(175) De Cristo o del mundo -XVII. Laicos y monjes. 3
–No entiendo. ¿Cómo van a ser los monjes modelos para los laicos? Dice usted a veces unas cosas…
–Tranquilo. Lea lo que sigue y se enterará. Con el favor de Dios.
Cristo y los Apóstoles nos mandan imitarles. Jesús: «Yo os he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). San Pedro: los pastores hemos de ser «ejemplo para el rebaño» (1Pe 5,3). San Pablo: «os exhorto: sed imitadores míos» (1Cor 4,16); «sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (11,1; cf. Flp 3,17; 1Tes 1,6; 2Tes 3,7.9). Se entiende que la imitación que los laicos cristianos deben hacer de Jesús y de los Apóstoles va referida a la substancia de sus vidas, a su espíritu, no a los modos accidentales de vivirla: en celibato, sin propiedad alguna, sin trabajos seculares, en dedicación exclusiva a las tareas apostólicas. Si no fuera así, serían infieles a su vocación laical peculiar: la familia y el trabajo.
En el mismo sentido los Padres consideran que los monjes deben ser modelos imitados por los laicos. No consideran esta cuestión desde un punto de vista teórico, pues apenas se ha iniciado todavía una teología espiritual de los caminos de perfección. Ésta la iremos estudiando más adelante en otros artículos, hasta llegar al Vaticano II y a nuestro tiempo. Ellos se atienen a un planteamiento práctico, que podríamos resumir con las frases que siguen.
El Evangelio es norma de vida para todos los cristianos. Ahora bien, los monjes regulan su vida toda por el Evangelio; en cambio los laicos se rigen en parte por el Evangelio y en parte por el mundo, y con frecuencia se creen autorizados a hacer a éste muchas concesiones, al menos en la práctica, de tal modo que están «divididos» (cf. 1Cor 7,34). Por tanto, los monjes andan un camino perfecto, en tanto que los laicos siguen un camino imperfecto.
Este planteamiento, atención a esto, se lo hacen no sólo los Padres y los monjes, sino también los laicos mejores, aquellos que buscan la perfección. Éstos son los que se dan más cuenta de la imperfección de su camino. Y de ahí les viene esa veneración hacia los monjes.
Los monjes configuraban su vida solamente según el Evangelio, y por eso eran modelos a imitar por los laicos, no en los aspectos accidentales de su vida –soledad, desierto, separación física de la sociedad, etc.–, pero sí en sus prioridades y orientaciones más profundas.
Podemos verificarlo recordando las normas de vida dadas por Cristo y sus Apóstoles. —El cristiano debe vivir de la Palabra divina: los monjes ayunan de «nourritures terrestres» (André Gide) y hacen de la Sagrada Escritura su pan de cada día; pero normalmente los laicos se alimentan en buena parte del mundo, noticias y curiosidades, y toman escasamente de ese pan celestial. —Todos hemos de buscar principalmente el Reino y su santidad, esperando lo demás como añadiduras: eso es justamente lo que hacen los monjes, pero la mayoría de los bautizados se dedica con más empeño a las añadiduras. —Las riquezas deben ser temidas y rehuídas: los monjes viven pobremente y lo tienen todo en común; pero generalmente los laicos no. —Hemos de ser sobrios en alimentos y vestidos, lo mismo que en diversiones y espectáculos: en la vida monástica eso es norma cumplida; pero son pocos los laicos que la cumplen, pues sólo tienen por malo lo que es muy malo. —El Señor nos manda orar siempre, para no caer en la tentación: y ésa es la dedicación principal de los monjes, en tanto que muchos laicos rezan de tarde en tarde. —Antes que pecar, es mejor perder ojos, pies o manos: eso es lo que hacen los monjes, en muchos aspectos y de modo habitual, clausurando sus miradas, sus pasos y sus actividades respecto del mundo; en tanto que se considera normal que los laicos den suelta poco moderada a ojos y oídos, pies y manos, aceptando apenas en estas cosas límite alguno, como no sea el del pecado cierto y grave. —Los ojos en lo invisible, y el corazón arriba, donde está Cristo: eso es lo que viven los monjes, pero los seglares fácilmente están centrados en lo visible y en lo de abajo. —Hemos de buscar ser perfectos como nuestro Padre celeste: eso es «lo único necesario» para los monjes, que «lo dejan todo» y todo lo disponen en su vida para mejor conseguir ese fin; en cambio, los laicos, al menos en general, distraídos por tantas y tantas añadiduras, toman con mucha calma la búsqueda de su perfección espiritual…
La Iglesia de esa época piensa que generalmente los monjes intentan vivir plenamente el Evangelio, en tanto que la mayoría de los laicos no. Esta convicción no es de orden doctrinal, sino de orden práctico. La experiencia, sencillamente, les lleva a comprobar que los monasterios configuran su vida en formas muy santificantes, y que florecen más en santos que las comunidades cristianas laicales. Ahora bien, camino de perfección es aquél que de hecho conduce a la perfección. «Por sus frutos los conoceréis».
Por otra parte, las Reglas monásticas son fundamentalmente colecciones de normas de vida evangélica, a las que se añaden, es verdad, ciertos ejercicios peculiares de la vida monacal. Los maestros del monacato primitivo no piensan, pues, tanto en formular una espiritualidad monástica en cuanto tal, sino que pretenden más bien facilitar una espiritualidad cristiana perfecta, ateniéndose para ello a las normas del Evangelio y de los apóstoles, que de suyo están vigentes para todos los cristianos. Éste fue, sin duda, el intento de San Pacomio, San Basilio, San Juan Crisóstomo, Evagrio Póntico, Casiano.
Léase, por ejemplo, la Regla de San Benito (+547), que desde el principio expresa su intención: «Sigamos sus caminos [los del Señor], tomando por guía el Evangelio» (pról. 21). Es simplemente el Evangelio la Regla fundamental de los monjes. Cuando en el capítulo IV enumera un elenco de «los instrumentos de las buenas obras», se limita a señalar 74 normas tomadas de la Escritura. Son preceptos y consejos que están dirigidos a todos los cristianos. La diferencia mayor entre laicos y monjes no está, por tanto, en los deberes peculiares que éstos asumen. Está más bien en que los monjes hacen profesión firmísima de las normas del Evangelio, y se comprometen a vivirlas, con el auxilio de la gracia, de tal modo que, si no las viven, podrán incluso ser corregidos, castigados y, si es preciso, expulsados del monasterio. En esto reside la mayor diferencia. Y está, por supuesto, la diferencia fundamental de que los laicos viven en el mundo y los monjes renunciaron a él.
Todo esto explica la antigua veneración del pueblo cristiano por los monjes. Los venera, busca su consejo y su santa conversación, imita en lo posible sus evangélicas costumbres, dota con generosidad sus monasterios, les confía los hijos para que los eduquen, y quizá, en la viudez o la ancianidad, se acoge a sus claustros, para consumar en ellos la ofrenda religiosa de la propia vida laical (cf. Casiodoro, In Ps. 103, 16-17). Esta actitud sigue viva en todala Edad Media, y perdura hasta el Renacimiento, y aún más tiempo, sobre todo en el Oriente cristiano.
Un texto de Filoxeno de Mabbug (+523), monofisita, autor clásico entre los sirios, da idea del aprecio que el monje suscita en el pueblo cristiano: «Se le llama renunciante, libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánime, espiritual, imitador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes de su Padre, compañero de Jesús, portador de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revestido de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios» (Homilía 9). Todo cristiano debe morir al mundo ya en el bautismo, aunque por vocación de Dios deba vivir en él. San Agustín, por ejemplo, afirma: «el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios» (Ciudad de Dios 10,6). Y esta muerte al mundo está especialmente facilitada en la vida monástica.
Es lógico, pues, que los laicos tomen la vida espiritual de los monjes como su modelo. Si es en los monasterios donde viven los bautizados que mayor empeño ponen en hacer del Evangelio su regla diaria de vida, lógicamente los monjes vienen a ser modelo para los demás fieles.
El Crisóstomo insiste en que esta imitación no es imposible, sino necesaria. «La prueba de que esto no es hablar por hablar está en que cuando referimos a los infieles la vida de los que moran en el desierto, nada tienen que replicarnos; sólo se afirman en lo suyo argumentando por el escaso número de los que alcanzan esta perfección. Pero si en las ciudades sembráramos también esa semilla, si la disciplina del bien vivir se convirtiera en ley y costumbre, si enseñáramos a los niños antes de todo a ser amigos de Dios, y los instruyéramos en las enseñanzas espirituales, en lugar de las otras y antes que todas las otras, entonces todas nuestras miserias se desvanecerían, la presente vida se vería libre de infinitos males, y desde ahora empezaríamos a gozar todos lo que se dice de la vida en el cielo» (Contra impugnadores de la vida monástica III,19).
Y de este modo no se perderán, no, las cosas del mundo secular. Sucederá justamente lo contrario: «el que pone lo terreno por encima de lo espiritual, perderá lo espiritual y lo terreno; mas el que codicia lo celeste, alcanzará también ciertamente lo terreno. Y esto no lo digo yo, sino el mismo que ha de procurarnos lo uno y lo otro, el Señor: “Buscad el reino de Dios, y todo eso se os dará por añadidura” (Mt 6,33)» (III,21).
La imitación de la vida monástica no ha de ser en los laicos, por supuesto, una copia imprudente de los modos concretos que viven los monjes, sino una imitación profunda de su espíritu y de sus normas de vida. Lo mismo que cuando se habla de la imitación de Cristo o de los Apóstoles.
Juan Pablo II observaba que «en Oriente el monaquismo no se ha contemplado solo como una condición aparte, propia de una clase de cristianos, sino sobre todo como punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Señor ha ofrecido a cada uno, presentándose como una síntesis emblemática del cristianismo… [Y por eso mismo] el monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales» (Cta. apost. Orientale lumen 9, 1995).
Hoy es muy grande la diferencia entre el monasterio y el hogar cristiano. El convencimiento de que los laicos deben imitar a los sagrados pastores y a los religiosos, perteneciendo a la mejor tradición católica, es sin embargo en nuestro tiempo, una idea que resulta chocante. Y esto sucede, entre otras cosas, porque actualmente la mundanización tan frecuente de la vida laical establece entre ella y la auténtica vida religiosa un abismo tal de diferencia, que esa imitación parece absurda e imposible. Con un ejemplo: entre una joven religiosa que pasa cada día largos ratos recogida con su hábito a la luz de la presencia eucarística de Jesucristo, y su hermana, que pasa cada día largos ratos en bikini tomando el Sol en la playa, hay una diferencia tan grande que cabe dudar de que ambas estén movidas por un mismo Espíritu, siendo las dos cristianas, aunque tengan vocaciones distintas. Se diría que no están viviendo en dos formas diferentes una misma vida. En realidad, están viviendo dos vidas distintas. Una es cristiana, la otra apenas lo es. O no lo es.
Pero en los siglos antiguos era grande la homogeneidad entre la vida laical y la vida monástica y religiosa. Era relativamente frecuente una profunda semejanza práctica de planteamientos y costumbres. Al menos ha de decirse que cuando esta homogeneidad se daba, no causaba extrañeza entre los cristianos, sino que más bien era considerada ejemplar. El vestido de las mujeres laicas, por ejemplo, era muy semejante al hábito de las religiosas. Y los escritos de los Padres sobre las vírgenes o sobre las viudas cristianas dan a unas y a otras una fisonomía que hoy sería la propia de la vida religiosa. También las familias cristianas más ejemplares, es decir, las familias de santos –como Santa Mónica y San Agustín, o más tarde, hacia el 600, los santos hermanos Leandro, Fulgencia, Isidoro y Florentina–, nos hacen pensar en la calidad monástica, es decir, evangélica de los mejores hogares cristianos. Algunos de estos santos, procediendo de hogares plenamente cristianos, vienen más tarde a ser monjes, y de entre ellos, algunos serán Obispos, pastores que exhortan a sus fieles a imitar la vida de los monjes. Veamos sobre esto un par de ejemplos.
San Basilio el Grande (329-379), nacido en una familia noble y rica del Ponto, estudia en Cesarea, Constantinopla y Atenas. Su santo abuelo cristiano había sufrido por la fe la confiscación de sus bienes y tuvo que vivir huído en las montañas. De él, pues, y también de su abuela, Santa Macrina, aprende Basilio ya de niño a admirar a aquellos que están dispuestos a dejarlo todo por el amor de Cristo. Es más tarde, sin embargo, y a ruegos de su hermana Macrina, cuando se retira con ella, con su madre y con varias mujeres de servicio, para llevar en una finca de la familia una vida dedicada a la virtud. Pronto se le une su compañero de estudios Gregorio, que será después obispo de Nazianzo, y crece la comunidad. Finalmente Basilio, que vendrá a ser para los monjes orientales lo que Benito para los de occidente, es elegido obispo de Cesarea. Pues bien, con estos antecedentes, no es raro que San Basilio, ya de pastor, igual que el Crisóstomo, dé a monjes y laicos una doctrina espiritual común, centrada siempre en el Evangelio, sin ver en los monjes otra cosa que cristianos que siguen perfectamente las enseñanzas de Cristo. Tampoco extraña nada que Basilio exhorte a los laicos a que se vean siempre en el espejo evangélico de los monjes. Él mismo vivió así con los suyos antes de ser monje. Los laicos, en efecto, así lo manda Cristo, deben guardarse del mundo, alimentarse asiduamente dela Palabra divina, practicar la oración continua, llevar vida austera y penitente, renunciando a todo lujo y vanidad, a toda avidez de consumo y diversión, prontos a compartir sus bienes con los necesitados. ¿Pero no es ésa, precisamente, la vida de los monjes?
San Juan Crisóstomo, su mejor amigo, sigue una trayectoria semejante. Nacido en Antioquía, lleva en su propia casa una vida de austero ascetismo con su madre Antusa, que ha quedado viuda a los veinte años. Más tarde se retira al desierto con los monjes, hace después vida apostólica en Antioquía, y finalmente es hecho patriarca de Constantinopla. El gran Crisóstomo, ya de Obispo, mantiene siempre que todos los cristianos deben vivir como los monjes, es decir, evan-gélicamente; por tanto, todos deben orar y meditar asiduamente las Escrituras, todos han de ser sobrios en comida, bebida, vestido, diversiones o habitación, todos deben estar dispuestos a comunicar sus bienes con los necesitados.
También hoy podemos comprobar esta homogeneidad con las comunidades religiosas en algunos hogares cristianos santos, donde se vive con orden y proporción, con laboriosidad y sin ocios y entretenimientos excesivos, donde hay espacio para la oración, la lectura espiritual y la limosna, donde, evitando lo superfluo, se vive en todo con una gran sobriedad alegre, donde los hijos obedecen de buen grado a los padres, porque les aman y se saben amados; donde el vestir de las mujeres es tan decente como el de las monjas, aunque sea distinto; donde, en cambio, no hay lugar para el desorden, para la pereza interminable en el sueño, para la vanidad y el gozo ávido e ilimitado del mundo presente, ni para las indecencias en los espectáculos, en la televisión o en otras costumbres paganas. Aunque en ciertas Iglesias locales sean hoy pocos los hogares configurados como verdaderas «iglesias domésticas», el hecho de que existan algunos es suficiente para demostrar que su existencia es posible. De facto ad posse valet illatio.
Tres ventajas principales hay en que los laicos tomen como modelos a los monjes.
–1. Humildad. La imitación de los modelos más altos de vida mantiene siempre a los cristianos laicos, por contraste, en la humildad. Y si esa imitación no es fiel, y los seculares se abandonan a la vida mundana, al menos son conscientes de haberse alejado del Evangelio, y sienten una mala conciencia, que es el paso previo a la conversión y perfección.
–2. Perfección. Si los que se mantienen en el siglo, por voluntad de Dios, imitan a los monjes, entonces viven santamente en el mundo, en sus hogares y tareas, y por este camino secular llegan a la perfección. Ellos son los que dan de verdad la imagen del laico perfecto. Conviene, pues, que los casados imiten el espíritu de los célibes, desposados solo con Cristo; que los ricos imiten a quienes por la pobreza evangélica han renunciado a los bienes de este mundo, etc. Es decir, el espíritu de los que tienen, por don y vocación de Dios –cónyuge, casa, barcas, redes, oficina de recaudación de impuestos, tierras– es el mismo de aquellos otros que, también por don y vocación de Dios, no tienen: «los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen» (1Cor 7,29-32).
–3. Vocaciones. De un ambiente grandemente apreciador de la vida religiosa, aquella que sigue más de cerca los consejos evangélicos, proviene lógicamente un gran número de vocaciones sacerdotales y monásticas. En ocasiones van al monasterio familias enteras –el caso de San Bernardo–, como lo veremos también en la Edad Media y Moderna.
Ésta es una gran trampa permanente: los laicos relajados de entonces y de siempre han tratado de justificar su alejamiento del Evangelio alegando que ellos no son monjes. Los monjes llevan una vida sobria y penitente, dedicada al trabajo y a la oración, son asiduos a la Palabra divina y a los sacramentos, y tan unidos en caridad y menospreciadores de la riqueza, que no tienen pobres entre ellos. Y todo eso está muy bien; pero, por lo visto, les conviene solamente «a ellos», es decir, les conviene no por ser cristianos, sino por ser monjes. Los demás bautizados, puesto que Dios los quiere en el mundo, estarían autorizados a vivir muy lejos de ese modelo de vida «monástica»; es decir, ellos podrían mantenerse carnales y mundanos, ya que, obviamente, «no son monjes». A esto los Padres, como el Crisóstomo, responden:
Los que vivimos en el mundo, «aprendamos a cultivar la virtud y a procurar con todo empeño agradar a Dios. No pretextemos ni el gobierno de una casa, ni los cuidados que ocasiona una esposa, ni la atención a los niños, ni ninguna otra cosa, y no se nos ocurra pensar que ésas son excusas suficientes para autorizar una vida negligente y descuidada. No profiramos esas miserables y estúpidas palabras: “Yo soy un laico, tengo una mujer, estoy cargado de hijos”. “Ése no es asunto mío. ¿Acaso he renunciado yo al mundo? ¿Va a resultar que soy un monje?” –¿Qué dices tú, querido mío? ¿Es que sólo los monjes han recibido el privilegio de agradar a Dios? Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y no quiere que nadie descuide la virtud» (Hom. in Gen. XXI,6).
Las virtudes perfectas de los monjes son posibles a los laicos, con la gracia de Dios. «Si es imposible al seglar practicarlas, … si con el matrimonio no es posible hacer todo eso que hacen los monjes, todo está perdido y arruinado, y la virtud se queda en nada» (In Ep. ad Hebr. hom. VII,4). Por el contrario, en el mundo son innumerables las obras buenas de oración y ayuno, de trabajo y de limosna, de misericordia, de apostolado, que pueden y deben ser realizadas por los laicos (In Act. Ap. hom. XX,3-4).
«Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje... Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, ni a los discípulos de Cristo, sino a Cristo mismo, y amenaza con el máximo castigo a quienes no lo imiten, ¿de donde sacas tú eso de la mayor o menor altura [de vida de perfección]? La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pues no, no es así! Todos –dice el Apóstol– estamos obligados a la misma filosofía [sabiduría espiritual]» (Contra impugnadores III, 14).
La Iglesia de esta época no alcanza todavía a formular plenamente la misión propia de los laicos y los modos de santificación peculiares de una vida secular. Pero atención, no llega a su formulación teórica. Otra cosa muy distinta es en el plano práctico. En efecto, es precisamente el pueblo cristiano de aquellos siglos el que venció al mundo pagano, y comenzó la profunda transformación del mismo en el pensamiento y las artes, la cultura, las leyes y las costumbres, poniendo las bases para la Cristiandad del milenio medieval. Éste es un dato histórico cierto: los laicos cristianos antiguos, mucho más semejantes a los religiosos, fueron en la práctica los renovadores más eficaces del mundo secular, aunque todavía la espiritualidad laical careciera de especiales desarrollos teóricos. Los laicos modernos, por el contrario, muy alejados en su espiritualidad del ideal de monjes y religiosos, aunque están llamados a ser luz en las tinieblas (cf. Mt 5,13-16; Flp 2,15-16), apenas… Etc. No sigo. Ya trataremos de ellos cuando en esta serie les llegue el momento.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
10 comentarios
Se crean un cristianismo a medida de sus comodidades, y se quedan tan tranquilos. Los demás somos radicales, extremistas, fundamentalistas, etc.
Necesitan etiquetarnos para mantenerse en su cobardía o comodidad.
Quedamos a la espera de las sucesivas profundizaciones de esta interesante serie de artículos.
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JMI.-Me temo que va para largo. Pero irá, con el favor de Dios.
Luego de leer su artículo entiendo que ese hecho, al margen de las razones prácticas que hubiese -y que las hubo- , puede tener un sentido trascendente : que esas victorias terrenales se conviertan, para el pueblo que las ha protagonizado, en eternas, a través de la imitación de la vida monacal.
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JMI.-Y para reconocer expresamente que Dios es el que dió la victoria. Caso de Lepanto - Monasterio de El Escorial
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JMI.-Gracias por su gratitud.
Lo digo porque recuerdo que una vez conversaba con mi exnovia acerca de una situación hipotética en que nos llegásemos a casar y tuviésemos hijos. Yo le decía que no quería que ellos vieran televisión, en el sentido de ver T.V. por cable o antena, durante un tiempo por lo menos, a lo que ella rotundamente se negó diciendo que no podemos "aislarlos del mundo porque el cristiano siempre está en el mundo".
De la misma manera, una vez le sugerí que (también, en el caso hipotético de que nos casáramos,) no tuviéramos televisor en el cuarto, a lo que también se negó.
Yo sé que sus artículos aún van para rato pero quisiera que, si no es mucha molestia, me respondiera sencillamente si la actitud de ella era de "estar" o de "ser" del mundo.
Gracias de nuevo por sus artículos y espero que Dios lo siga iluminando =)
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JMI.-No pueden darse recetas concretas sobre cuestiones que deben resolverse con discernimientos de la virtud de la prudencia. Uno ha de ver si es capaz de tener algo como si no lo tuviera (1Cor 7), es decir, con plena libertad de corazón y en total docilidad al ESanto. "Examinadlo todo, quedaos con lo bueno y absteneos hasa de la apariencia del mal" (1Tes 5,21-22).
Estas armas han de tener nuestras banderas, que de todas maneras lo quermos guardar: en casa , en vestidos, en palabras y mucho más en pensamientos.
Y mientras esto hicieren, no hayan miedo CAIGA LA RELIGIÓN DE ESTA CASA , CON EL FAVOR DE DIOS.
Saludos
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JMI.-De todo eso, con el favor de Dios, trataré más adelante. Ahora estamos en siglos IV, V y poco más.
Doy gracias a Dios porque le ayudan estos escritos.
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JMI.-Bendigamos a Cristo, que muriendo en la cruz nos da fuerza para matar al hombre viejo, liberándolo de toda cautividad de mundo, demonio y carne, y resucitando, nos comunica desde el Padre el ESanto, fortaleciendo al hombre nuevo, dándole un corazón nuevo y un alma nueva.
Bendición +
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JMI.-Esa nostalgia es deseo del cielo, que hemos entrevisto en el monasterio.
¡Qué no se pierda esa nostalgia!
¡Cuánta guerra porque la olvidemos o pensemos que es inalcanzable, para que ya no aspiremos a ella... para matar el anhelo de Dios
"Quédate con nosotros Señor..."
¡Feliz y Santa Pascua de resurrección!
¡Gracias padre por sus enseñanzas!
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JMI.-Cristo resucitado le bendiga +
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