13.11.10

Serenidad, testimonio, paciencia

Homilía para el Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Textos: Ml 3,19-20; Sal 97; 2 Ts 3,7-12; Lc 21,5-19.

El Señor instruye a sus discípulos sobre la destrucción del Templo, sobre las persecuciones que acompañarían el nacimiento de la Iglesia y sobre el final de los tiempos. Sus palabras constituyen una llamada a la serenidad, al testimonio y a la perseverancia en medio de las pruebas.

No sólo en los comienzos de la Iglesia, sino a lo largo de su historia, también en el presente, nunca han faltado las persecuciones: Las persecuciones crueles y sangrientas, el acoso del mundo que busca la condescendencia de los cristianos con el pecado y con el mal, o el engaño de los falsos mesías que prometen una salvación que no pueden dar. Todo, de algún modo, está previsto y todo cumple un papel en los caminos admirables de la Providencia de Dios.

¿Cómo comportarse en los momentos de prueba? La primera actitud que nos pide el Señor es la serenidad, que ha de excluir el pánico y que debe ir acompañada de la claridad de la mente para poder discernir lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo. Sin dejarnos turbar por lo inmediato, debemos concentrar nuestra mirada en Jesucristo: El Señor es el templo definitivo, indestructible, edificado por Dios para morar entre nosotros y para hacernos posible el encuentro con Él. Mirando a Cristo descubriremos el criterio que nos permita separar lo que es conforme con el proyecto de Dios para nuestras vidas de lo que es disconforme y, en consecuencia, contrario a nuestro verdadero fin.

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12.11.10

La religión y lo público

Lo “público” es lo que pertenece a todo el pueblo. En este sentido, se contrapone a lo “privado”, a lo particular y personal de cada individuo. Pero entre una cosa y la otra, entre lo público y lo privado, no puede haber una separación tajante – ya que el hombre es un ser social - , salvo que se defienda una concepción totalitaria de lo público, en virtud de la cual los derechos del pueblo se transfiriesen al Estado y quedasen sometidos a los dictados de quienes, en cada momento, detentasen el poder.

Los conocimientos, las convicciones morales, los gustos estéticos son, en cierta medida, privados, particulares, pero, si se reconoce la libertad humana, pueden hacerse públicos; pueden expresarse en el ágora de la ciudad. Toda limitación a esta posibilidad de decir en voz alta – que no significa a gritos – lo que uno sabe, lo que uno estima, lo que uno valora, ha de restringirse a lo mínimo, a lo estrictamente necesario para salvaguardar los derechos de los demás y el orden social.

El ámbito religioso es, simultáneamente, privado y público. Es privado en la medida en que la fe anida en la conciencia, en esa facultad personal que nos permite reconocer la verdad y que constituye, como decía el beato Newman, el eslabón que une a la criatura con el Creador. Pero lo religioso no se reduce a la interioridad de la conciencia, porque el hombre, necesariamente, tiende a exteriorizar lo que cree, a proclamarlo con la palabra, a traducirlo en vida, a compartirlo con los demás.

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Cuando el diálogo es (casi) imposible

Dialogar no es fácil. El diálogo es una “discusión o trato en busca de avenencia”. Pero a veces la avenencia no se consigue. Puede tratarse de un diálogo de besugos o hasta de sordos. De besugos, cuando falta la coherencia lógica, y de sordos, cuando los interlocutores no se prestan atención.

De ambos modelos de diálogo no logrado tenemos ejemplos más que de sobra. Se debe dialogar, sí, pero con quien esté dispuesto a ello. Lo demás, es perder el tiempo. Con un fanático el diálogo es imposible. Da igual lo que se diga o cómo se diga. El fanático – religioso o político – va a lo suyo. Sólo a lo suyo.

Yo creo que, visto lo visto, cuando el diálogo es imposible, no hay que retroceder. Hay que esforzarse por mantener las propias posiciones, con respeto y con firmeza. ¿Por qué una persona, sin llegar a demostrar nada, logra imponerse por encima del parecer de muchas otras personas? ¿Por qué unos padres a quienes el Crucifijo les molesta – no se sabe por qué motivo – han de obligar a los demás padres – que son mayoría – a retirarlo de un aula?

No vale el diálogo. A la minoría muy minoritaria – uno o dos – no le van a convencer las razones. Da igual lo que se les diga. No quieren el Crucifijo y basta. Se les podría decir que la imagen del Crucificado es un símbolo de nuestra civilización, un símbolo de paz, una imagen de la alianza de Dios con los hombres. Les da lo mismo. Ellos, a lo suyo.

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11.11.10

El Papa en la Sagrada Familia: 8 ideas

1. Una tierra de santos: “Este acto es también, de algún modo, el punto cumbre y la desembocadura de una historia de esta tierra catalana que, sobre todo desde finales del siglo XIX, dio una pléyade de santos y de fundadores, de mártires y de poetas cristianos”.
2. El simbolismo de un templo: “Ella [la materia] es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma”.
3. Los tres libros: “En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los tres grandes libros en los que se alimentaba como hombre, como creyente y como arquitecto: el libro de la naturaleza, el libro de la Sagrada Escritura y el libro de la Liturgia”.
4. Jesucristo, Dios con los hombres: “El Señor Jesús es la piedra que soporta el peso del mundo, que mantiene la cohesión de la Iglesia y que recoge en unidad final todas las conquistas de la humanidad”.
5. Afirmación de Dios, afirmación del hombre: “Al consagrar el altar de este templo, considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el mundo a Dios que es amigo de los hombres e invitando a los hombres a ser amigos de Dios”.
6. El valor de la familia: “Sólo donde existen el amor y la fidelidad, nace y perdura la verdadera libertad”.
7. El gran servicio de la Iglesia: “ser icono de la belleza divina, llama ardiente de caridad, cauce para que el mundo crea en Aquel que Dios ha enviado (cf. Jn 6,29)”.

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10.11.10

La visita del Papa y sus críticos

Oyendo algunas críticas a la visita del Papa uno se pregunta si merece la pena escuchar y, sobre todo, si merece la pena responder. Es evidente que determinadas personas van a lo que van, a la carga contra todo lo que suene a “católico”. Son, en este propósito, incansables. Cualquier pretexto les basta y si no hay pretexto se lo inventan.

Algunos críticos obvian un dato fundamental: El Papa ha venido a Santiago de Compostela y a Barcelona porque ha sido invitado. Y no una ni dos veces, sino muchas veces. Y esa invitación no ha sido revocada. Invitado por las autoridades de la Iglesia y por las del Estado. Que yo sepa, el embajador del Reino de España ante la Santa Sede no se ha dirigido al Papa diciéndole: “Lo siento, Santidad, España está tan pobre que no podemos hacer frente a los gastos que ocasionará su viaje”. Si le hubiesen dicho esto, el Papa no vendría. Es más, es muy probable que se organizase una colecta en San Pedro para socorrer nuestra miseria.

Algunos críticos obvian una evidencia: Los católicos – que también somos ciudadanos – pagamos impuestos. Exactamente igual que los no católicos y que los anticatólicos. Pagamos el IRPF, el IVA y las demás tasas establecidas. No nos hacen ni una rebaja. Bueno, pues parece que sólo valemos para pagar. ¿Que viene el Papa a España y que hay que hacer frente a unos gastos a cargo del erario público? ¿Y? ¿De dónde sale el dinero público sino del bolsillo de los ciudadanos, también de los ciudadanos católicos? Todos los contribuyentes nos rascamos el bolsillo hasta para pagar lo que no nos gustaría en absoluto pagar, pero que nos obligan a hacerlo: la limpieza de los residuos que siguen a cada botellón; las subvenciones al cine, a los sindicatos, a los partidos; el coste de determinadas acciones presuntamente sanitarias que nos repugnan profundamente – abortos incluidos -. Pero, en la estricta aplicación de una misteriosa ley del embudo, no tenemos derecho a nada. Nosotros, a pagar y a callar como si fuésemos ciudadanos de segunda.

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