25.02.11

No la negligencia, sino la fe

Homilía para el VIII domingo del tiempo ordinario (Ciclo A)

El Señor nos pide atender a lo esencial: el Reino de Dios y su justicia, sin dejar que lo secundario ocupe el lugar de lo principal (cf Mt 6,24-34). Se trata de perfilar convenientemente la orientación fundamental de la propia vida; una orientación que se concretará en cada una de nuestras actuaciones.

Lo esencial es Dios. Él es “mi roca y mi salvación” (Sal 61). Dios es merecedor de una confianza plena, ya que, aunque una madre pueda olvidarse de su criatura, Dios no nos olvida (cf Is 49,14-15). Si Él cuida, con su providencia, de los pájaros, de los lirios del campo y hasta de la hierba, ¿cómo no va a ocuparse de nosotros?

Jesús señala dos síntomas que denotarían una fe débil, una falta de confianza en Dios, un estilo de vida más bien propio de paganos: el excesivo apego al dinero y la exagerada preocupación por los bienes materiales - la comida y el vestido - y por el futuro.

“No se trata de quedarse con los brazos cruzados y de no trabajar más, ni tampoco de llevar ‘una vida inconsciente’” (M.Grilli – C. Langner), pero sí de evitar una obsesión por las cosas perecederas y mundanas. El sentido común nos indica la necesidad de trabajar para hacer frente a nuestras necesidades e, incluso, de prevenir, en la medida en que razonablemente quepa hacerlo, las necesidades futuras.

El dinero en sí mismo no es malo, pero no puede usurpar el lugar reservado a Dios. El interrogante que nos plantea el Señor es: ¿Vivo para Dios o para el dinero? La tentación del tener, de la avidez de dinero, insidia el primado de Dios en nuestra vida: “El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida” (Benedicto XVI).

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22.02.11

Cuaresma: Un recorrido análogo al catecumenado

El mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma de 2011 pone en primer plano los elementos bautismales de este tiempo litúrgico. Parte, el Santo Padre, de un texto de San Pablo: “Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado” (Col 2,12).

El mensaje está articulado en tres partes. En la primera de ellas, el Papa desarrolla la relación que existe entre Bautismo y “vida nueva”. La vida nueva consiste en la comunión con Cristo; un puro don de Dios, una gracia. El Bautismo, lejos de ser un rito del pasado, es “el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado”. La Cuaresma, como el catecumenado, “es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana”.

La segunda parte se centra en la Palabra de Dios; en concreto, en los evangelios de los domingos de Cuaresma. Benedicto XVI nos proporciona unas claves interpretativas para la secuencia de cada domingo y, a la vez, unas orientaciones valiosas para quienes tenemos el honor y la responsabilidad de predicar a nuestros hermanos. Cada domingo de Cuaresma marca una etapa en el camino de la iniciación cristiana. Podemos sintetizar estas etapas de la siguiente manera:

1. Domingo I: La batalla victoriosa contra las tentaciones y la toma de conciencia de nuestra debilidad.
2. Domingo II: La Transfiguración y el necesario alejamiento del ruido diario para sumergirse en la presencia de Dios.
3. Domingo III: La petición a la samaritana: “Dame de beber”, que suscita en nuestro corazón el deseo del don del Espíritu Santo.
4. Domingo IV: El ciego de nacimiento: Cristo aparece como luz del mundo, que abre nuestra mirada interior, fortaleciendo nuestra fe.
5. Domingo V: La resurrección de Lázaro: Se trata de poner nuestra esperanza en Jesús, abriéndonos al sentido último de nuestra existencia.

Todo este recorrido encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, sobre todo en la Vigilia Pascual, en la que renovaremos las promesas bautismales.

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19.02.11

No lo imposible, sino lo perfecto

Homilía para el domingo VII del tiempo ordinario (ciclo A)

El Evangelio conduce “la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina” (Catecismo 1968).

Jesús personifica con su doctrina y con su vida esta plenitud de la Ley. En su enseñanza, el Señor explica su propio ser y actuar. Como nos recuerda el Papa, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (Deus caritas est, 12).

Desde esta perspectiva, las palabras del Evangelio (cf Mt 5,38-48) - que, en un primer acercamiento, podrían parecer un programa imposible - se convierten en un estilo de vida que podemos ver claramente reflejado en Jesucristo. Él, decía San Jerónimo, “no manda cosas imposibles, sino perfectas”.

En la Cruz se realiza el amor en su forma más radical, más perfecta, más divina: “Nuestro Señor estuvo preparado, no sólo a permitir que le hiriesen en la otra mejilla por la salvación de todos, sino a ser crucificado en todo su cuerpo”, comenta San Agustín. De su corazón traspasado brota el amor de Dios como un río de agua viva capaz de transformar nuestros corazones y hacerlos semejantes al suyo.

La plenitud de la Ley consiste, más allá de la letra de sus preceptos, en imitar a Dios; es decir, en identificarnos con Jesucristo acogiendo y haciendo nuestro el amor gratuito y desinteresado que el Padre nos ofrece: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5,44-45).

El Señor nos pide purificar nuestra facultad humana de amar y elevarla a la perfección sobrenatural del amor divino: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Así como los hijos carnales se parecen a sus padres por algún rasgo del cuerpo, nosotros, que somos hijos espirituales de Dios, nos pareceremos a Él por la santidad.

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11.02.11

Jesús y la Ley

Homilía para el Domingo VI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

De modo más o menos consciente o inconsciente podemos experimentar la tentación de contraponer la exigencia de la Ley a la palabra de gracia del Evangelio.

La Ley apuntaría a lo imposible, a lo que el hombre, conforme a su naturaleza, no podría hacer ni cumplir. Frente a la imposibilidad de la Ley, estaría la pura gracia del Evangelio.

Es verdad que “Dios hace posible por su gracia lo que manda” y que, sin la ayuda de Cristo, no podemos hacer nada (cf Jn 15,5). Pero, en realidad, no hay una contraposición entre la Ley y el Evangelio. Jesús no viene a abolir la Ley de Moisés, que se resume en los diez mandamientos, sino a llevarla a plenitud: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5,17).

Jesús lleva a plenitud la Ley “aportando de modo divino su interpretación definitiva: Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo (Mt 5,33-34)” (cf Catecismo 581). Esta autoridad que Jesús reivindica para sí es la autoridad de Dios. Él es el legislador y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

¿En qué sentido Jesús lleva la Ley a su plenitud? En primer lugar, interiorizando su cumplimiento. La alianza nueva se grabará en la mente y en los corazones (cf Hb 8,8.10), sin que quepa una observancia de la misma puramente exterior.

En segundo lugar, subrayando la importancia del amor: “La Ley nueva es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor” (Catecismo 1972).

En tercer lugar, elevando sus exigencias; es decir, tratando de imitar la generosidad divina. No basta, por ejemplo, con no matar; es preciso perdonar a los enemigos y orar por los perseguidores (cf Mt 6,1-6).

En Jesús mismo se cumple toda la Ley, hasta el más pequeño de sus mandatos (cf Mt 5,18). El que se salte uno de estos mandatos será “el menos importante en el Reino de los cielos”. El mandamiento nuevo de Jesús, el del amor, los compendia todos.

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10.02.11

El fracaso de un pequeño libro: Novena de oración por la vida

Es un dato significativo, no a nivel personal, pero sí a nivel, creo yo, objetivo. En la editorial CCS he publicado, hasta la fecha, siete títulos.

¿Cuál ha funcionado mejor? Pues muy bien, relativamente siempre, los siguientes títulos: “Novena de Nuestra Señora de la Salud”, “Novena a la Virgen María”, “Novena a la Inmaculada” y “Treinta y un días de mayo".

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