24.12.10

La familia de Jesús

Homilía para la fiesta de la Sagrada Familia (Ciclo A)

El Señor quiso nacer y crecer en el seno de una familia. Nacido de la Virgen María, tuvo a San José como padre, no según la carne, pero sí como educador, amparo y custodio. En conformidad con la lógica de la Encarnación, el Hijo de Dios se hizo hombre sometiéndose a los hombres, al fiel cuidado de San José.

En la Sagrada Familia se ven reflejados los valores que han de estar presentes en la vida de cada familia: el amor de los esposos, la colaboración, el trabajo y el sacrificio, la alegría de compartir la existencia diaria. El que teme al Señor honra a sus padres, nos recuerda el libro del Eclesiástico (cf Si 3,2-14). Todas las realidades humanas, vividas de cara a Dios, asumen así una dimensión nueva que, lejos de anularlas, las lleva a su máxima perfección.

“El horizonte de Dios, el primado dulce y exigente de su voluntad y la perspectiva del cielo al que estamos destinados” es el mensaje que la Sagrada Familia, vinculada de modo singular a la misión del Hijo de Dios, envía a toda familia humana – ha recordado el Papa Benedicto XVI - .

El pasaje evangélico de la huida a Egipto (cf Mt 2,13-23) pone de manifiesto, ya desde el principio, el signo de la persecución que acompaña la vida de Cristo (cf Catecismo 530). Jesús conoce la amenaza de un poder que no respeta a Dios ni, en consecuencia, las leyes de Dios. San Beda comenta, en una de sus homilías, que “muchas veces los buenos se ven obligados a huir de sus hogares por la perversidad de los malos, y aun también condenados al destierro”.

Dos reyes son mencionados en este pasaje: Herodes y, tras la muerte de éste, su hijo Arquelao. Ambos personajes históricos ejemplifican, en buena medida, el abuso del poder, la perversión de la autoridad, el atrevimiento de emplear contra Dios y contra los hombres unas prerrogativas que sólo pueden ejercerse, de modo moralmente legítimo, a favor de la justicia “en el respeto al derecho de cada uno, especialmente el de las familias y de los desheredados” (Catecismo, 2237).

Las autoridades civiles tienen una enorme responsabilidad. Ante todo, el poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana. La Iglesia, que comparte con Jesucristo el signo de la persecución, no puede cansarse de abogar “para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente” (Benedicto XVI).

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22.12.10

Y el Verbo se hizo carne

Homilía para la solemnidad de la Natividad del Señor

La afirmación del Evangelio de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) nos anuncia quién es en realidad Jesucristo. Su identidad es divina. Él es “de la misma naturaleza que el Padre”. Es el Verbo, la Palabra de Dios, “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hb 1,3).

Sólo “desde arriba” podemos entender a Jesús. Su singularidad absolutamente única radica en ser, con el Padre y el Espíritu Santo, un solo Dios. Jesucristo no es, en consecuencia, un personaje más de la historia de los hombres, sino la Persona divina que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para habitar entre nosotros.

Pero si no podemos comprenderlo dejando al margen su condición divina, tampoco podemos avanzar en el conocimiento de Dios prescindiendo de Jesús. Dios “nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,2). Su Palabra ha tomado aquella forma por la que puede darse a conocer a los sentidos de los hombres: “así el Verbo de Dios, por naturaleza invisible, se hizo visible, y siendo por naturaleza incorpóreo, se hace tangible”, comenta San Agustín.

La divinidad no queda transformada, absorbida, por la carne, pero sí ha hecho suya la carne: “Dios no sólo toma la apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en Dios con nosotros; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose carne, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio” (Benedicto XVI).

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¡Feliz Navidad!

Deseo, con este breve post, felicitar la Navidad a todos los lectores y comentaristas de este blog. Hemos compartido muchas cosas durante un buen intervalo de tiempo: ideas, oraciones y hasta risas.

Si en 2009 el blog recibió 176.562 visitas, en lo que llevamos de 2010 ha recibido 447.458 visitas. Un incremento más que notable. Los lectores provienen mayoritariamente de España, pero también, en significativo número, de otros lugares de Europa, de EEUU y de Iberoamérica.

Se han tratado bastantes temas. Han surgido incluso algunos libros elaborados a partir de lo que he ido escribiendo en el blog. Pero, como he tenido ocasión de manifestar más de una vez, lo mejor ha sido, sin duda, los comentaristas y el ambiente de respeto, cercanía y estima mutua que se ha creado entre todos.

Yo creo que es hora de abrir una nueva etapa. Más sosegada y tranquila y, por ello, con una menor frecuencia de intervenciones mías. Bastará, pienso, con un post a la semana; seguramente ofreciendo a los lectores la homilía de cada domingo.

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20.12.10

Navidad (escrito por Koko)

Homilía para el IV Domingo de Adviento (escrito por Koko)

Celebramos hoy el último domingo de Adviento que tiene como centro de su mensaje el nacimiento del Salvador y casi estamos ya en vísperas de Navidad. Pero las lecturas de la liturgia de hoy podríamos decir que resumen lo que será la próxima fiesta de Navidad. No sé si alguna vez en vuestra vida os preguntaron qué es para vosotros la Navidad; sin duda, la respuesta más inmediata podría ser decir que es un tiempo en el que la gente es más solidaria, en el que todo el mundo parece querer a los demás y lo demuestran con gestos concretos como el hacer regalos.

Pero la realidad es que nada de eso es propiamente la Navidad. Es increíble, pero hoy podemos responder con el mismo texto que nos ofrece la Palabra de Dios a la pregunta ¿Qué es la Navidad?. Pues es “Dios con nosotros”. Sin embargo, la respuesta es tan sencilla como difícil, ya que es verdad que eso es la Navidad, pero la Navidad también supone una apertura de corazón por nuestra parte, una entrega radical a ese amor que se hizo Niño.

Cuentan que una vez un sacerdote misionero que se dedicaba a recoger “niños de la calle” se le había escapado del centro donde los atendía, los cuidaba y los formaba el mejor de todos los niños, precisamente aquel en el que había depositado todas sus esperanzas.

Al sacerdote le atormentaba el saber cuál había sido la razón por la que este niño se había escapado. No lo podía entender, y esto le hacía sufrir mucho. Entonces, decidió ir a buscarlo por el mundo miserable donde creía que podría hallarlo. Y al final acabó encontrándolo. Y cuando el sacerdote le preguntó el porqué se había marchado, el niño respondió:

- Deseaba saber si era verdad que tú me querías. Quise comprobar si vendrías a buscarme personalmente.

También como en esta historia, Dios nos demuestra su Amor cuando Él mismo vino a buscarnos, cuando salió a nuestro encuentro, eso es la Encarnación, eso es Navidad.

Este misterio de la Encarnación del que nos hablan las lecturas de hoy se trata del misterio de como Dios se hizo hombre en Cristo a través de una Virgen. Pero podemos plantearnos la siguiente pregunta ¿Para qué se molestó Dios en bajar a la tierra?¿Por qué hizo tal cosa? Y la respuesta es clara. Para redimirnos.

Pero el concepto de Redención quizás nos puede sonar como muy abstracto, como si no tuviese una repercusión real y concreta aplicable a nuestra vida. Sin embargo, la Redención es lo más grande que Dios realizó para con nosotros. Sabemos por la fe que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, pues mediante la Redención, Dios restauró esa imagen que había quedado dañada y desfigurada por el pecado original y pudo restablecer su amistad divina con el hombre. Por lo tanto, la Redención significa la recuperación de la gracia perdida por el pecado original mediante el envío del Hijo de Dios que se encarnó de la Virgen María.

En pocas palabras, y como decían los santos padres, Dios se hizo hombre para hacer al hombre como Dios, es decir, para divinizarlo por la gracia, para restablecer la gracia perdida por el pecado. En definitiva, Dios se hizo hombre para hacerse como nosotros y quedarse para siempre entre nosotros, para compartir con nosotros la aventura de la vida, para compartir nuestros problemas y nuestras aspiraciones.

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18.12.10

La Virgen está encinta

Homilía para el IV Domingo de Adviento. Ciclo A

Una bella antífona invoca a María como Alma Redemptoris Mater, Santa Madre del Redentor, y dirigiéndose a Nuestra Señora dice: “Tú, que ante el asombro de la naturaleza, engendraste a tu Santo Creador, virgen antes y después de haber recibido de la boca de Gabriel aquel ‘Ave’, ten piedad de los pecadores”.

María es la mujer elegida por Dios para realizar el misterio de la Encarnación. En Ella se cumple el vaticinio de Isaías: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel” (cf Is 7,14). “En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad” (Catecismo 495).

San Cirilo de Alejandría compara la Encarnación del Hijo de Dios con nuestro propio nacimiento. Cada uno de nosotros ha nacido de una mujer, en cuyo seno se ha ido formando nuestro cuerpo, al que Dios infundió un alma racional. Pero no decimos que nuestra madre sea la madre de nuestro cuerpo, sino que decimos que es nuestra madre en sentido pleno; madre de todo lo que somos.

De modo semejante, María es Madre de Dios, porque en su seno virginal el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, asumió la naturaleza humana, uniéndose a un cuerpo animado por un alma racional: “El Verbo de Dios nace en la eternidad de la sustancia del Padre; mas, porque tomó carne y la hizo propia, es preciso confesar que nació de una mujer según la carne. Y como a la vez es verdadero Dios, ¿quién tendrá reparo en llamar a la Santa Virgen “Madre de Dios"?”, concluye San Cirilo.

El vínculo que une a un hijo con su madre unió, de un modo peculiar, a Jesús con María. En su seno, el Corazón de Jesús comenzó a latir, haciendo humano su amor divino por nosotros. María fue el sagrario que custodió ese amor para que, incluso antes del nacimiento, inundase a toda la humanidad. En su seno Jesús es ya el Emmanuel, el “Dios con nosotros”.

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