionado con el cambio que en mí se verificaba en aquellos momentos» (12-5-1894).

Una vez consagrado obispo, el padre Ezequiel tuvo ya siempre una profundísima conciencia de su identidad episcopal, como sucesor de los apóstoles y como imagen viva del Buen Pastor entre sus fieles. Falta le iba a hacer esta conciencia en las terribles luchas que le esperaban, que veremos en el próximo artículo. Y de ella dió muestras ya en su primera carta pastoral:

«Nuestra autoridad en el gobierno de vuestras almas es la autoridad del mismo Jesucristo, resultando de aquí que el que resista a lo que pertenece a nuestro ministerio, no resiste al hombre, sino al mismo Jesucristo… Al ser elevados a la dignidad de que nos hallamos investidos, nos vemos humillados y llenos de turbación… No, no vamos a colocarnos sobre vosotros, sino a temblar en vuestra presencia y a sufrir por procurar vuestra salvación» (ib.).

La anciana Catalina Les, dominica de Alfaro, escribe a su antiguo monaguillo preguntándole por su catedral y su palacio en Támara, la sede del Vicariato de Casanare. El padre Ezequiel no tarda en contestarle: «La catedral es una pequeña iglesia de pueblo, pobre y miserable, con piso de tierra. El palacio es una casa» con media docena de habitaciones, y «el piso es de tierra y bajo, porque no hay piso alto» (11-9-1895).

Más centros misionales, Orocué, Arauca, Chámeza y otros, surgieron en esos años, en condiciones a veces muy duras, por el clima sobre todo y las dificultades de abastecimiento. En Orocué murió de hambre el hermano Robustiano Erice en 1894. Pronto vieron que el abastecimiento era más fácil desde Europa, pues a Ciudad Bolívar, en Venezuela, llegaban vapores europeos con toda clase de mercancías, y éstas podían llegar a Casanare por los barcos que surcaban el Orinoco y el Meta.

 

–El ministerio de la Palabra

El padre Ezequiel siempre, y más de obispo, prestó una especialísima atención a iluminar a los fieles con la doctrina católica verdadera. Nada más llegado a Támara, aprovechando que la época de las lluvias hacía imposibles las visitas pastorales, se procuró libros y revistas, y dedicó muchos días al estudio de sus responsabilidades episcopales, y concretamente acerca del derecho matrimonial y del liberalismo.

Predicaba con frecuencia, con oportunidad o sin ella, y después de la misa daba una media hora de plática doctrinal, «siendo de advertir, comenta un religioso compañero, que nadie se salía del templo hasta terminar» (Mtz. Cuesta 235). Por otra parte, desde el primer momento, puso el mayor empeño en que sus diocesanos, los más capaces y los que sabían leer, colaborasen en estas tareas de evangelización y catequesis.

Para ellos compuso e imprimió, ya en 1894, las Instrucciones a los fieles de Casanare para ayudar a conseguir la salvación eterna a los que se hallan en extrema necesidad espiritual. Era un manual de sobrevivencia espiritual para situaciones de máxima dificultad. En él no había paja, sino todo grano, y buen grano. Particular atención prestaba el primer obispo de Casanare a la suerte de los niños que morían abortivos o prematuros, dando claras instrucciones para que siempre fueran bautizados a tiempo. Y decía: «Hoy es doctrina corriente que el feto es animado desde el momento mismo de la concepción». Hace un siglo él sabía lo que algunos aún ignoran hoy.

 

–Visitas pastorales

En noviembre de 1894, pasadas ya las lluvias, salió para realizar sus primeras y agotadoras visitas pastorales por pueblos y rancherías, viajando en caballerías o a pie, escasamente acompañado y ayudado. «Nos va a medio matar la visita, escribe, no siendo más que dos para todo. Es muchísimo el quehacer que se presenta entre confirmaciones, confesiones de sanos y enfermos, bautismos, casamientos y sentar todas las partidas. El padre Alberto [Fernández] trabaja bien, pero el trabajo es demasiado, aunque yo haga también de obispo, y misionero, y sacristán, y de todo, como tengo que hacer. Porque todo lo tenemos que hacer, por no encontrar por estos pueblachos elementos que ayuden» (27-12-1894). Cuántos obispos hoy en América se identifican con San Ezequiel Moreno en estos heroicos ministerios episcopales, los mismos que había realizado heroicamente Santo Toribio de Mogrovejo…

«Una sola cosa es necesaria» (Lc 10,42), la glorificación de Dios y la salvación eterna de los hombres. Éste era el tema continuo del padre Ezequiel entre sus feligreses.

En su segunda Carta Pastoral de Casanare (cuaresma de 1895), escribe que la salvación es «lo único que importa, porque a ello está ligada la dicha eterna del alma, que no ha de perecer». Ahí ha de centrar el hombre todos sus empeños, y todo otro planteamiento es engaño y perdición. Y «no hay por qué temer que el pensar sobre el alma, sobre la eternidad y la otra vida retraiga al hombre de los bienes de la tierra, inutilice o atrofie sus talentos, frene el progreso y perjudique al comercio, a la industria, a las artes o las ciencias. Más bien, purificará la acción del hombre y consumirá cuanto de falaz, de injusto, de nocivo hay en las relaciones humanas. La vida de los santos es una prueba bien palmaria de todo esto».

La Revolución de los liberales le sorprendió en visita pastoral, y un miliciano malencarado le pidió el salvoconducto. Pero el padre Ezequiel no se dejaba amilanar fácilmente: «Yo no tengo otro pasaporte que mi anillo y mi pectoral. Soy el obispo de Casanare y estoy en mi territorio». Y a otro cabecilla que le reprochaba por su propaganda antiliberal: «No sabía yo que hubiese dos obispos en Casanare. Creía que era yo solo»… Poco después, los revolucionarios, vencidos, tuvieron que pasar a Venezuela, y el obispo hubo de ocuparse en remediar necesidades, y en poner paz y perdón donde había quedado rencor y odio.

Como veremos, Dios mediante, en el próximo articulo, las más sonoras batallas públicas que hubo de librar San Ezequiel se dieron al final de su vida, siendo ya Obispo de Pasto (1896-1906).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

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