(134) Cristo vence los males del mundo –y II
–Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos…
–Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.
Seguimos meditando en los males del mundo a la luz del Evangelio.
Al comienzo mismo de la historia humana de pecado, inicia ya el Señor la historia de la gracia y la esperanza. No hubiera permitido Dios el horror del pecado en la humanidad, si no hubiera decretado eternamente la salvación, que en la plenitud de los tiempos ha de manifestarse mucho mayor que la perdición. La historia, pues, de la humanidad y de la creación entera está orientada hacia una infinita esperanza.
Como enseña el Catecismo, «tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (Gén 3,9.15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado “Protoevangelio”, por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta» [410]. La Iglesia siempre ha reconocido en ese relato profético a la Virgen María, la Nueva Eva, y a su hijo Jesús, el Salvador del mundo [411].
«Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: “la gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio” (Serm. 73,4). Y S. Tomás de Aquino: “nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después del pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: ‘Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: ‘¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!’» (STh III,1,3, ad 3) [412]. «La victoria sobre el pecado obtenida por Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20)» [420].
El mayor y más continuo horror hemos de tenerlo al pecado. Bien está que nos duelan las consecuencias del pecado –guerras, pestes, hambres, injusticias–, y que nuestra caridad se entregue a remediarlas en lo posible; pero mal está que el pecado mismo no nos horrorice, y sí las consecuencias que produce. Reconozcamos todo el horror abismal del pecado, que nos separa de Dios por la desobediencia. Aprendamos a espantarnos de lo que es la vida de las personas y de las naciones cuando se orienta en rebeldía a los mandatos de Dios, nuestro Creador y Padre. Y procuremos siempre que las terribles consecuencias del pecado sirvan para acrecentar en nosotros el horror al pecado mismo.
Es una vergüenza que el actual cristianismo pelagiano llore lágrimas de cocodrilo ante los males del mundo, y se mantenga indiferente ante «el pecado del mundo». Es una gran miseria que vea al hombre como básicamente bueno, injustamente afligido por tantas miserias, y que se pregunte indignado cómo Dios puede permitir tantos males en el mundo presente. ¡Y que llegue a expresar estos miserables pensamientos en la predicación! Por el contrario,
Cristo se horroriza sobre todo de la miseria inmensa de los hombres cautivos del pecado: ve y dice que son «malos», que están «muertos», que «tienen por padre al diablo», que llevan «camino de perdición» temporal y eterna, y les llama a conversión, ofreciéndoles para ello su gracia, su sangre salvadora (Mt 7,13-14; 12,34; Lc 11,13; Jn 8,44). Cristo se compadece de las consecuencias del pecado que aplastan a los hombres –nadie se ha compadecido tanto como Él, ni ha movido con eficacia a tantas gentes para remediarlas–; pero se duele mucho más del pecado que les está destrozando.
Así lo entendía Santa Teresa: «¿qué fué toda su vida [de Cristo] sino una cruz, siempre [teniendo] delante de los ojos nuestra ingratitud y tantas ofensas como se hacían a su Padre y ver tantas almas como se perdían?» (Camino perf. 72,3). Y en ese sentido San Pablo confesaba: «cada dia muero» (1Cor 15,31), porque a causa del pecado del mundo, «el mundo está crucificado para mí y yo lo estoy para el mundo» (Gál 6,14).
Esa visión de Cristo es la misma que los Apóstoles tenían de la humanidad y que predicaban con frecuencia. Ellos veían a los hombres, judíos o gentiles, como cadáveres ambulantes, cautivos en la jaula férrea del mundo, de la carne y del diablo, encerrados, como dice San Juan evangelista, en el «pecado del mundo», mundanizados y endiablados (Jn 1,29; 1Jn 2,16; 5,19; Rom 1).
San Pablo: «vosotros estabais muertos por vuestras ofensas y pecados, en los que anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la mentalidad secular de este mundo [mundo], siguiendo al príncipe de la postestad del aire, al espíritu que ahora actúa en los hijos rebeldes contra Dios [demonio], entre los que también todos nosotros vivimos en otro tiempo, a merced de los deseos de nuestra carne [carne], haciendo los caprichos de la carne y de los sentimientos, y así éramos por naturaleza hijos de ira, como también los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por la caridad inmensa con que nos amó, aun estando nosotros muertos por las ofensas, nos llevó a la vida con Cristo: ¡por gracia habéis sido salvados!» (Ef 2,1-5).
Santa Teresa recibe la gracia singular de «ver» la condición monstruosa de los hombres que están en pecado, separados de Dios, hechos contrarios a Él, ajenos a la comunión de los santos:
«No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el pecador] no lo esté mucho más… Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar… ¡Qué turbados quedan los sentidos! Y las potencias [entendimiento, memoria, voluntad] ¡con qué ceguera, con qué mal gobierno!… Oí una vez a un hombre espiritual que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1Morada 2,1-5).
Es un error grande y funesto que «algunas» consecuencias del pecado horroricen, en tanto que «otras» más graves apenas espanten. Terremotos, incendios, tsunami, epidemias, con miles y miles de muertos, porque son desastres bruscamente producidos y ampliamente difundidos por los medios de comunicación con imágenes terribles, producen una gran conmoción y motivan numerosas acciones compasivas y solidarias.
Pero no nos engañemos. Este mundo pecador está lleno cada día de horrores semejantes y mucho mayores, que apenas producen horror y espanto. El aborto mata muchos más de cuarenta millones de seres humanos cada año, unos 120.000 al día –muchos más, con la píldora postcoital y otros medios–, y es financiado por los ciudadanos contribuyentes, dándose el caso de que muchos lo estiman un derecho, y un progreso en la historia de la civilización. Las enfermedades, que entraron en el mundo por el pecado de los hombres, matan a millones de personas cada día, a veces en largas agonías angustiosas, lo que es mucho más terrible que morir en unos minutos bajo el ímpetu salvaje de un terremoto o de un río desbordado. El hambre que mata cada año muchos millones de personas, miles y miles cada día, es un horror incomparablemente mayor, porque es continuo, y sobre todo porque implica directamente la culpabilidad de otros hombres y naciones. Etc.
Luchar contra el pecado es aún más benéfico que luchar contra las consecuencias del pecado. Las dos acciones han de ir juntas, complementándose mutuamente, pero conservando su orden. Con todas nuestras fuerzas trabajemos contra las consecuencias del pecado, mejorando la educación y la sanidad, los medios de comunicación, la distribución de alimentos y recursos, repoblando desiertos, abriendo pozos, superando injusticias y violencias. Pero ante todo y sobre todo luchemos contra el pecado en nosotros mismos y en nuestros hermanos, es decir, procuremos ante todo la conversión a Dios, el Autor de la vida, la Fuente de toda bien temporal y eterno.
Y en este sentido, la secularización de la acción pastoral y misionera invierte gravemente este orden, y puede hacerse gráfica con una parábola que refiero en Sacralidad y secularización (Pamplona, Fund. GRATIS DATE 2005, 3ª ed., 36-37).
Unos hombres de buena voluntad fueron a prestar su ayuda a los habitantes de un país que, por caminar siempre sobre las manos, cabeza abajo, con los pies por alto, se veían aquejados de innumerables males. Unos tenían las manos deformadas e inútiles, otros sufrían grandes dolores en la columna vertebral, algunos padecían jaquecas o trastornos visuales, y por supuesto, todos pasaban grandes miserias materiales, pues no podían trabajar sino poco y mal.
Así las cosas, aquellos hombres de buena voluntad se dedicaron a asistirlos con todo empeño: repartieron medicinas, dieron masajes, aplicaron corrientes terápicas y consiguieron ayudas económicas que remediaran las necesidades más urgentes. Pero lo que nunca hicieron, quizá por respeto a la tradición local de los nativos, fue decirles simplemente la verdad: que el hombre está hecho para caminar sobre los pies, llevando en alto la cabeza. No les dijeron la verdad. No les avisaron, al menos suficientemente, de que haciendo eso, restaurando el orden natural humano, muchos de los males que padecían se superarían, en tanto que habían de perdurar indefinidamente si persistían en vivir cabeza abajo.
El conocimiento de la verdad es la causa de todos los bienes y la victoria de todos los males. ¿Qué pensar de esos hombres de buena voluntad?… Al mismo tiempo que con admirable generosidad ayudan a esos hombres cabeza abajo en sus incontables miserias, ¿cómo no les dicen que se pongan cabeza arriba? Si son cristianos ¿cómo no se dan cuenta de que, entre los muchos bienes que han de dar a esos hombres, el bien mayor y más urgente es sin duda «el testimonio de la verdad»? Nada hay tan benéfico como la difusión de la verdad, y nada hay tan maléfico como el error y la mentira. ¿Cómo esos hombres buenos, siendo cristianos, no se dedican ante todo a realizar la misión principal que han recibido de Cristo Salvador: «id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), y «haced discípulos de todas las naciones… enseñándoles a guardar todo lo que yo os mandé» (Mt 28,19-20)? No se comprende.
Que no prediquen públicamente el Evangelio donde no es posible, como en ciertos países islámicos, eso se entiende. Pero que no lo prediquen donde es posible hacerlo –y donde otros de hecho lo predican–, eso no se entiende. Ya traté en otro artículo de esta parálisis de la misión (13). Los pueblos pobres y paganos necesitan urgentemente el Evangelio de Cristo. En este mundo, rico o pobre, la acción más preciosa, necesaria y urgente es predicar el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡Revelar al mundo que Cristo es Dios y es hombre, que es camino, verdad y vida para todos, Salvador potentísimo! Que al darnos el Espíritu Santo, el amor divino, nos hace posible ser de verdad imágenes de Dios, es decir, ser verdaderamente hombres. Que comunicándonos la filiación divina, nos ha revestido de luz, de gracia, de vida sobrenatural y de salvación.
Hay que descubrir a los hombres y a las naciones que sin Dios, reducidos a sus propias fuerzas naturales, tan debilitadas por el pecado original y por tantísimas culpas a él añadidas, están perdidos, irremediablemente perdidos; pero que en Cristo y en su Iglesia tienen salvación cierta y gozosa. Hay que hacerle conocer al mundo cuanto antes que necesita para su salvación temporal y eterna abrirse a la gracia de Dios, y que si se cierra a esa ayuda gratuita y sobrenatural, está sujeto a los innumerables males presentes y a una posible condenación eterna.
Oprimidos por el dolor, no busquemos consolación en más pecados. Es lo que faltaba. Por ejemplo, fornicación primero, aborto después, drogas y más sexo para aliviar la angustia post-aborto, etc. Los males se van acrecentando así en aceleración espantosa, abriendo uno la puerta al otro que se le añade. Con eso conseguimos únicamente multiplicar los pecados y aumentar el sufrimiento en nosotros y en los otros.
En el dolor de ningún modo nos volvamos contra Dios con preguntas hostiles y resentidas, con perplejidades estúpidas, con acusaciones perversas, quejándonos amargamente de los males que nos aplastan muchas veces precisamente por no obedecerle, a Él, que con tanto amor nos da para nuestro bien leyes naturales y reveladas, que hemos despreciado. Ahora los hombres pecadores, terriblemente abrumados por las consecuencias del pecado ¡no pongamos en duda la bondad de Dios, no blasfememos contra Él, no permitamos, en lo posible, que lo hagan otros! sobre todo si son sacerdotes predicadores.
En el Apocalipsis, el apóstol del amor de Dios misericordioso, San Juan evangelista, describe: «vi en el cielo otra señal grande y maravillosa, siete ángeles que tenían siete plagas, las últimas, porque con ellas se consuma la ira de Dios» (15,1). «Del templo oí una gran voz que decía a los siete ángeles: “id y derramad las siete copas de la ira de Dios sobre la tierra”». Las siete copas son penalidades tremendas atraídas sobre la humanidad por el pecado. Y la reacción de los hombres es una y otra vez la misma: «blasfemaban del Dios del cielo a causa de sus penas, pero de sus obras no se arrepentían» (16). El Apocalipsis, sin embargo, es muy principalmente un libro de consolación, que anuncia las grandiosas y definitivas victorias de Cristo Salvador sobre todos los males del mundo, logrando que Dios reine en la tierra como reina en el cielo.
Sea el dolor camino de regreso a Dios, motivo de mayor unión con Él, que nos ha consolado en Cristo crucificado, dando a nuestros sufrimientos un valor inmenso. Sea el sufrimiento un camino privilegiado para volver al «Dios bendito, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,3). En Él hallaremos siempre consolación y fuerza para alejar o para padecer nuestros males.
Las grandes catástrofes transitorias, lo mismo que los enormes horrores arraigados establemente en nuestro mundo –enfermedades, aborto, pobrezas mortales, droga, injusticias, etc.–, deben ayudarnos a volver al «Dios de todo consuelo». Los males y los bienes, con la gracia de Dios, sirven así cada uno a su modo para nuestra conversión. «Los castigos no vienen para la destrucción, sino para la corrección de nuestro pueblo» (2Macab 6,12). Como enseñaba el Beato Juan Pablo II en la carta apostólica Salvifici doloris,
«el sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer en esta llamada a la penitencia la misericordia divina. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás, y sobre todo con Dios» (1984; 12).
Seguiré estas meditaciones, con el favor de Dios, contemplando a la luz de la fe el misterio de la Providencia divina, que todo lo gobierna amorosamente, dirigiendo en este mundo con infalible eficacia todo cuando sucede, bueno o malo, grande o pequeño, a los fines elegidos por su justa y misericordiosa bondad.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
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11 comentarios
males que sólo se transforman en bienes al fundirse con el fuego del sufrimiento sobrenatural de Cristo Jesús en nosotros. La Gracia nos identifica con el Señor sufriente y todo cobra sentido y se vuelve salvífico y benéfico, por Él.
Pues el dolor por Cristo, con Él y en Él, es como un fuego devorador que prueba y edifica nuestra autenticidad, quema la paja y la vieja madera de nuestras obras humanas, demasiado humanas, y nos acrisola en oro puro de Gracia por Amor, preparando nuestra alma para la divina unión beneficiando a muchos por la Comunión de los Santos.
Tal vez parezca extraño esto que voy a decir, pero creo que Dios, por el bautismo, nos tiene reservados los sufrimientos que faltan a su Hijo, como una herencia de cruz, según se enseña en Colosenses 1:24,
(sufrimientos que no es que falten al Señor, sino que son los que nos toca padecer a nosotros, y en la proporción que necesitamos para ser santos y salvar almas, y para el momento preciso en que lo hemos de necesitar):
"Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia."
"Los ángeles sólo nos tienen envidia por una cosa: ellos no pueden sufrir por Dios. Sólo el sufrimiento nos permite decir con toda seguridad: Dios mío, mirad cómo os amo" escribió San Pío Pietrelcina.
A mí me consuela saber que, a pesar de todos mis defectos, torpezas, pecados e imperfecciones, tengo algo que ofrecerle al Amado, al Santo Señor Jesús,
y es sufrir por su Amor cuanto haya de sufrir por su Cuerpo.
Así que hemos de pedirle muchas veces al Señor nos deje caminar detrás suya, en el peor sitio y donde nadie nos vea. Para que no nos gloriemos sino en el Señor que da el sufrir por Amor para salvación del mundo.
Un fuerte abrazo y gracias de nuevo
Hay inimputables que tienen la inteligencia tan corrompida (y esto ya lo denunció el Beato JPII allá por los '90), que creen a pie juntillas que son "buenos". No son concientes que estamos inclinados al mal, al mundo, a la concupiscencia. Quizás actúen de acuerdo a su conciencia, pero ella no es recta, es un mamarracho.
Creo más fácil que nos condenemos nosotros, que por gracia sabemos, si no les predicamos a tiempo y a destiempo.
Leyéndolo, sin embargo, tuve una duda que toca marginalmente lo escrito: ¿Causa Dios algún mal al hombre para sacar de él un bien mayor? ¿Hay algo de verdad en eso de "Dios no es un Dios castigador"?
¡Gracias!
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JMI.- Lea si le parece el artículo reciente de Daniel Iglesias.
http://infocatolica.com/blog/razones.php/1104271149-dios-castiga
Espero tocar el tema más adelante, tratando de la Cruz de Cristo.
Madre mía Padre, no sé si es consciente usted del jardín en el que se mete diciendo cosas semejantes. Por decir algo parecido con ocasión del terremoto de Haití casi crucifican al obispo de San Sebastián...
Que conste que yo estoy totalmente de acuerdo.
Por cierto, y aunque me salga del asunto, no me resisto a poner aquí las palabras del líder del principal partido de la oposición en España a propósito de la muerte de Bin Laden a manos de las tropas de EEUU: "Somos todos seres humanos, y por encima de los seres humanos no hay absolutamente nadie" (sic). En fin, creo que no merece más comentarios. Cada vez está más claro que los católicos nos hemos quedados "huérfanos", políticamente hablando, en este país. Una verdadera lástima. Que el Señor y su Madre Santísima nos amparen...
Pero evidentemente habrá que predicarlo de alguna manera aun a riesgo de martirio, no? (Dicho con verguenza dado que dudo que en la situación concreta, salvo milagro de Dios, yo lo haría) y no puede ser solo el testimonio, debe anunciarse... aun a riesgo de nuevos mártires...
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JMI.- No puede solucionarse el problema de Evangelizar en un sitio o no, si "no dejan" hacerlo, con fórmulas simples, con solo aludir al martirio, tan santo y bueno. Pueden darse, además, formas diversas: en privado, clandestinamente, en la plaza con un altavoz, y un bolso a los pies, ya preparado, para ir a la cárcel (por eso digo en el texto "públicamente"). Y también está la norma de Cristo: "si no os reciben en tal sitio, idos a otro, y sacudid el polvo de las sandalias para acusarlos".
Que feliz camino de gracia, de salvación puede comenzar Cristo en sus hermanos cuando nos sentimos pecadores, pero arrepentidos y con deseos de enmendarlos.
Otro seria el testimonio de nuestra Madre Iglesia, si con una mano muestra el bisturí en la otra extirpado el pecado, todos deseamos una vida sana a favor del bien, no dudemos solo Dios es poseedor de esto, fuera de El, hay llanto y rechinar de dientes.
No hay en el mundo quien de vida y prevenga tentaciones, solo Jesucristo su amor y nuestro amor a El renovaran las miserias de la tierra.
Un abrazo fraterno.
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JMI.- Gracias por el texto, muy valioso.
"La Iglesia Católica sostiene que si el sol y la luna se desplomaran, y la tierra se hundiera y los millones que la pueblan murieran de inanición con extrema agonía, por lo que a males temporales atañe, todo ello sería menor mal que no que una sola alma, no digamos se perdiera, sino que cometiera un sólo pecado venial"
Y es que los católicos hemos de hacer apostolado de la maldad del pecado, de su potencial destructivo, y del verdadero bien, que no es la vida corporal, sino la Gracia, fuente de todos los bienes.
Las almas que están unidas al Señor se dan cuenta de que un pecado mortal constituye un desorden mayor que un terremoto.
¿Cuántos males causa el pecado, distribuyéndose por el Cuerpo del Diablo, que es el mundo mismo del pecado y sus estructuras expansivas de muerte, cuyos miembros son los pecadores habituales, como en una comunión de hombres muertos a la Gracia, como en una especie de cuerpo del Anticristo, o antiiglesia?
Y es que existe una comunicación de males, contraria y en pugna con la comunicación de bienes del Cuerpo Místico de Cristo, que aumenta y extiende el desorden fruto del pecado.
Ya fue intuído por la sabiduría antigua: nullum intra se vitium est, (Séneca, epístolas, 95) ningún vicio está contenido en sí mismo, todo mal revienta por salir y expandirse.
Los pecadores habituales se hacen esclavos del cuerpo "místico" de Satanás, que se hace su cabeza y su rey según lo dicho en Job 41, 26: "es rey de todos los hijos del orgullo".
El auténtico mal por esto es perder la Gracia y comenzar a formar parte de ese cuerpo diabólico, por el que se comienza a recibir males y desórdenes, formando como un árbol creciente de tinieblas. Frente a esto, sólo Cristo y su Gracia vencen, como un inmenso e invulnerable Árbol de Vida hacia el cielo.
Un abrazo en Cristo desde María Inmaculada
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JMI.- Gracias por el comentario, aclarante y reforzante.
Dios ilumina siempre para conocer la verdad, pero el hombre tiene que querer seguir a la Luz.(Jn 8, 12-20)
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