(546) Cristo glorioso (4)- Salvador del mundo y Sacerdote eterno
–¿Tanto citar textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, de dos mil o más años atrás, no será pecar de arcaísmo?
–Así piensan algunos discapacitados en la fe.
–Jesucristo, Salvador del mundo
El Evangelio presenta a Jesucristo con frecuencia como «Salvador del mundo». Al disminuir hoy notablemente en la predicación de la Iglesia la dimensión soteriológica (salvación / condenación), ha disminuido parejamente el uso de la palabra Salvador para designar a Jesús. Pero «al principio no fue así», ni tampoco durante casi veinte siglos de Tradición eclesial. Conviene, pues, que nos gocemos contemplando a Cristo como único y glorioso «Salvador del mundo».
El ángel Gabriel a los pastores: «No temáis, os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-11). Y un ángel dice a San José: por obra del Espíritu Santo, Maria «dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). San Juan Bautista presenta en el Jordán a Jesús, cuando inicia su vida publica, diciendo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
San Pedro, sobre el nombre de Jesús: «En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en el que podamos ser salvos» (Hch 4,12).
San Juan: Dice Jesús: «Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvado» (Jn 10,9). «Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie llega al Padre sino por mí» (14,6). «De tal manera amó Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él» (3,16-17). Confiesa Juan: «Lo hemos visto y damos testimonio de ello: que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1Jn 4,14-15).
San Pablo: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvado» (Rom 10,13).«Cree en el Señor Jesús, y serás salvado tú y tu casa» (Hch 16,31). «Dios no nos ha destinado al castigo, sino a alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que, ya sea que velemos o que durmamos, vivamos juntamente con él» (1Tes 5,9-10).
Imagínense qué grado de falsificación del Evangelio se produce allí donde se elimina prácticamente en la catequesis y en la predicación palabras como Salvador del mundo y salvación.
Jesús, maestro y causa de la salvación
–Causa ejemplar, modelo supremo, maestro y ejemplo. Recibimos la salvación de Cristo recibiéndolo como maestro, siguiéndole como discípulos, conociéndolo a Él y a su enseñanza. Pero también como
–Causa eficiente de nuestra salvación. La Cabeza fluye continuamente en los miembros de su Cuerpo la sangre de la gracia. Es como una Vid que vivifica los sarmientos con savia viva. Por eso nos dice: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Los pelagianos pretenden recibir a Cristo sólo como ejemplo, como un gran modelo estimulante por su palabra y virtud. Creen que les basta con su enseñanza y estímulo, y que no necesitan propiamente el auxilio eficiente de su gracia. Para ellos, si no hubiera resucitado Jesús, el cristianismo seguiría siendo el mismo.
Mucha predicación y escritura actual es pelagiana: exhorta al bien y rechaza el mal, poniendo a Cristo como maestro y ejemplo, como si bastara la buena voluntad de los hombres para poder vivir las normas de bien que proponen. Un bien que, por otra parte, no suele ir más allá de una pobre moral natural, según las modas éticas del mundo, con muy escasas, muy pocas alusiones a la necesidad de la gracia de Cristo, a la oración de súplica, a la confortación de los sacramentos, etc. Ir a Misa, por ejemplo, participar en la Eucaristía sacramentalmente de la pasión y resurrección de Cristo, puede ser conveniente para la vida cristiana, pero no necesario.
Por otra parte, el Salvador Jesucristo obra siempre la salvación en unión con su Iglesia, su Cuerpo, su Esposa, que por eso es reconocida en la fe como «sacramento universal de salvación» (Vat. II, Lumen gentium 48; Ad gentes 1). El Salvador salva en su Iglesia o por su Iglesia, pero siempre con su Iglesia.
«Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre eterno» (Sacrosanctum Concilium 7).
–Jesucristo, sacerdote eterno
Ya en el Antiguo Testamento se inicia la esperanza de un Mesías sacerdotal (Gén 14,18; Is 52-53; 66,20-21; Ez 44-47; Zac 3; 6,12-13; 13,1s; Mal 1,6-11; 3,1s). Y en la plenitud de la Revelación, en el Nuevo Testamento, el sacrificio de Cristo sacerdote realiza en forma suprema la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. Si la Alianza Antigua fue sellada en la sangre de animales sacrificados cultualmente (Ex 24,8), la Nueva vendrá garantizada por la sangre de Jesús, el Siervo de Yavé: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que se derrama por todos para la remisión de los pecados» (Mt 26,28; +8,17).
San Pedro contempla en Jesús al Siervo sufriente que muere por los pecadores (1Pe 2,22-25; 3,18). San Pablo ve también en clave sacerdotal la obra de Cristo, que «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2; +2Cor 5,7; 1Tim 2,5-6; Tit 2,13-14). Ahora, a la derecha de Dios, intercede siempre por nosotros (Rm 8,34). San Juan nos muestra a Jesucristo como el verdadero Cordero pascual que quita el pecado del mundo (Jn 1,29.36), como pastor que da su vida por las ovejas (10), como purificador del viejo Templo (2,13-21), como nuevo Templo de Dios (2,21), que santifica a cuantos entran en él (17,17s): «Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1 Jn 2,1-2).
La carta a los Hebreos, que es el primer tratado de cristología, contempla ante todo a Jesucristo como Sacerdote santo, eterno, único (2,17; 3,1; 4,14-5,5). «El es el Mediador de una Alianza Nueva, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera Alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna» (9,15). Cristo es el Mediador-Pontífice perfecto, porque es plenamente divino (1,1-12; 3,6; 5,5.8; 6,6; 7,3.28; 10,29), y al mismo tiempo es perfectamente humano, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (2,11-17; 4,15; 5,8). El es el Templo verdadero, celestial, definitivo, construído por el mismo Dios, no por mano de hombre (8,2.5; 9,1.11.24). Podemos, pues, «entrar confiadamente en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del Velo, es decir, de su propia carne» (10,19-20; +Mt 27,51).
Mientras que los antiguos sacrificios «nunca podían quitar los pecados» (Heb 10,11), nosotros somos ahora santificados por la grandiosa eficacia del sacerdocio de Jesucristo (7,16-24; 9; 10,118). El antiguo sacerdocio queda superado «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18), y ya todo el poder santificador está en Jesucristo, sacerdote santo, inocente, inmaculado (7,26-28). Como dice San Pablo, «por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la Ley de Moisés no podíais ser justificados» (Hch 13,38).
La víctima sacrificial no son animales, sino que «nosotros somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10). No somos redimidos con oro o plata, sino «con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19; +1Cor 6,20; 7,23).
El sagrado sacerdocio de Jesucristo es, pues: -elegido por el mismo Dios (5,4-6; 7,16-17); -único, sea porque su sacrificio fue hecho de una vez para siempre (9,26-28; 10,10), sea porque «en ningún otro hay salvación» (Hch 4,12); -perfecto en todos los sentidos (Heb 5,9; 10,14); y, por último –adviértase bien esto–, es -celestial: «el punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (8,1).
Lex orandi, lex credendi. En el prefacio V de Pascua la Iglesia da gracias a Dios y lo alaba en Jesucristo,
«porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».
—Ausencia de Cristo, ascendido al Padre
Palabra de Cristo: «Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28). Los discípulos «vieron» como Jesús se iba del mundo y ascendía al cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de «venir», al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta parusía prometida de su segunda venida gloriosa, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana:
«Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8). Y así, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). Desde esta presencia primaria de Jesús en los cielos habrá que explicar todos los otros modos suyos de hacerse realmente presente entre nosotros.
—Presencia de Cristo, antes de la Parusía
«Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Cristto nos prometió su presencia espiritual permanente hasta su Segunda Venida en gloria y majestad. No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Él es el Sacerdote sumo y eterno que ejercita siempre su sacerdocio mediador en favor de nosotros (Heb 6,20;7,3-25). Varios textos del concilio Vaticano II nos atestiguan esa presencia actual de Cristo entre nosotros. Es una presencia real, aunque invisible, que en cierto modo se hace visible en la liturgia de la Iglesia:
-La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre [soteriología], y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro [doxología]» (Sacrosanctum Concilium 7c).
-«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2)» (SC 8).
-«Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica.
«Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (5C 7a).
Todas estas modalidades diversas de la presencia de Cristo son reales. Pablo VI lo advertía con autoridad: «La presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro» (1965, enc. Mysterium fidei 5).
-Cristo está presente en nosotros por la fe y la caridad. Su presencia espiritual, su inhabitación, es evidente porque la Cabeza está vivificando siempre por su Espíritu a su Cuerpo místico y a cada uno de sus miembros. «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). La sagrada Eucaristía es el vínculo fundamental entre Cristo y el cristiano, el signo y la causa de su unión:
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo… El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt18,20). «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Cor 3,16: +6,19). «Nosotros somos templo del Dios vivo» (2Cor 6,16).
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– Este artículo es una antología de la sagrada Escritura, centrada en la Carta a los Hebreos (salvador, salvación, sacerdote, sacrificio, expiación, etc.), que –tengámoslo claro– es el tratado de Cristología primero y el único revelado por Dios. Sin embargo, estas grandiosas realidades de nuesta fe que hemos recordado con gratitud y veneración han sido por décadas y siguen siendo consideradas como una doctrina hoy ininteligible e impresentable por autores como José Antonio Pagola (de modo contundente) y Olegario Fernández de Cardedal (de modo más «suave», tal vez más persuasivo). Hasta el punto que ellos y sus numerosos seguidores han logrado que las palabras aludidas hayan sido de hecho eliminadas en la catequesis y en la predicación. No parece una hipótesis sin fundamento sostener que esa ideología –que, evidentemente, no es teología– es una de las causas más eficaces de la carencia actual de vocaciones sacerdotales.
5 comentarios
«Ego sum Lux mundi»
La principal crisis que se vive entre los ministros ordenados es el olvido de ese finísimo velo que se desgarró del Templo una vez Jesús expirara en la Cruz, con lo que muere el antiguo sacrificio y comienza el nuevo sacerdocio. El ejercicio del sacerdocio que cumple Jesucristo, sentado a la derecha del Padre, por medio de ministros escogidos por Él mismo, en esta tierra, es una realidad maravillosa que solo por la Fe podemos contemplar, vivir y gozar en el Espíritu.
No es raro que el mismo Apóstol señalara que sus antepasados, «hasta el día de hoy», lean las Escrituras con un velo que les impide reconocer estas realidades sublimes que culminan en el Sacerdote eterno, Jesucristo.
De la misma manera, ese «velo» vuelve a cegar el Misterio de nuestra salvación en quienes, desviándose de la Verdad, abrazan doctrinas abstrusas y extrañas, y presentan a un Cristo mutilado, y abandonan esa Luz que nos salva, y se quieren adelantar a crear un mundo donde impera la angustiosa inmanencia de cambiar estructuras y maquinarias, y no el corazón, y que incapacita degustar con la mirada de la Fe la trascendencia gloriosa donde, por el Sacerdocio de Cristo, en su Parusía, veremos «cielos nuevos y una tierra nueva».
Maravillosa, extraordinaria, inconmensurable, esta Carta a los Hebreos.
Via, Veritas et Vita.
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JMI.-Amén.
Bendición +
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JMI.-De nada.
O mejor: de mucho.
Bendición +
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JMI.-Amén. Bendición +
No sabía que Olegario González estuviera en esa línea negacionista que suaviza la doctrina pars no escandalizar a los hombres y mujeres de hoy. Por mi parte le diré que me gusta su exposición y creo que es indudable que Nuestro Señor Jesucristo es La esperanza del mundo y que todo lo demás, parafraseando a San Pablo, no es más que basura.
¡Un abrazo!
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JMI.-En este blog mío puede usted ver dos artículos (51) y (52) que dedico a Olegario, donde hago una descripción y crítica de su Cristología.
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