(275) Liturgia –11. Eucaristía, 6. Liturgia del Sacrificio
–¿Falta mucho en esta explicación de la Misa?
–Si se cansa, puede salir al patio a jugar con los chicos. Vaya tranquilo.
III.– Liturgia del Sacrificio
—Preparación de los dones
El pan y el vino.– La acción litúrgica queda centrada desde ahora en el altar, al que se acerca el sacerdote. A él se llevan, en forma simple o procesional, el pan y el vino, y quizá también otros dones. El pan y el vino, los elementos mismos que eligió Jesús, van a convertirse en su Cuerpo y su Sangre, actualizando así a un tiempo la Cena última y la Cruz del Calvario.
«Es laudable que [el pan y el vino, las ofrendas] sean presentados por los fieles… También pueden recibirse dinero u otros dones para los pobres o para la Iglesia, traídos por los fieles o recolectados en la iglesia, los cuales se colocarán en sitio apropiado, fuera de la mesa eucarística» (OGMR 73). Es éste, pues, el momento más propio, y más tradicional, para realizar la colecta entre los fieles.
Oraciones de presentación.– Las dos oraciones que el sacerdote pronuncia, en alta voz o en secreto, casi idénticas, son muy semejantes a las que empleaba Jesús en sus plegarias de bendición, siguiendo la tradición judía (berekáh; Lc 10,21; Jn 11,41). Primero sobre el pan, y después sobre el vino, como lo hizo Cristo, el sacerdote dice:
«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan [vino], fruto de la tierra [vid] y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida [bebida de salvación]». –«Bendito seas por siempre, Señor» (cf. Rm 9,5; 2Cor 11,31).Después de presentar el pan y el vino, el sacerdote hace inclinación profunda ante el altar, orando en secreto: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» (OMR 22).
«El sacerdote coloca sobre el altar el pan y el vino… y puede incensar los dones colocados sobre el altar, y después la cruz y el altar mismo, para significar que la oblación de la Iglesia y su oración suben como incienso hasta la presencia del Señor» (OGMR 75). Las oraciones de los fieles, uniéndose a la de Cristo, se elevan, pues, a Dios como el incienso (Sal 140,2; Ap 5,8; 8,3-4). Y el pueblo asistente, uniéndose a Cristo víctima, se dispone a ofrecerse a Dios «en oblación y sacrificio de suave perfume» (Ef 5,2).
«En seguida, el sacerdote se lava las manos a un lado del altar, rito con el que se expresa el deseo de purificación interior» (OGMR 76), y vuelto al centro del altar solicita la súplica de todos, con palabras que expresan claramente la naturaleza sacrificial de la Eucaristía:
«Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso». –«El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia».
Oración sobre las ofrendas.– El rito de preparación al sacrificio concluye con una oración sacerdotal sobre las ofrendas. Es una de las tres oraciones propias de la Misa, que el sacerdote recita ante el pueblo, que en las tres oraciones está en pie –también en la del ofertorio–. La oración sobre las ofrendas suele ser muy hermosa, y expresa muchas veces la naturaleza mistérica de lo que se está celebrando. Valga un ejemplo:
«Acepta, Señor, estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un admirable intercambio, pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste, esperamos merecerte a ti mismo como premio. Por Jesucristo nuestro Señor» (29 dicm.).
—Plegaria eucarística
El ápice de toda la celebración.– La cima del sacrificio de la Misa se da en la plegaria eucarística, que en el Occidente cristiano se llama canon, norma invariable, y en el Oriente anáfora, que significa llevar de nuevo hacia arriba. Es el momento en que con más empeño ha de procurarse una suma atención sagrada.
«En este momento comienza el centro y el culmen de toda la celebración, esto es: la Plegaria Eucarística, que ciertamente es una oración de acción de gracias y de consagración. El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia el Señor, en oración y en acción de gracias, y lo asocia a sí mismo en la oración, que él dirige en nombre de toda la comunidad a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en el confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio. La Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con silencio» (OGMR 78). El pueblo, el coro, el órgano o cualquier instrumento musical, todos deben quedar en silencio. Por eso mismo, durante la plegaria eucarística, «no se permite recitar ninguna de sus partes a un ministro de grado inferior, a la asamblea o a cualquiera de los fieles» (Congr. Culto Divino, instrucción 5-9-1970, 4).
Con los mismos gestos y palabras de la Cena, Cristo y la Iglesia realizan ahora el memorial que actualiza el misterio de la Cruz y de la Resurrección: misterio pascual, glorificación suma de Dios, fuente sobreabundante y permanente de redención para los hombres. Y al mismo tiempo, la plegaria eucarística, pronunciada exclusivamente por el sacerdote, es la oración suprema de la Iglesia, visiblemente congregada. La forma básica de esta gran oración es la berakáh de los judíos, que se recitaba en la liturgia familiar, en la sinagogal, y por supuesto en la Cena pascual: es el modo propio de la eulogía, bendición de Dios, y la eucharistía, acción de gracias, frecuentes en el Nuevo Testamento.
Las diversas plegarias eucarísticas.– Todas incluyen siempre la acción de gracias, varias aclamaciones, la epíclesis o invocación del Espíritu Santo, la narración de la institución y la consagración, la anámnesis o memorial, la oblación de la víctima, las intercesiones varias y la suprema doxología final trinitaria. Actualmente, el Misal romano presenta también cinco Plegarias, y además de ellas existen tres para niños y dos de reconciliación.
Iº. Es el Canon Romano. Procede del siglo IV, y su forma queda ya casi fijada desde San Gregorio Magno (+604). Su uso se universaliza en la Iglesia por los siglos IX-XI, y llega casi intacto hasta nuestros días. Goza, pues, de especial honor en la tradición litúrgica.
IIº. Es una reelaboración de la anáfora de San Hipólito (+225), la más antigua que se conoce de Occidente. Sencilla y breve, sumamente venerable, es armoniosa y perfecta.
IIIº. Esta plegaria expresa la tradición romana y gálica, y fue compuesta después del Vaticano II. El orden de sus partes, así como su conjunto, hace de ella una anáfora de proporciones ideales. En ella fijaremos ahora especialmente nuestro comentario.
IVº. Procede de la tradición litúrgica antioquena, y es también una plegaria de composición actual. Con prefacio fijo y propio, es una pieza lírica muy bella, en la que se confiesa ampliamente la fe, contemplando, a partir de la creación, toda la obra de la redención.
Vº. En 1974 aprobó la Iglesia la plegaria eucarística preparada con ocasión del Sínodo de Suiza, adoptada posteriormente por varias Conferencias Episcopales, entre ellas la de España (1985). En lenguaje moderno, y con la estructura de la tradición romana, la plegaria, que tiene cuatro variantes, contempla sobre todo al Señor que camina con su Iglesia peregrina.
Como es obvio, el Novus Ordo quiso dar más variedad y riqueza al conjunto de las Plegarias Eucarísticas del rito latino. Consiguientemente, usar casi exclusivamente la Plegaria IIª, viene en la práctica a sustituir el gran Canon romano, antes único, por la más breve de las Plegarias eucarísticas del actual rito latino. Y esta costumbre es un grave abuso, abiertamente contrario a la intención de la reforma litúrgica postconciliar. (( http://infocatolica.com/blog/espadadedoblefilo.php/1403200207-la-plegaria-eucaristica-ii-to ))
El Prefacio.– En la Misa «la acción de gracias se expresa especialmente en el prefacio, en el cual el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por algún aspecto particular de ella [hay casi un centenar de prefacios diversos], de acuerdo con la índole del día, fiesta o tiempo litúrgico» (OGMR 79a). ElpPrefacio viene a ser el grandioso pórtico de entrada en la plegaria eucarística, que se recita o se canta antes (prae), o mejor, al comienzo de la acción (factum) eucarística. Consta de cuatro partes:
1. El diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que vincula al pueblo a la oración del sacerdote ya desde el principio, y que al mismo tiempo levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1-2).
–«El Señor esté con vosotros. –Y con tu espíritu. –Levantemos el corazón. –Lo tenemos levantado hacia el Señor. –Demos gracias al Señor, nuestro Dios. –Es justo y necesario»… «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref. PE II).
2. La elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre celestial. De este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística, dirige la oración de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la voluntad de Cristo: «cuando oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (Rm 8,15.26).
3. La parte central del prefacio, la más variable en sus contenidos, según días y fiestas, proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias, que giran siempre en torno a la creación y la redención:
«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera nuestro Salvador y Redentor. Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo» (ib.).
4. El final del prefacio viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue, y de este modo asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico celestial, haciendo de aquélla un eco de éste: «Por eso, con los ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo»…
Santo y Hosanna.–El prefacio culmina en el sagrado tris-agio (tres veces santo), por el que, ya desde el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el llamado cántico de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el apóstol San Juan (Ap 4,8): «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria».
Santo es el nombre mismo de Dios, y más y antes que una cualidad moral de Dios, designa la misma calidad infinita del ser divino: sólo Él es el Santo (Lev 11,44), y al mismo tiempo es la única «fuente de toda santidad» (PE II).
El pueblo cristiano, en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este momento de la Misa entra a actualizar su Pasión, las mismas aclamaciones que el pueblo judío le dirigió en Jerusalén, cuando entraba en la Ciudad sagrada para ofrecer el sacrificio de la Nueva Alianza. Hosanna, «sálvanos» (hôsîa-na, Sal 117,25); bendito el que viene en el nombre del Señor (Mc 11,9-10). «Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo».
El Prefacio, y concretamente el Santo, es una de las partes de la Misa que más pide ser cantada.
A propósito de esto conviene recordar la norma litúrgica, no siempre observada: «En la selección de las partes [de la misa] que se deben cantar se comenzará por aquellas que por su naturaleza son de mayor importancia; en primer lugar, por aquellas que deben cantar el sacerdote o los ministros con respuestas del pueblo; se añadirán después, poco a poco, las que son propias sólo del pueblo o sólo del grupo de cantores» (Instrucción Musicam sacram 1967,7).
Invocación al Espíritu Santo (1ª),–En continuidad con el Santo, la plegaria eucarística reafirma la santidad de Dios, y prosigue con la epíclesis o invocación al Espíritu Santo:
«Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas… Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro» (III; +II).
El sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María, descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la transubstanciación de estos dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos en cuerpo y sangre del mismo Cristo (Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste para los orientales el momento de la transubstanciación, mientras que los latinos la vemos en las palabras mismas de Cristo, es decir, en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». En todo caso, en Oriente y Occidente, la liturgia ha unido siempre el relato de la institución de la Eucaristía y la invocación al Espíritu Santo.
Por otra parte, esa invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino que produzca el cuerpo de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo místico, que es la Iglesia: «Para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III; cf. II y IV).
«Por obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la encarnación. Por obra del Espíritu Santo se produce la transusbstanciación del pan en su mismo cuerpo sagrado. Y por obra del Espíritu Santo se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que, de modo muy especial en la Eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en la unidad» (I).
Todos estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas. Si pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Es Cristo, por tanto, en la Eucaristía el que une a todos los fieles en un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia.
Según esto, cada vez que los cristianos celebramos el sacrificio eucarístico, reafirmamos en la sangre de Cristo la Alianza que nos une con Dios, y que nos hace hijos suyos amados. Reafirmamos la Alianza con un sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el Carmelo.
Relato–consagración.–Es el momento más sagrado de la Misa, en el que se actualiza con toda verdad la Cena del Señor y su pasión redentora en la Cruz. El resto de la Misa es el marco sagrado de este momento decisivo, en el que, «por las palabras y por las acciones de Cristo se lleva a cabo el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, y los dio a los Apóstoles para que comieran y bebieran, dejándoles el mandato de perpetuar el mismo misterio» (OGMR 79d).
«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan… tomó el cáliz lleno del fruto de la vid… Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos, para el perdón de los pecados»…
Es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas, de infinita eficacia doxológica y redentora, a través del ministerio del sacerdote cristiano. Por esas palabras, que al mismo tiempo son de Cristo y de la Iglesia, el acontecimiento único del misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre»… Los cristianos en la Eucaristía, lo mismo exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al sacrificio de la Cruz… Mysterium fidei!
Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la Misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares».
El sacerdote ostenta con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la sangre de Cristo, y hace en los dos momentos una genuflexión, mientras los acólitos pueden incensar las sagradas especies veneradas. El pueblo cristiano adora primero en silencio, y puede decir jaculatorias como «¡Es el Señor!» (Jn 21,7), «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28); «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Y en seguida confiesa comunitariamente su fe y su devoción:
–«Éste es el sacramento de nuestra fe». –«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). –«Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas» (1Cor 11,26). –«Por tu cruz y tu resurrección nos has salvado, Señor».
Memorial,– Después del relato-consagración, se celebra el memorial y la ofrenda, que en las cinco plegarias eucarísticas principales van significativamente unidos: «Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo»(III; cf. I, II, IV, V).
Memorial (anámnesis), por tanto, en primer lugar. Los cristianos, de Oriente a Occidente, obedecemos diariamente en la Eucaristía aquella última voluntad de Cristo: «haced esto en memoria mía». Éste fue el mandato que nos dio el Señor claramente en la última Cena, es decir, «la víspera de su pasión» (I), «la noche en que iba a ser entregado» (III). Y nosotros podemos cumplir ese mandato, a muchos siglos de distancia y en muchos lugares, precisamente porque el sacerdocio de Cristo es eterno y celestial (Heb 4,14; 8,1):
De este modo la Eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre vivo, que con sus latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia vivificante, la sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1Cor 5,7)» (Vaticano II, LG 3).
Y ofrenda sacrificial.– El memorial de la cruz es ofrenda de Cristo víctima: «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (I); «el pan de vida y el cáliz de salvación» (II); «el sacrificio vivo y santo» (III); «su cuerpo y su sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (IV); «esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre» (V).
«En este mismo memorial, la Iglesia, principalmente la que se encuentra congregada aquí y ahora, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la Víctima inmaculada. La Iglesia, por su parte, pretende que los fieles no sólo ofrezcan la Víctima inmaculada, sino que también aprendan a ofrecerse a sí mismos, y día a día se perfecciones, por medio de Cristo, en la unicada con Dios y entre ellos, para que finalmente, Dios sea todo en todos» (OGMR79f).
Dice San Agustín: Cristo «quiso que nosotros fuésemos un sacrificio; por lo tanto, toda la Ciudad redimida, es decir, la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza… Así es, pues, el sacrificio de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo. Esto lo celebra la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos muestra cómo ella misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad de Dios 10,6). Y Pablo VI: «La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la Misa y toda entera se ofrece con él» (Mysterium fidei).
En conformidad con esto, adviértase, pues, que la ofrenda eucarística es hecha juntamente por el sacerdote y el pueblo, y no por el sacerdote solo: «Te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (I); «te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III; cf. II y IV).
Por otra parte, los hombres no podemos en nuestra ofrenda cultural dar realmente a Dios sino lo que él previamente nos ha dado: la vida, la libertad, la salud… Por eso decimos, «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo» (I).
Podemos ahora por la oración hacernos, con Cristo y con María, ofrenda grata al Padre. «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Algunas oraciones-ofrenda, como aquella de San Ignacio, pueden ayudarnos:
«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234).
Invocación al Espíritu Santo (2ª).–La Eucaristía, que es el mismo sacrificio de la cruz, tiene con él una diferencia fundamental. Si en la cruz Cristo se ofreció al Padre él solo, en el altar litúrgico se ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia. Por eso las plegarias eucarísticas piden tres cosas: –que Dios acepte el sacrificio que le ofrecemos hoy; –que así vengamos a ser víctimas ofrecidas con Cristo al Padre, por obra del Espíritu Santo, cuya acción aquí se implora; –y que por él seamos congregados en la unidad de la Iglesia.
1. Súplica de aceptación de la ofrenda. «Mira con ojos de bondad esta ofrenda, y acéptala» (I); «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (III); «dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia» (IV).
2. Víctimas ofrecidas. Que «él nos transforme en ofrenda permanente» (III), y así «seamos en Cristo víctima viva para alabanza de su gloria» (IV).
3. Unidad. «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y Sangre de Cristo» (II); «formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III); «congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo» (IV).
La verdadera participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica, pues, decisivamente esta ofrenda victimal de los fieles. No olvidemos que los cristianos somos en Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y que nos ofrecemos continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la Misa, y en el altar de nuestra propia vida ordinaria, día a día. Nosotros, pues, somos en Cristo, por él y con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de Dios, sin condiciones y sin resistencia alguna, hasta la muerte, como Cristo, sacri-ficamos (hacemos-sagrada) toda nuestra vida en un movimiento espiritual incesante, que en la Eucaristía tiene siempre su origen y su impulso. Así es como la vida entera del cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico continuo, glorificador de Dios y redentor de los hombres, como lo quería el Apóstol: «os ruego, hermanos, que os ofrezcáis vosotros mismos como víctima viva, santa, grata a Dios: éste es el culto espiritual que debéis ofrecer» (Rm 12,1).
Intercesiones.– Ya vimos, al hablar de la oración de los fieles, que la Iglesia en la Eucaristía sostiene a la humanidad y al mundo entero en la misericordia de Dios, por la sangre de Cristo Redentor. Pues bien, las mismas plegarias eucarísticas incluyen una serie de oraciones por las que nos unimos a la Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Suelen ser llamadas intercesiones.
Por las intercesiones «se expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, tanto con la del cielo, como con la de la tierra; y que la oblación se ofrece por ella misma y por todos sus miembros, vivos y difuntos, llamados a participar de la redención y de la salvación adquiridas por el Cuerpo y la Sangre de Cristo» (OGMR 79g).
En la plegaria eucarística III, por ejemplo, se invoca
–la Iglesia celestial, la de la Virgen María y de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda»;
–la Iglesia terrena, pidiendo salvación y paz para «el mundo entero» y para «tu Iglesia, peregrina en la tierra», especialmente por el Papa y los Obispos, pero también, con una intención misionera, por «todos tus hijos dispersos por el mundo»;
–y la Iglesia del purgatorio, encomendando las almas de los difuntos a la bondad de Dios; pidiéndole por «nuestros hermanos difuntos y cuantos murieron en tu amistad».
Así, la oración cristiana –que es infinitamente audaz, pues se confía a la misericordia de Dios– alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su caridad: «recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria».
Ofrecer misas por los difuntos.–La caridad cristiana, si ha de ser católica, ha de ser universal, ha de interesarse, pues, por los vivos y por los difuntos, no sólo por los vivos. La Iglesia, nuestra Madre, que nos hace recordar diariamente a los difuntos –al menos, en la Misa y en la última de las preces de Vísperas–, nos recomienda ofrecer misas en sufragio de nuestros hermanos difuntos. Es una gran obra de caridad hacia ellos, como lo enseña el Catecismo:
«El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos, “que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados” (Conc. Trento), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo. “Oramos [en la anáfora] por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima… Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores…, presentamos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres” (S. Cirilo de Jerusalén [+386])» (Catecismo 1371; cf. 1032, 1689).
Doxología final.–La gran Liturgia del Sacrificio, expresada y realizada en la plegaria eucarística, llega a su fin. El arco formidable, que se inició en el prefacio levantando los corazones hacia el Padre, culmina ahora solemnemente con la doxología final trinitaria. El sacerdote, elevando la Víctima sagrada, y sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades temporales, dice: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».
Este acto, por sí solo, justifica la existencia de la Iglesia en el mundo: para eso precisamente ha sido congregado en Cristo el pueblo cristiano sacerdotal, para elevar en la Eucaristía a Dios la máxima alabanza posible, y para atraer en ella en favor de toda la humanidad innumerable bienes materiales y espirituales. De este modo, es en la Eucaristía donde la Iglesia se expresa y se manifiesta totalmente. Y el pueblo cristiano congregado, haciendo suya la plegaria eucarística, completa la gran doxología trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la Misa.
Nótese que es el sacerdote, y no el pueblo, quien recita las doxologías que concluyen las oraciones presidenciales. Y esto tanto en la oración colecta –«por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina», etc.–, como en la plegaria eucarística –«por Cristo, con Él y en Él», etc.–. Y es el pueblo quien, siguiendo una tradición continua del Antiguo y del Nuevo Testamento, contesta con la aclamación del Amén.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
9 comentarios
Me pregunto si en el relato-memorial pueden existir dudas sobre la transubstanciación cuando el sacerdote agrega palabras al texto bíblico. Por ejemplo: tomad y... todos y TODAS de ÉL (por aquello de la igualdad de géneros)??. Sé que el papa benedicto XVI instó a los obispos alemanes a que se abstuvieran del "por ustedes y por todos los hombres" para ser más fieles al texto bíblico de "por ustedes y por muchos"; lo cual, en principio, sugiere que no deja de "aparecerse" Cristo en el altar, a pesar de ciertas imprecisiones formales, pero que en todo caso es conveniente ser lo más apegado en cuanto sea posible a la glosa. No obstante, cuándo se puede decir que deja de haber consagración?. Me lo pregunto porque me perturba infinitamente que el sacerdote de la capilla a la que asisto por las mañanas, está obsesionado en ponerle masculinos y femeninos a todas las cosas, queriendo ser como más inclusivo con las damas. Luego, pensará este cura que Cristo se equivocó al no hacer referencias explícitas de género en la última cena?. Faltaba más.
Otro de los sacerdotes purifica el cáliz finalizada la Misa; el problema es que este señor no parece saber que en el cáliz no se deja vino con agua, sino la Preciosísima Sangre de Cristo. A veces, por despiste, el cáliz se ha quedado sin purificar, y la Sangre de Nuestro Señor se ha secado en el cáliz.
Es lamentable que haya sacerdotes que degradan de tal manera la Misa, el Sacrificio de Cristo, el Sacramento de Sacramentos.
Los responsables son los Obispos, que no se ocupan de exhortar a que los sacerdotes vistan, celebren, crean y vivan acorde a su fe y a sus promesas sacerdotales. Con tal de no llevarse mal con nadie, no se imponen.
Necesitamos curas que quieran ser SANTOS, no meros administradores de Sacramentos que viven de maravilla a costa de estipendios, sermones y funerales.
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JMI.-"¿Expreso mi queja al Obispo?" En principio conviene denunciar los abusos a la Autoridad apostólica. En concreto, no sé decirle en su caso, porque no le conozco ni a ud. ni al Obispo.
"Los responsables son los Obispos". Y los vicarios de zona, y los formadores del Seminario, y los que no van a Misa, y los que van y aguantan lo que les echen, y los que rezan poco por ese cura, y ... los ferroviarios jubilados. Dentro de la Comunión de los Santos, cualquiera debe sentirse co-responsable de cualquier mal que afecte a la Iglesia. Echar la culpa a los Obispos, sin más, no expresa una verdad completa. Es falso.
Un sacerdote que no reza el Credo, pienso, es un sacerdote que NO tiene FE.
Gracias Padre Iraburu, con sus Conferencias uno se enriquece espiritualmente.
DIOS, Espíritu Santo lo siga bendiciendo e iluminando.
Y nuestra Santa Madre lo tenga bajo su amparo.
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JMI.-Gracias por sus palabras de gratitud,
Pero tenga cuidado con los juicios temerarios, concretamente referidos a sacerdotes de Jesucristo: "Un sacerdote que no reza el Credo, pienso, es un sacerdote que NO tiene FE".
No lo pienso, y si lo piensa, mejor se lo calla.
Dios le bendiga.
–Si se cansa, puede salir al patio a jugar con los chicos. Vaya tranquilo
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Pues no me he ido al patio, no.
Y asistiría con gusto a una misa así dicha y celebrada en esta forma de pre-introducir y comprometer la atención tanto del celebrante, como la de los creyentes a cada uno de los diferentes de actos eucarísticos.
Pues si, como se dice que no hay mas desprecio que el no hacer aprecio; aquí la rutina de unos y de otros que, generalmente, nos embarga me parece insultante.
Y claro, ni qué decir, cuanto en la consagración el celebrante confunde el cuerpo con la sangre o viceversa.
Convendría buscar para la colecta un tiempo más adecuado. Al entrar en el templo para la Misa, o incluso durante los Ritos Iniciales, podrían ser recogidas las ofrendas cerca de la puerta, en una mesa o en alguna persona con su bandeja o bolsa. Se terminaría la acción antes de la Liturgia de la Palabra. Y durante el Ofertorio se podría llevar lo recogido ("colecta") al pie del altar.
La eficacia de esta manera de "recolección" vendría a ser la misma que la actual. Pero sobre todo se respetarían absolutamente unos momentos de la Eucaristía que no deben ser mínimamente perturbados, ni siquiera por un bendito feligrés que va pasando entre los bancos con su bolsa.
«Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros»
«ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados»
Y en la narración de San Pablo, aunque con otras palabras, Jesús usa tambien el tiempo presente:
Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en memoria mía.» (1 Cor 11, 23-24)
En contraste, el canon castellano de la consagracion dice "será entregado" y "será derramada". La pregunta es: ¿el "effundetur" del canon en latín, significa "es derramada" o "será derramada"?
La pregunta puede parecer trivial, pero a mi juicio, el uso del tiempo presente muestra mas claramente que Jesús, en aceptación del designio del Padre de que El "se diera a Sí mismo en sacrificio de expiación" (Is 53, 10), está en la Ultima Cena ofreciendose a Sí mismo al Padre anticipando y haciendo presente el sacrificio de la Cruz. Si se me permite acuñar un verbo, estimo que es correcto decir que, así como la Iglesia re-presenta el sacrificio de la Cruz en cada Eucaristía, Jesús pre-presentó su sacrificio en la Ultima Cena. Esto deja muy claro que la Ultima Cena, la Cruz y cada Eucaristía son un único sacrificio (Catecismo #1367), en el que sólo es diferente el modo de ofrecer.
(Reconozco que hace un año hice esta misma pregunta en un artículo sobre otro tema, y quedó sin contestar, lo cual estaba totalmente justificado porque el artículo era sobre otro tema. Tal vez ahora sí sea pertinente.)
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JMI.-No sé responderle. La Biblia española actual de la CEE, en Mt, Mc y Lc, emplea el presente "es derramada", y en 1Cor 11, "se entrega". Y lo mismo hace O'Callaghan, S.J., en su edición trilingüe del NT. El P. Iglesias, S.J., tan cuidadoso al traducir, tendente al literalismo, rehúye usar el verbo, y dice "la derramada" por vosotros (Mt, Mc, Lc), mi cuerpo, "el entregado en favor vuestro" (1Cor 11). Tendría que ponerme a estudiar el tema, y no puedo hacerlo. De todos modos los tiempos verbales son cuestión (sobre todo en los verbos griegos) de matices muy sutiles. Hay narraciones evangélicas que se traducen Jesús "dijo", "decía", e incluso usando el presente histórico, "dice"... La sustancia de lo dicho creo yo que no cambia por eso.
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JMI.-Que Dios le sane el corazón de las heridas de infancia que pueden afligirle, y le abra los ojos del alma para contemplar gozando la celebración de la Eucaristía, que es lo más grande y hermoso de este mundo. Sin duda alguna. Ahí se manifiesta Cristo, a los ojos de la fe, como Palabra que nos habla, como Pan que se ofrece a nosotros como alimento, como Sangre que perdona nuestros pecados y nos reconcilia con Dios.
Oremos por Agnes.
El texto griego original en Mateo, Marcos y Lucas usa el presente pasivo ἐκχυννόμενον, "es derramada".
S. Jerónimo, al traducir este término al latín en la Vulgata, usó el futuro pasivo: effundetur (Mt 26,28 y Mc 14,24) y fundetur (Lc 22,20), "será derramada". Este futuro pasivo se adoptó en el uso litúrgico del rito latino.
La Nova Vulgata finalizada en 1979, que es la edición oficial latina actual de la Iglesia, usa el presente pasivo: effunditur (Mt 26,28 y Mc 14,24) y funditur (Lc 22,20), "es derramada". Nótese que sólo cambia una "e" por "i".
Por otro lado, todas las traducciones modernas de la Biblia que buscan ante todo fidelidad al texto original usan el presente pasivo.
A mi juicio, el uso del tiempo presente destaca que en la Ultima Cena, así como en cada Eucaristía, la sangre de Jesús "es derramada" místicamente, de modo tal que la Ultima Cena fue, y cada Eucaristía es, un verdadero sacrificio, que respectivamente anticipó/renueva la única inmolación cruenta de la cruz.
Esta inmolación mística de Jesús es evidente por el hecho de la separación de su cuerpo y de su sangre en las especies eucarísticas, como señaló Pío XII en Mediator Dei:
86. El augusto sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, víctima gratísima. «Una... y la misma es la víctima; lo mismo que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes se ofreció entonces en la cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso»[59].
...
89. Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la cruz El se ofreció a Dios totalmente y con todos sus sufrimientos, y esta inmolación de la víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana, «la muerte no tendrá ya dominio sobre El» [62], y por eso la efusión de la sangre es imposible; pero la divina sabiduría ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la transustanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que, por medio de señales diversas, se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima.
(Vuelvo a escribir yo.) Si bien Pio XII habla solamente de la Eucaristía, es evidente que lo que dice se aplica también a la Ultima Cena.
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JMI.-Explicación muy completa y convincente.
Muchas gracias.
El uso del tiempo futuro, "será derramada", destaca la transubstanciación, tanto en la Ultima Cena como en cada Eucaristía: en el cáliz está la misma sangre de Jesús que será derramada físicamente en su inmolación cruenta en la Cruz.
El uso del tiempo presente, "es derramada", destaca el caracter sacrificial, tanto de la Ultima Cena como de cada Eucaristía: la sangre de Jesús es derramada místicamente, de modo tal que Jesús es inmolado incruentamente en la liturgia, y ésta es "verdadero y propio sacrificio" como dice Trento.
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